Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

Link to English translation by Daniel Loedel

Una muerte en la familia (1992)

Aunque cueste creerlo, este cuento también es autobiográfico, si bien lo que se describe en él no me pasó en la realidad sino en un sueño. En ambos la principal preocupación del protagonista es ocultarle a la madre a toda costa lo que le ha pasado para no darle un disgusto, que él cree será terrible e innecesario.

La principal diferencia es que en el sueño no hay salida posible. Lo tuve, probablemente, cuando todavía seguía en el fondo del pozo en que me encontraba desde el golpe terrible de 1978.

Cuando escribí el cuento, en cambio, en 1992, me acababa de jubilar de la ONU, estaba en mi tercer matrimonio y tenía un hijo adorable de cuatro años. Había pasado ya bastante tiempo desde el temporal para remover los escombros y ver lo que se había salvado.

La madre del cuento no tiene nada que ver con mi propia madre, pero es idéntica, físicamente y por el carácter, a mi abuela paterna.

Una muerte en la familia

Dedicado a mi hija Bonnie

            Lo primero que notó fueron las manchitas de sangre en la almohada. Más o menos, más grandes o más chicas, ahí estaban siempre, cada mañana.

            En realidad, las había descubierto la madre.

            —¿Te sangró la nariz anoche?

            —¿La nariz? No, no sé. ¿Por qué?

            —Hay manchas de sangre en tu almohada.

            —¿De sangre? ¿Estás segura?—. Sin saber por qué, se había puesto colorado.

            —Claro que estoy segura.

            Y, a manera de prueba, le había mostrado tres redonde­litos parduscos, perfectamente alineados, como las Tres Marías.

            —¿Te pasa algo?

            —No, ¿qué querés que me pase? Seguramente alguna lastimadu­ra, alguna cascarita que me rasqué en sueños.

            Pero por mucho que había mirado y remirado después, no se había encon­trado ninguna lastimadura, ninguna cascarita.

            Al principio no hizo caso: así como habían venido, así se irían.

            A mí no me pasa nada.

            Pero al día siguiente volvieron a aparecer y al otro día y al otro y al otro.

            Ya no puede durar mucho, se repetía.

            Y mientras él esperaba que se fueran como habían venido, los días se hicieron semanas, las semanas meses; llegó y se fue el verano y cada mañana, con la regularidad del sol, ahí estaban las manchas, que se negaban a marcharse.

            Aunque al principio les restó importancia —aun ahora seguía convencido de que aquello no podía durar mucho más— o quizá por eso mismo, prefirió que la madre no se enterara. ¿Para qué darle disgus­tos inútiles? Así que, desde aquel día, lo primero que hacía cada mañana apenas se despertaba, para darles tiempo a secarse, era lavar las manchas con un trapo mojado que traía del baño a escondidas.

            Era como tener otra vez catorce años, cuando lavaba a escondidas los piyamas engrudados por la noche.

            …

            Lo segundo que notó fue el pelo. Pero eso lo había notado él solo y, con un poco de suerte, la madre no se enteraría nunca.

            Un buen día, de repente, como las manchitas de sangre, el pelo había empezado a amanecerle cada vez más enredado y difícil de peinar. Unas veces aparecía anudado por todas partes; otras,  dividido en mechas pegoteadas, como si al­guien le hubiera echado una goma espesa durante la noche; otras, erizado en todas direc­ciones como un carpincho.

            Con maña, con paciencia y probando constantemente nuevas marcas de jabón o de champú y distintos tipos de peines y cepillos, hasta ahora había conseguido, más o menos, solucionar cada uno de los problemas de modo que, aunque nunca quedaba peinado de la misma manera, por lo menos podía salir a la calle sin llamar demasiado la aten­ción. Lo malo era que cada día surgía una dificultad nueva y lo que había funcionado ayer hoy ya no servía. Y como cada nueva solución le llevaba más tiempo que la anterior, había terminado por convencerse de que, a ese paso, muy pronto ni levantándose de madrugada podría estar listo a tiempo.

            Por suerte la mayoría de los nudos más cerrados y las mechas más recalcitrantes estaban a flor de piel, así que al final había optado por dejarlos tal cual y taparlos con el pelo dócil que todavía se dejaba peinar. Con el tiempo se le habían formado dos capas de pelo: la que veía la gente, más o menos peinada, y la de abajo, una maraña tupida e impenetrable.

            Otro factor que complicaba las cosas era que tenía el pelo más largo que nunca, al punto de que tenía que recogérselo para que no le cubriera las orejas. ¿Pero cómo iba a ir a la peluquería con el pelo en ese estado? ¿Qué cara iba a poner el peluquero cuando, a fuerza de peine, cepillo y tijeras, se abriera paso por fin hasta la capa profunda, la mata greñuda, que no se desenredaba desde hacía meses?

            —La próxima vez, pibe, no te me vengás con el pelo sin lavar.

            Eso se lo habían dicho de chico. Ahora, de grande, no quería que le hicieran sufrir una humillación mucho peor.

            Quizá en una peluquería donde nadie lo conociera; en Buenos Aires, por ejemplo…

            ¿Y si el peluquero, una vez que llegaba al fondo, decidía que solo con máquina se arreglaba eso y ahí no más lo rapaba sin más contem­placiones, como en la conscripción?

            Presentarse en la casa con la cabeza rapada hubiera sido como aparecerse teñido de rubio o vendado de pies a cabeza o en una silla de ruedas.

            Pero eso no era todo. Estaba convencido de que tenía que haber una relación entre las manchas de sangre y el pelo rebelde. Aunque todos los días se revisaba la cabeza sin encontrarse nada, estaba seguro de que durante el sueño alguna llaga abierta en el cuero cabelludo exudaba sangre o algún humor viscoso y eso era lo que le empastaba el pelo y manchaba las fundas. Su verdadero temor era que el peluque­ro viera lo que él no había alcanzado a ver: alguna carno­sidad supurante o una florescencia perniciosa o una exuda­ción sanguinolenta o algo aún más terrible, tan terrible que ni siquiera podía imaginarlo.

            ¿Cómo reaccionaría el peluquero entonces? ¿Si le entraba el pánico y llamaba a la Asistencia Pública o a la policía? Al fin y al cabo, ese era asunto de médicos, no de peluqueros.

            ¿Y cómo reaccionaría la madre cuando una voz extraña le diera la noticia por teléfono?

            Por último, existía la posibilidad, peor acaso, de que el peluquero, después de todo, no perdiera la sangre fría y decidie­ra hacer él mismo la cura: con navaja, tijeras, brocha gorda y colonia barata para la desinfec­ción.

            Entre esas posibilidades y cada vez dejar pasar un día más, no podía haber duda.

            Y así había dejado pasar una semana y luego otra y después un mes y otro mes más. Hasta que ahora el pelo le tapaba las orejas.

            …

            Otra fuente de complicaciones eran los peines. Aun la capa “dócil” era demasiado para ellos. A cada rato se les rompían los dien­tes o se partían en dos. Eso lo obligaba a reemplazarlos continuamen­te con peines nuevos, que tenía que comprar, para no despertar sospechas, en distintos lugares y por ende variaban de forma y color. Y como no podía tampoco permitir que la madre viera aquel desfile de peines de todos colores, formas y tamaños, el peine que dejaba en el baño lo tenía ahí nada más que de vista; los que usaba para peinarse —más de una vez había roto tres peines en una sola mañana— eran los últimos que se había comprado, que mantenía siempre ocultos en el portafolios, y de noche los sacaba y ponía bajo la almohada. El peligro era que la madre se los descubriera o encontrara algún diente caído —lo cual lo obligaba a registrar cuidadosamente el piso del baño y de su cuarto cada mañana antes de marcharse— o incluso un peine entero bajo la almohada, si él se lo dejaba olvi­dado.

            Como te pasó aquella vez con los forros.

            …

            El verdadero problema, el único problema, era que todo lo tenía que hacer en secreto. Así, por ejemplo, ahora que necesitaba mucho más tiempo por la mañana no bastaba con poner el desperta­dor más temprano. Un día o dos por excepción sí, pero ¿todos los días? La madre lo hubiera oído y habría querido saber la razón del nuevo horario.

            La solución en ese caso había sido seguir poniendo el despertador a la misma hora y aprender a despertarse solo. Eso significaba despertarse varias veces durante la noche, siempre aterrado, seguro de que se había dormido. Si era antes de las cinco, volvía a dormirse; si era después, se quedaba sentado en la cama, a oscuras porque no se atrevía a encender la luz, espe­rando a que aclarase. Por suerte todavía amanecía bastante temprano. Pero si aquello no se arreglaba pronto…

            Los dormitorios de la madre y del hijo estaban separados por el baño pero los dos dormían con la puerta abierta. Una costumbre que se remontaba a su niñez, cuando él tenía miedo a la oscuridad, ahora le creaba problemas sin fin. La madre se levantaba a las seis, pasaba por el baño sin encender la luz para no despertar al hijo, se acercaba en puntas de pie a su cama y se cercioraba de que todo estuviera en orden: el hijo dormido y bien arropado, la ventana no tan cerrada que no hubiera aire ni tan abierta que hubiera corriente y la cortina corrida para que la luz de la mañana no lo despertase a destiempo.

Después volvía al baño y cuando terminaba ahí, se iba para la cocina a matear y prepararles el desayuno a sus hijos mientras escuchaba la radio.

 Paula, su hermana, nunca se levantaba antes de las siete, así que eso le daba tiempo de sobra para ir a buscar su trapo mojado y volver a dejarlo en su lugar sin que nadie oyera ni viera nada. Después, empuñando el peine que guardaba bajo la almohada, se ponía frente al espejo del ropero, y así empezaba, con la primera luz, su calvario de cada día.

            De este modo, valiéndose de ardides múltiples e incluso de alguna mentira inocente, había logrado mantener hasta el momento la ilusión de normalidad, que era lo único que le importaba. Sin embargo, la falta de sueño, las tribulaciones, la necesidad constante de mentir, el temor de ser descubierto lo habían vuelto irrita­ble, olvida­dizo, impaciente. Y cuando la madre o la hermana le reprochaban uno de sus olvidos o exabruptos, no podía decir, como en la oficina: “Perdoname, sabés, es que no ando muy bien”, porque precisa­mente lo que quería era convencer­las, costase lo que costase, de que todo andaba a la per­fección y a él no le pasaba nada.

            El esfuerzo, cada vez mayor, de mantener esa ficción se había vuelto casi intolerable. El cansancio era permanente y profundo. Ni siquiera los fines de semana podía tener un poco de paz y tranquilidad. ¿Ir al cine, a un partido de fútbol? ¿Pasar por el café para ver a sus amigos? ¿Darse una vuelta por el club? ¿O salir simplemente a caminar y tomar aire? Ni soñarlo. No se atrevía a salir de su casa ni un solo minuto. ¡No se atrevía a salir de su cuarto! Únicamente cuando se quedaba solo en la casa tenía un respiro; pero eso rara vez sucedía. ¿Y todo por qué? Por una razón muy sencilla: el portafolios.

            El portafolios se había convertido en instrumento clave de sus actividades clandestinas. En él guardaba los cepillos para el pelo que últimamente compraba casi a diario para ver si le daban mejor resultado que los peines. Y en él traía y llevaba, además del champú, los frascos de gomina, que usaba para sujetarse las mechas detrás de las orejas. El portafolios entraba en la casa todas las tardes lleno de frascos, peines, jabones y cepillos y todas las mañanas salía cargado de peines y cepillos rotos y de frascos vacíos o a medio usar, por no mencionar los mechones de pelo desprendidos o arrancados.

            Es decir, todas las mañanas salvo sábados y domingos. Los fines de semana el portafolios no salía de la casa; quedaba en el rincón acostumbrado del cuarto del hijo, sobre la mesa que había sido de cocina y ahora hacía las veces de escritorio. Y todos los sábados y todos los domingos, como lo había hecho desde siempre, la madre le hacía la cama, le guardaba la ropa y le acomodaba el cuarto. Y cuando ella entraba, él tenía que salir, para que trabajara tranquila. ¿Qué hacer?

            Había dos posibilidades: sacar del portafolios y esconder en otra parte lo que guardaba en él durante la semana o dejar todo tal cual y confiar en que a la madre no se le ocurriera mirar adentro. Como en La carta robada de Poe; lo que está a la vista de todos no inspira sospechas.

            Sí. Cualquier día. La vieja seguro lo abre y se entera de todo.

            Así que empezó a sacar y esconder.

            Pronto descubrió, desgraciadamente, que no podía esconder todo en el mismo lugar —digamos en el ropero, con la ropa de verano— porque a medida que fue aumentando su arsenal se hizo necesario encontrar un mayor número de escondrijos apropiados, con lo cual se multiplicaban las probabilidades de que la madre descubriera uno de ellos. El otro peligro era que alguna vez, con los apurones de todos los lunes, se dejara algo olvidado en alguna parte y después no pudiera recordar donde.

            Como se enteró de que cogías con Julia, por los malditos forros.

            Procuraba, eso sí, salir de su cuarto lo menos posible. Lo cual no pasó inadvertido. ¿Qué era esa nueva manía de no salir más a ninguna parte y pasarse las horas allí encerrado, leyendo o escuchando partidos de fútbol por radio? ¡Ni el partido de Gimnasia y Estudiantes había ido a ver! Más explicaciones inverosímiles, más historias descabelladas, más mentiras. Todo colgado de un hilo que en cualquier momento se cortaba.

            El portafolios de cuero de Rusia, regalo de cumpleaños de Paula, se había convertido en una bomba de tiempo.

            …

            Si cada mañana se iniciaba con la angustia de no saber si conseguiría dominar la rebelión del pelo una vez más, y los fines de semana lo consumía el terror de ser descubierto, las noches no eran más llevaderas. Así, convencido de la necesidad absoluta de guardar las apariencias, aunque ya a la hora de la cena se caía de sueño, por nada del mundo lo hubiera confesado. Con un estoicismo que se desconocía, se aguantaba toda la comida y la sobremesa sin decir palabra, concentrándose solo en no dejar que se le cerraran los ojos, tragándose los bostezos y disimulando los inevitables cabeceos. Nunca tenía idea de lo que se hablaba y si se reía cuando ellas se reían o se fingía sorprendido cuando lo parecían ellas, era por puro instinto de conservación.

            Apenas podía excusarse sin causar extrañeza, se levantaba de la mesa y se instalaba en su rincón del living, supuestamente a leer el diario o alguna revista. Allí, donde ellas no lo veían a él pero él las oía a ellas, la cara oculta detrás del diario, se sentía lo bastante seguro para cerrar al fin los ojos. Y era cerrar­los y quedarse dormido. Aunque nunca por más de dos o tres minutos; el peligro era demasiado grande.

            Siempre se despertaba sobresaltado. Si no lo despertaba el ruido de pasos próximos, era un silencio súbito en el comedor contiguo, o el diario que se le caía de las manos, o una voz que susurraba su nombre en sueños. Era arries­gado; cual­quier día lo iban a sorpren­der durmien­do. O, peor todavía, lo iban a dejar dormir y entonces le iba a pasar lo mismo que le pasaba de noche, cuando dormía en su cama, y cuando se levantara del sillón para darles el beso de las buenas noches —hasta mañana mamá, hasta mañana Paula—, ellas, horrorizadas, iban a descubrirle en medio de la frente un hilito de sangre.

            Lo peor era que, en el fondo, sospechaba que todos esos sacrificios no servirían de nada. Más de una vez las había sorpren­dido cuchicheando solo para callarse de golpe al llegar él. Otras veces era la forma de mirarlo o, mejor dicho, las miradas que cambiaban ellas después de mirarlo a él. Pero quizá más significa­tivo aún que lo que decían o hacían era lo que no decían.

            El pelo por ejemplo. Porque era posible, después de todo, que la madre no hubiera notado las fundas húmedas o que, gracias a las artimañas del hijo, no se hubiera dado cuenta de que vivía pasado de sueño. Pero ¿y el pelo? Hasta por la calle empezaban a hacerle chistes. Y ella ¿nada? ¿Cómo era posible? Al fin y al cabo era ella la que siempre lo mandaba a cortarse el pelo en cuanto se lo veía un poco crecido y, si los rezongos no bastaban, lo arrastraba ella misma a la peluquería.

            Todo lo que fuera aliño personal del hijo era jurisdic­ción de la madre. No solo le planchaba pantalones y camisas y le lavaba la ropa interior; siempre lo acompañaba a la tienda y hasta las corbatas le elegía. Y lo que no hacía falta probarse, se lo compraba ella misma. En reali­dad, él no se acorda­ba de haberse comprado nunca un par de calzoncillos o una camise­ta o un pañue­lo.

            ¿Y ahora esa misma madre se callaba como si no viera ni advirtiese nada? ¿Por qué?

            Pensándolo bien, hacía semanas que la madre casi no le hacía pregun­tas. Así como antes era llegar él a la casa y empezar el bombardeo, ahora solo le hablaba si él quería y de lo que él quería. ¿Por qué esa discreción súbita?

            La vieja sabe.

            No seas idiota. ¿Cómo va a saber?

            Fijate. No te saca los ojos de encima.

            Era cierto. No le perdía pisada. Y era posible inclu­so que se hubiera confabulado con Paula para vigilarlo mejor. Pero una cosa era sospechar y otra saber.

            De todos modos, estaba seguro de que cada mañana, no bien él salía para la oficina, ella se le metía en la pieza y la revolvía de arriba abajo.

            Tenés que andar con pies de plomo. Un solo descui­do y sonaste.

            …

            Guarecido detrás del diario, se queda dormido en su sillón.

            Sueña que están en Montevideo, que es verano y que su padre los lleva a la playa en el Chevrolet 41. Es un día especial; hoy también vienen las primas. Como los cuatro chicos no caben atrás, él va adelante, en la falda de la madre.

            Alguien lo llama; es una voz apagada, que viene de lejos. La voz se acerca, le dice algo al oído. Él quisiera abrir los ojos, prestar atención, seguro de que es algo impor­tante. Pero no quiere perderse el paseo a la playa… ¡con las primas, tan luego! Es la voz de Paula; tiene que ser ella que se ha acercado sigilosamente desde el comedor hasta su sillón.

            —No contesta. Está dormido. Ahora podemos hablar tranqui­las —dice Paula.

            Entonces el padre le da una palmadita en el hombro y le dice:

            —Hacete el dormido, así te enterás de lo que traman estas dos.

            Él hace como le dice el padre y sigue respirando hondo y pausado, mientras la mano vuelve a tocarle el hombro. Papi tiene razón, piensa. Por fin se va a enterar de lo que dicen de él a sus espaldas.

            Pero ahora lo sacuden más fuerte y eso lo distrae y, por mucho que se esfuerza, no alcanza a oír el secreto que le cuenta la madre a Paula y que él tanto necesita saber.

            —¡Despertate, despertate! ¡Son las diez de la mañana!

            Y ahora se va a quedar sin saber lo que traman y se va a quedar sin ir a la playa.

            —¿Te levantás o no te levantás? Es la tercera vez que vengo a llamarte.

            Se incorporó de un salto.

            Buscó el diario, que se le debía haber caído; después el auto en que hacía un instante iba feliz a la playa.

            Pero no había ni diario ni auto ni playa ni primas y el padre ya hacía más de quince años que se había muerto.

            —¿No te sentís bien? ¿Aviso a la oficina que no vas?

            Estaba en su dormitorio, tirado sobre la cama sin abrir, donde la noche antes se había quedado dormido con toda la ropa puesta.

            —Ya son las diez. ¿Les digo que no vas? —repitió la madre.

            —No, no, no.

            —¿Que llegás tarde?

            —No, sí. Sí. Deciles que ya salgo. Gracias. Que llego en unos minutos. Gracias, vieja.

            ¡Las diez! Ni se había despertado solo, ni había oído el desperta­dor, ¡ni siquiera había oído a la madre entrar en su cuarto! ¡Tres veces! Y, para colmo, lo sorprendía así, vestido, como si se hubiera acostado borracho.

            Miró la almohada. Hoy las manchas eran siete, en forma de arco. La madre tenía que haberlas visto. ¿Qué más habría descubierto?

            Y ahora, para completarla, también en la oficina se le iba a complicar la vida. En catorce años nunca había llegado tarde. Y ahora iba a llegar horas tarde. ¿Qué iban a pensar?

            Seguía sentado en la cama, aturdido, sin saber por donde empezar. Se sentía como si cargara el mundo entero a sus espal­das, como si estuviera condenado a escalar, el resto de sus días, una montaña inmensa pidiendo perdón a cada paso.

            Por la banderola entraba el sol, alto como en verano. Perversamente, en la cama, un rayo de oro jugaba con los colo­res brillantes de la colcha. Era una fiesta de luz y ale­gría.

            …

            Se miró al espejo: todo el pelo se le había alzado en un remolino gigante. Se lo tocó con aprensión. Duro como cerda.

            Se sacó el pulóver con que se había quedado dormido la noche antes y la corbata pero se dejó la camisa. La haría tirar un día más.

            Encendió el calefón y puso la llama al máximo.

            Si te quemás, jodete. Te lo tenés bien merecido.

            Se empapó la cabeza con agua casi hirviendo y se echó una toalla encima. Volvió a la pieza con un trapo mojado, mientras se le ablandaba el pelo, y lavó las manchas a la carrera. De vuelta en el baño, se sacó la toalla y, armado de un peine nuevo, trató de meterlo por distintos lugares. El pelo estaba más manejable; trabajando cada mecha con las dos manos y peinando luego las puntas, quizá hubiera podido crear la apariencia de orden. Pero para eso hubiera necesi­tado todo el tiempo del mundo y una paciencia de santo, que hoy era lo que menos tenía.

            ¿Por qué se había dejado estar? ¿Por qué siempre confiaba en que todo se arreglaría a último momento? ¿Por qué se había dormido esa mañana?

            Hoy no había otro recurso que la fuerza bruta.

            Miró el peine. Parecía fuerte. Con mango y doble fila de dientes reforzados. Lo agarró con las dos manos, lo hundió en medio del remolino y empezó a tirar. Tiró con fuerza. Nada. Apretó los dientes y tiró más fuerte. Nada. Tiró y tiró, hasta que se le saltaban las lágrimas. Nada.

            Empezó a desesperarse. En cualquier momento iba a venir la madre a golpearle a la puerta.

            Decidió probar una vez más. Se puso el peine cerca de la frente, cerró los ojos y dio un tirón violento hacia abajo. Algo cedió esta vez, como tela que se rasga.

            Cuando abrió los ojos, solo vio pelo. Pelo todavía enredado en el peine que sostenía con las dos manos. Su primera impresión fue que se había arrancado de cuajo un mechón entero.

            ¡Lo único que me faltaba!

            Pensó que cada vez que intentara peinarse perdería un nuevo mechón. Se imaginó víctima de un proceso de descompo­sición general; el pelo se le iría cayendo por mechones hasta quedarse calvo y al pelo seguirían los dientes y a los dien­tes…

            ¡Qué disparate!

            Se puso de costado al espejo y se miró primero de un lado y después del otro. Entonces vio lo que había pasado. El pelo no se le había desprendido de raíz, como él creía, sino que había arras­trado consigo un gran pedazo de cuero cabelludo y parte de la piel de la frente, que ahora formaba un colgajo tendido entre el peine y su cara. El rasgón, en forma de arco, iba de una sien a la otra y en la carne desollada empezaban a formarse, a inter­valos regula­res, siete gotitas rojas y brillan­tes.

            Sintió un ramalazo de fuego.

            Aquello era grave, aquello era peor de lo que se había imaginado. Habría que desinfectarlo, coserlo con punta­das…

            Golpearon a la puerta.

            —¿Estás ahí todavía?

            Sí, quiso contestar, pero no le salió la voz. Eso ya no lo podría hacer él solo; necesitaría un médico…

            Golpearon más fuerte.

            —¿No me oís? ¿Por qué no contestás?

            …el doctor Medina, o la Asistencia Pública, o mejor un médico descono­ci­do…

            Ahora golpeaban con una mano mientras con la otra sacudían violentamente el picaporte.

            —¿Por qué te encerraste con llave? Abrime. ¿Me oís? ¡Abrime!

            Cuando por fin encontró la voz, le salió un grito agudo e histérico:

            —¡Síííí!

            Tenía que calmarse. Cerró los ojos, se puso una mano en la garganta, trató de aclararse la voz.

            —Sí —repitió con voz más normal—. Ya va. Ya te abro.

            Volvió a poner el colgajo en su lugar, el peine todavía prendido al pelo, acomodándolo lo mejor que pudo; luego se tapó con la toalla y sacó el cerrojo. Pero no se decidió a abrir la puerta.

            —¿Qué querés? —preguntó a través de la puerta cerrada.

            El peligro de infección era bien real…

            —Perdoná. Me asusté porque no te oía… ¿Estás bien? ¿Me oís? —La voz llegaba apagada pero inteligible.

            —¿Qué querés?

            Tendría que haberse puesto una gasa estéril, no esa toalla inmunda.

            —Llamé a la oficina para avisarles que llegabas tarde.

            Un médico. Necesitaba un médico. Pero no Medina. Cual­quiera menos Medina.

            —Preguntan si de pasada no te podés llegar hasta el Banco de la República. ¿Me oís?

            —Sí, sí. Te oigo. El Banco de la República—. Lo primero que haría Medina sería correr al teléfono y llamar a la vieja.

            —Hay unos vales para cobrar y unos cheques para depositar. Dicen que vos sabés de qué se trata.

            La Asistencia Pública le quedaba a un paso, en la calle 4, y allí seguro que no lo conocía nadie.

            —¿Vos sabés de qué hablan?

            —Sí, sí.

            Solo que no tenía forma de saber quién estaría de guardia…

            —Ah, sí, y otra cosa. ¿Me oís?

            —Sí, sí, te oigo.

            Pero estaba tan cerca… Podía llegarse de una corri­dita.

            —Dicen que los cheques de la provincia, ¿sabés?, o del Banco de la Provincia…

            Pero no podía salir con una toalla en la cabeza; tendría que ir todo el camino sujetándose el colgajo con la mano.

            —…esos van todos a la cuenta corriente. ¿Me entendés?

            —Sí, sí, te entiendo.

            Si por lo menos hiciera viento, si pudiera hacer como que se sujetaba el pelo para no despeinarse…

            —Y que lleves el efectivo de los vales a la oficina… ¿Oíste?

            —Sí, sí. El efectivo de los vales… Decime, ¿sabés si hace viento afuera?

            —¿Cómo? ¿Afuera?

            —Viento. Digo que si sabés si hace viento afuera.

            —¿Pero de qué viento me hablás?

            —Digo que si… Nada. No te preocupes.

            —¿Cómo nada, cómo que no me preocupe? Yo acá desgañi­tándome para explicarte todo ese lío del Banco y vos que ni siquiera sos capaz de abrirme la puerta, como si fuera una sirvienta, peor que una sirvienta, ¡y me salís con no sé qué del viento!

            —Mamá, no te abrí porque tenía jabón en las manos y, además, no hacía falta. Y, por si no te diste cuenta —continuó cada vez más grosero—, porque es tarde, retarde y estoy apurado. A-PU-RA-DO. ¿O no entendés?

            —Te entendería mejor con la puerta abierta —contestó ella, glacial.

            —La puerta está abierta. Si tanto querés entrar, la podés abrir vos misma.

            —¡Yo no quiero entrar! —gritó la madre al borde del llanto—. Lo que quiero es respeto. Y si vos no sos capaz de abrirle la puerta a tu propia madre…

            ¡Vieja metida!, pensó el hijo con rabia y abrió la puerta de un tirón. Estuvo tentado de sacarse la toalla y gritarle: “¡Si tanto querés enterarte, enterate! ¡Enterate! ¡Mirá quién es tu hijito del alma!” Pero se contuvo y solo dijo:

            —¿Estás conforme ahora?

            Cuando la vio en el marco de la puerta como acurrucada, los brazos muy juntos, pegaditos al pecho, la carita hecha una pasa, el pelo blanco, la mirada baja, temblando toda como una hoja, se le encogió el corazón. ¡Parecía tan chiquitita, tan frágil, tan vieja! La podría haber alzado como a una criatu­ra.

            Sintió una ternura inmensa. Hubiera querido ser chico otra vez para subírsele a la falda, abrazarla muy fuerte y decirle como entonces, la cara apretada contra sus cabellos rubios: “¡Mi mamita querida! ¡Mi mamita querida!”

            Con tono conciliatorio, le dijo:

            —Entrá, vení. ¿Ves? No pasa nada. ¿Ves? No es para tanto.

            La madre miró la toalla, el lavatorio lleno de agua humeante, la camisa del día anterior que todavía tenía puesta. Recorrió con los ojos el resto del baño buscando una expli­cación a algo que claramente no la tenía.

            —Vos no te bañaste ¿no?

            —No. No me bañé.

            —¿Pero te lavaste el pelo?

            Se puso rígido. Ella sabía muy bien que él solo se lavaba el pelo cuando se bañaba. Paula era la que se lo lavaba en el lavatorio.

            —Sí —mintió—. ¿Qué tiene de particular?

            —No sé. ¿No decías que estabas tan apurado? ¿No podía esperar hasta mañana?

            —No, no podía esperar hasta mañana. Estaba sucio.

            —Pero si te lo lavaste ayer…

            —Mirá, mamá —la ternura se le había evaporado de golpe—, si me lo lavé o no me lo lavé, a vos ¿qué te importa? ¿No creés que ya soy bastante grande­cito para decidir yo solo cuándo me lavo el pelo o dejo de lavármelo? ¿O te creés que todavía soy un chiqui­lín que necesito que me digas a cada paso qué es lo que tengo que hacer? ¿O que me gusta que vivas con la nariz metida en mis cosas? Si no te gusta cómo soy, si tenés algo que reprocharme, decímelo de una vez. Pero no andés ahí con mil vueltas que si esto y que si lo otro.

            La madre se puso pálida como una muerta.

            —¿Decirte? ¿Yo? ¿A ti?

            El ti fue un latigazo. La madre solo hablaba de cuando se sentía herida en lo más vivo.

            —¿Qué puedo decirte yo a ti? —Y le clavó los ojos con una mirada que era otro latigazo—. Yo soy una pobre vieja ignorante. Si no supe enseñarte respeto, decencia y amor cuando no era una vieja inútil, ¿qué puedo decirte ahora? Todos los viejos somos unos inútiles que solo servimos para estorbar. Y algunos vie­jos —y los ojos se le vidriaron de llanto— somos tan inútiles que ni siquiera sabemos morirnos a tiempo. —Y se largó a llorar, pero solo cuando ya le había vuelto la espal­da y él no podía verla.

            ¡Mi mamita querida!…

            ¿Por qué no podía ser ella siempre rubia y él siempre niño e inocente?

            Otra vez la hiciste llorar a mamá.

            …

            No había tiempo que perder. Se sacó la toalla y volvió a examinar el colgajo. No era fácil porque para verlo tenía que ponerse de costado y mirar con el rabillo del ojo. Además, necesitaba levantarlo, pero no tanto que se le des­prendiera más piel. Se pegó al espejo. Las gotas de sangre se habían condensado en un pegote oscuro que, de un lado, le corría delante de la oreja y le llegaba hasta el cuello. Pero no parecía haber sangre fresca. Si todavía sangraba por alguna parte, no consiguió verlo. Se limpió con la toalla y se puso a pensar.

            Te­nía que sujetarse la piel de alguna manera. Quizá lo mejor fuera ponerse un gran parche de gasa con cinta adhesiva. Eso no solo le permiti­ría estirar la piel hacia atrás y disimular los plie­gues de piel floja que empezaban a formársele en la parte de arriba de la frente, además de disimular el pelo porfiado, sino que le propor­cionaría una justificación automática para presen­tarse en la Asistencia Pública. Lo difícil sería salir de la casa sin que lo vieran la madre o los vecinos.

            Pero antes tenía que encontrar gasa y cinta y, cuando se pusiera el parche, asegurarse de que la cinta quedara bien pegada al cuero cabelludo. Y aún antes de eso, tenía que desenredar el peine. Y tendría que hacerlo con extremo cuidado si no quería que se le siguiera cayendo la piel.

            Mientras se sujetaba el pelo con una mano, con la otra trataba de desembarazar el peine. Así estuvo un buen rato hasta que se convenció de que era inútil; había que cortar.

            Agarró unas tijeras, se acercó más a la luz —no quería cortar piel por pelo—, levantó el peine y ya estaba a punto de cortar cuando se notó algo en la frente. Debajo de la línea donde la piel seguía adherida, se le habían formado decenas de ampollas diminu­tas. Cuando se las apretaba con el dedo parecían emigrar en todas direcciones dejando una impresión de piel lisa y libre de vesículas que no tardaban, con todo, en reaparecer.

            Sin duda, el pellejo se le había aflojado y le habían empezado a entrar burbujas de aire por debajo. Sin duda, el proceso que había iniciado con aquel tirón ciego y violento  seguiría ahora su curso inexorable, hiciera lo que hiciera. Sin duda…

            No quiso esperar a verse toda la cara llena de ampo­llas. De un tijere­tazo libertó por fin el peine y se tomó el cuero cabe­lludo con ambas manos.

            Antes de tirar se miró al espejo. Sentía que estaba a punto de hacer una enormidad pero no llegaba a entender bien qué. Se miraba, se veía en el espejo y no comprendía que se veía así por última vez.

            Cerró los ojos, respiró hondo y empezó a tirar hacia abajo. No sintió el menor dolor ni resistencia alguna; solo el leve crujido de algo que se iba despegando de a poco. Era casi como quitarse un guante ajustado.

            Por fin llegó a la barbilla. Un último tirón, suave pero firme, y su cara, lo que había sido su cara, se des­prendió por completo.

            Se arrodilló y, con mucho cuidado, la puso en el ban­quito que estaba junto al lavatorio. La estiró luego con los dedos, apartó un mechón que le cubría la frente y se quedó mirándola.

            Soy yo. Ese soy yo.

            No faltaba nada. Las mismas arrugas del ceño, la cicatriz del acciden­te, la marca de viruela boba y hasta los pelitos crecidos de la barba, que ese día no se había afei­tado. Podía ver cada poro, cada imperfección, cada puntito negro. Podía ver marcas, surcos y venitas que nunca había visto en el espejo. Tenía los ojos cerrados, las cejas revueltas y hasta lagañas en los párpados. Pero no parecía dormido.

            Ese soy yo. Ese soy yo, muerto.

            …

            Sintió terror.

            Era un miedo tan elemental que no podía articularse en pensamientos lógicos. Tenía miedo de la muerte pero más temía lo que le estaba pasando ya, que no entendía, y era por eso tanto más terrible.

            ¿Qué se había hecho de su persona? ¿A qué había quedado reducido? Si eso que él mismo había puesto en el banquito era su cara, ¿qué había quedado en su lugar? ¿Qué vería si se miraba al espejo? ¿Un borrón de carne viva? ¿O una intrincada malla de venas y arterias, de nervios y músculos, de ligamentos y tendones, al aire ahora, sin protección ningu­na, como en una mesa de disec­ción? ¿Qué se había hecho de su humanidad? ¿En qué ser monstruoso se había convertido?

            Jamás volvería a mirarse al espejo. Tampoco se atrevía a tocarse. Podía hacerse daño, podía infectarse los tejidos expuestos. Ni siquie­ra se animaba a pasarse la lengua por lo que había sido su boca. ¿Tendría labios todavía? ¿Podría hablar como antes? Prefería no saberlo.

            No quería sufrir más. No quería más mortificaciones ni vergüenzas. Quería terminar de una vez. El fin no podía ser peor que aquello. Quería morirse.

            Pero si de verdad quiero morirme, ¿por qué este terror de estar muerto?

            …

            Por segunda vez esa mañana sintió que el mundo se le venía encima.

            No sabía si quería vivir o morirse, luchar o entregar­se. No sabía siquiera si todavía estaba a tiempo de hacer algo.

            De todos modos, ya no podría salir a la calle hasta que oscureciera y aun así tendría que encontrar con qué taparse. Pero tampoco podía permitir que la madre se enterara. El disgus­to acabaría con ella. Eso significaba que tendría que encontrar un lugar donde esconderse hasta la noche… y pronto.

            Por otro lado, cada vez era más urgente que lo viera un médico. No solo tendrían que lavarlo y desinfectarlo; era posible que hasta tuvieran que anestesiarlo por el ardor. Porque los gérme­nes no iban a espe­rar. Seguro que ya empeza­ban a multi­pli­carse. Para la noche tendría una infección masiva.

            Por fin, tenía que hacer algo con su cara. Aunque casi imperceptible­mente, había empezado a secarse y a encogerse. Tendría que fijarla de algún modo, para mantenerla estirada, y ponerle aceite para que no se resecase. Había que preser­varla. No se hacía ninguna ilusión, pero ¿y si su enferme­dad no era incura­ble, después de todo? ¿Si encon­traba un gran especialis­ta capaz de recomponerle la cara? ¿No habla­ba todo el mundo de las maravillas de la cirugía moder­na?

            Una tablita. Tenía que conseguir una tablita en alguna parte y tachue­las o chinches para clavar la cara.

            Desde el comedor llegó la voz de la madre:

            —¡Tenés la leche servida!

            De rodillas aún, mirando la cara, se había olvidado de la madre por completo. Ella andaba por el comedor ¡y la puerta había quedado sin llave!

            Se levantó de un salto, se cubrió la cabeza con la toalla, reco­gió la cara, la dobló con cuidado, tratando de dañarla lo menos posible, y la ocultó bajo la toalla, apretándosela contra el pecho. Era su única esperanza de salvación.

            Se puso a escuchar. Los pasos del comedor se acercaban. Se lanzó hacia la puerta que daba a su cuarto. La abrió con un ademán brusco que hizo que la toalla se cayera al suelo. Se agachaba ya para recogerla cuando oyó moverse el picapor­te de la otra puerta. No había tiempo. Pateó la toalla hacia su cuarto y alcanzó a cerrar, justo en el mismo momen­to en que entraba la madre.

            Se quedó recostado de espaldas contra la puerta, la mano todavía en el picaporte, sin poder dar otro paso, la toalla tirada a sus pies. El corazón le latía enloquecido; le faltaba el aire.

            —¿Me oíste? —dijo la madre al tiempo que golpeaba suave­mente la puerta que la separaba del hijo—. Se te enfría la leche.

            —Sí, sí. Ya voy.

            Contestó sin pensar, sin acordarse de que quizá ya no pudiera hablar como antes. Pero tuvo suerte. Salvo el tem­blor de la voz, los sonidos salieron normales.

            Se había salvado por poco. Aunque no del todo. Acababa de darse cuenta de que había dejado el peine en la repisa del baño, el peine de doble fila de dientes reforzados, el peine con el mechón.

            …

            La situación era crítica. Podía cerrar con llave las otras dos puertas de su pieza: la que daba al comedor y la que daba al corredor de servicio; pero esa, donde estaba recostado ahora, solo tenía llave del lado del baño. Y la madre no le había echado el cerrojo; podía entrar, llamando antes o sin llamar, cuando ella quisiera. Tenía al hijo a su merced.

            La cara tendría que esperar. Había problemas más urgentes que atender.

            Se le había ocurrido un plan desesperado: hacerle creer a la madre que se iba para el trabajo y esconderse, en cambio, en el bañito de servicio. Hacía años que no tenían empleada con cama y, salvo los martes, cuando venía la lim­piadora, ya casi no se usaba; era más bien un depósito de trastos viejos.

            El peligro era que ahora, como necesitaba las dos manos, iba a tener que prescindir de la toalla y, por unos minutos, trabajar al descubierto.

            Si me ve, que me vea. Yo más no puedo hacer.

            Recogió la toalla. Estaba manchada de sangre y ahora, seguramente, llena de microbios. Millones y millones.

            Abrió la cama, tendida todavía, y puso la cara y la toalla entre las sábanas apenas arrugadas.

            Necesitaba una camiseta o una camisa limpia para envolverla. Ya se daba vuelta para sacar una del ropero, cuando se acordó. Ese ropero tenía tres espejos enormes; ese ropero había sido de sus padres. Por mucho que se esforzara por no mirar o mirar para otro lado, el ropero lo traicionaría.

            Mejor arreglárselas con el pulóver que acababa de dejar tirado al pie de la cama.

            Sacó la cara de entre las sábanas, la alisó lo mejor que pudo —cada vez estaba más seca y más frágil— y la envol­vió en el pulóver.

            Más microbios.

            Luego metió el pulóver y la corbata en el portafo­lios. Ya terminaría de vestirse después, cuando la madre se fuera a hacer los mandados.

            Necesitaba algo más. De un tirón abrió el último cajón de la cómoda y, con el sacudón, derribó sin querer el retrato de la madre que tenía encima. Era una foto de cuando era joven, con el pelo largo hasta la cintura, el hombro desnudo. Siempre lo había maravillado; parecía una artista de cine.

            El vidrio se hizo añicos contra el piso. Sin hacer caso, revolvió a fondo el cajón, que había ido a parar al suelo, hasta encontrar lo que buscaba: un buzo con capucha para salir a la calle cuando anocheciera.

            En el baño no se oía un ruido, ni siquiera una gota de agua. La madre debía haber visto el peine. Y tenía que haber oído la caída del cuadro y del cajón.

            Le quedaban segundos nada más.

            Sin volver nada a su lugar, se echó la toalla a la cabeza, agarró saco, buzo y portafo­lios y salió disparado hacia el corredor de servi­cio, mientras gritaba:

            —¡Chau vieja!

            Desde el suelo, tras el vidrio roto, la imagen parecía implorarle, con su mirada lánguida de cine mudo, que no la dejara ahí tirada.

            …

            Al salir del cuarto le pareció que la madre le decía algo desde el baño pero no entendió qué. O no quiso entender.

            Al llegar a la puerta de servicio gritó otra vez, bien fuerte:

            —¡Chau! —Y dio un portazo sin salir de la casa.

            Grito y portazo retumbaron en el pasillo. Se quedó escu­chando. Esta vez no hubo respuesta.

            El corredor hacía un codo al final, de modo que ahí, donde estaba ahora, junto a la puerta, la madre no podía verlo, aun cuando se asomara al pasillo.

            Tuvo un momento de indecisión. Todavía podía cambiar de plan. Vivían en un segundo piso; para arriba, la escale­ra llevaba a la azotea, donde vivía, desde el terremoto de San Juan, en una piecita desman­telada, don Ramón, un pariente pobre de la dueña de casa.

            Pensó esconderse en el tramo de escalera entre su piso y la azotea. Nunca había nadie de día y desde ahí oiría a la madre no bien saliera a la calle. Pero ¿y si ese día a don Ramón se le ocurría bajar? ¿O si subía gente a la azotea a hacer algún arreglo? ¿Cómo reaccionarían ante un intruso sin cara? ¿Cómo hubiera reaccionado él mismo? ¿Lo verían como un monstruo? ¿Como un ser amenazador, entre humano y sobrenatural? ¿O como un pobre desgra­ciado? ¿Lo atacarían, le tendrían lástima o huirían despavoridos?

            Mejor no saberlo nunca.

            Dio la vuelta, preparándose para desandar el camino andado. Solo que, si se había ido corriendo y haciendo todo el ruido posible, ahora volvía callado, sigiloso, parándose a escuchar después de cada paso medido; evitando rozar siquiera las plantas de las macetas; quedándose inmóvil, por lo que parecía una eternidad, al menor rumor o susurro; aguzando el oído para percibir, entre todos los ruidos del palpitar normal de una casa, aquellos que podían anunciar un peligro inminente: el girar de un picaporte, el rechinar de una bisagra, el crujir de una madera.

            Se sintió como un ladrón. Pero lo que iba a hacer era mucho peor que robar. Iba a traicionar a un ser querido.

            La madre les había enseñado a no mentir nunca. La mentira envilece, les decía. Nunca le tengan miedo a la verdad; ni de decirla ni de oírla. Y también les había enseñado que no podía haber amor sin verdad. El que ama no miente. Y así, había educado a sus hijos en el respeto estricto de un pacto inviolable de honradez en que amor y verdad eran inseparables.

            Él había tratado siempre de ser recto y de ser un buen hijo para poder vivir en paz con la verdad. Desgraciadamen­te, los vericuetos de la vida no siempre le habían permitido seguir una línea recta y, más de una vez y muy a su pesar, había tenido que desviarse un pasito aquí, otro pasito allá. Pero una cosa era no decir toda la verdad o callarla o disimularla; otra muy distinta era mentir, engañar a sabien­das. ¿Qué clase de hijo podía hacerle creer a la madre que iba ya camino de la oficina y volver en cambio furtiva­mente a enterrarse en las entrañas de la casa?

            ¿Cuál era la línea recta? ¿Descubrirse y mostrarle, donde había tenido la cara, una gran ampolla informe tal vez, sin cejas ni párpados ni pestañas ni labios ni sonrisa ni rastro alguno de humanidad?

            ¿Eso era amor?

            ¿Por qué no les enseñó la madre que algunas verdades son demasiado terribles para decirlas, incluso al ser más querido, especialmente al ser más querido?

            …

            El baño de servicio lo recibió con un vaho de sótano. En el piso había unas damajuanas vacías, tarros de pintura, una bolsa de quebracho colorado para la salamandra y otros trastos que no alcanzó a ver porque al cerrar la puerta se quedó a oscuras.

            Más que baño pequeño, era una letrina. O lo había sido. Ahora se había convertido en una especie de fosa común donde habían ido a morir los desechos más dispares que el cariño de alguien había salvado de acabar en la basura. Y ahí yacían arrumbados contra las paredes, en cajas y latas sin marcar, encimadas unas sobre otras hasta tocar el techo, cubiertas de moho y de telarañas. ¿En cuáles de ellas estarían su trencito eléctrico, sus patines, la Marilú de Paula?…

            No se atrevía a moverse. Donde había plantado los pies, ahí los había dejado. Apenas si se animó a quitarse la toalla, que lo sofocaba, y a dejar caer los brazos, bien junto al cuerpo, temeroso de tocar algo y provocar un de­rrumbamiento de cajas y latas que lo sepultara bajo aquel aluvión de pasado.

            Inclinando apenas la cabeza podía pegar el oído a la puerta y escuchar. El bañito estaba frente a su pieza y no muy lejos; si la madre andaba por ahí no podía dejar de oírla.

            Tendría que haber estado inspeccionando el cajón tirado, el retrato roto, la cama casi intacta, la funda húmeda de la almohada; comprobando que el hijo no se había mudado de ropa; que no estaban ni el saco ni el portafolios y que, por tanto, debía haber salido para el trabajo; buscando la toalla que le había visto en la cabeza y que no había encontrado ni en el toallero ni en el canasto de la ropa sucia; abriendo y cerran­do cajones; revolviéndole los papeles de la mesa y, sobre todo, hurgueteando en la basura, en busca de otros mechones de pelo y alguna explica­ción del misterio del peine.

            Pero no se oía nada. Ni puertas ni pasos ni cajones. Solo ruidos de tráfico de la diagonal y la voz lejana de la vecina de abajo. ¿Qué podía estar haciendo? ¿Cómo era posible que, después de todo lo que había pasado esa mañana, no se hubiera puesto a investigar en seguida? Era extraor­di­nario.

            Y quizá más extraordinario aún era que él, en el fondo, presentía que había una explicación muy simple y que no tenía más que abrir los ojos para verla. Una explicación que, además de obvia, iba a significar su perdición.

            …

            Mientras la madre no saliera a la calle, él estaba condenado a quedarse en ese encierro de ataúd, inmóvil y a oscuras. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar? ¡Con todo lo que tenía por delante! Otra vez se sintió derrotado.

            No se trataba solo de conseguir médico de urgencia. Un médico cualquiera no bastaría. Necesitaba un cirujano, un especia­lista en cirugía plástica y, además, dispuesto a verlo esa misma noche.

            Llamadas telefóni­cas, consul­tas, averi­guacio­nes… ¿Cómo iba a hacer él solo todo eso? Necesitaba ayuda. Pero ¿a quién recu­rrir? ¿Qué explicación iba a dar? ¿A quién podía llamar y decir­le: “Me pasa algo terri­ble; no me pregun­tes nada; vos hacé lo que te digo?” Tenía amigos sí, pero no de esos. ¿Julia entonces?

            En otro tiempo Julia hubiera hecho cualquier cosa por él. Julia lo había querido de verdad. Y él a ella. Pero desde el principio la madre se había opuesto a la relación, como se opuso a todas las anteriores, y cuando se enteró de que esta vez la cosa iba en serio, la desaprobación inicial se hizo guerra implacable. Después de diez años turbulentos, dos veces a punto de casarse y siempre al borde de la ruptura, cansada ella de oír promesas hechas de buena fe pero que nunca se cumplían, y él de vivir entre dos fuegos, abrumado por los reproches de dos mujeres a quienes no podía complacer, decidieron al fin terminar el noviazgo.

            No fue fácil ni amigable. Después de mucha amargura, mucha recriminación y mucho llanto, cada uno siguió su camino y nunca más volvieron a verse. Siempre había tratado de convencerse de que era lo mejor para todos. Pero ¡cómo deseaba ahora que las cosas hubieran sido distintas y tener a Julia a su lado!

            …

            Entre tanto, con cada minuto que pasaba, la que había sido su cara, envuelta en el pulóver sucio, se contaminaba un poco más, se marchitaba un poco más y, junto con ella, él perdía sus últimas esperanzas.

            Por si eso fuera poco, la oficina. Tenía que llamar a la oficina cuanto antes. Si no llamaba él, pronto llamarían ellos. Querrían saber qué había pasado con el efectivo de los vales. Querrían saber si iba o si no iba. Y si no pensaba ir, ¿por qué había mandado decir que sí iba?

            La madre se enteraría de que no había ido. Pero no tenía motivos para pensar que no hubiera ido al banco. Ella misma lo había oído marcharse y sabía que había salido de traje y corbata y con su portafolios. No era tan disparatado pensar que el hijo había ido al banco, cobrado los vales y desapareci­do con toda la plata. Hasta podía llegar a imaginarse que, como en una película recién estrenada que a ella le había parecido aterradora y morbosa, el hijo terminaría en el fondo de un pantano.

            Le había mentido, la había engañado, la había hecho llorar y ahora la iba a volver loca de angustia y de miedo.

            ¿Cómo podés ser así con mamá?

            …

            Y, como siempre, él tenía la culpa de todo.

            Primero, no tendría que haberse dormido. Si no se hubiera dormido, habría tenido tiempo para desenredarse el pelo; si se hubiera desenredado el pelo, no se lo habría tironeado; si no se lo hubiera tironeado…

            Segundo, las manchas de la almohada. Nunca tendría que haberlas lavado. La madre sabría ahora que la causa de todas esas fundas húmedas que venía encontrando desde hacía meses no era saliva sino sangre lavada en secreto.

            Tercero, la toalla. Manchada de sangre o no, tendría que haberla dejado en cualquier lugar donde ella no tuviera más remedio que verla. Porque si decidía dar vuelta la casa hasta encontrarla, buscando la toalla…

            Un ruido —una puerta distante— interrumpió su recapitu­la­ción. Y ahora pasos y más puertas. Los pasos tan pronto se acercaban como se alejaban; más abrirse y cerrarse de puertas. Le pareció oír la voz de la madre. ¡Pero eso era imposible!

            ¿Qué hacía?

            Ahora había salido al pasillo. Los tacones resonaban en la baldosa.

            Camina rápido. Se acerca. Viene para la cocina. Entra. Se para. Enciende la luz. La apaga. Sale de nuevo. Otra vez ahí al lado. Menos de un metro. Se aleja. Se para de nuevo. ¡¿Qué hace?!

            Y de repente:

            —¿Estás aquí todavía?

            ¡No! ¡No! ¡No! ¡No puede ser! ¡No puede saber que estoy aquí! Pero habló. La oí clarito.

            ¡Me está buscando! ¡Me está buscando!

            No. No sabe. No te está buscando. Se aleja. Va hasta el final del pasillo. Abre la puerta. Cierra. Sale.

            Taconeo apagado en la escalera.

            ¡Baja! ¡Por fin, baja! Pero ¡tan despacio, tan despacio! ¡Qué viejita está! Y ahora sí. Ya no se oye más. Ahora sí. Se fue. ¡Por fin!

            …

            Era el momento que había esperado toda la mañana. Por fin ella se iba a hacer los mandados y él podría ocuparse de su cara, de conseguir médico y de llamar al empleo.

            Sin perder un minuto se fue a la cocina. Ahí no había espejos traidores. Podía trabajar tranquilo.

            Buscó detrás del armario. Sabía que ahí guardaban una tabla de lavar que ya no se usaba. La enjuagó como pudo, escurrió el agua y la secó con un repasador.

            En el cajón de abajo del armario encontró chinches. Sacó el pulóver del portafolios. Tenía miedo de lo que iba a encontrar­se.

            Se detuvo de golpe. Se oían voces en la escalera. Segura­mente la madre se había encontrado con la vecina de abajo.

            Abrió el pulóver… y se vio otra vez.

            Un poco más arrugado, un poco más viejo. Siempre gris, gris de muerto. Pero era su única esperanza.

            Volvió la tabla del revés y puso la cara encima. Le echó unas gotitas de aceite y empezó a untarla despacio con las yemas de los dedos, al tiempo que la iba alisando. El pergamino se fue volviendo piel; se rejuvenecía como una planta mustia cuando le dan de beber.

            En la escalera seguían las voces. Una parecía de hom­bre. ¿Quién podía ser, a esa hora de la mañana?

            Cuando la cara recuperó su elasticidad, la estiró y la clavó a la tabla con unas chinches. Envolvió todo con papel de estraza doble, el lado opaco para afuera, y eso, a su vez, lo envolvió en el pulóver. A lo mejor se salvaba todavía…

            Otra vez el taconeo. Seguía bajando. Pero despacio; todavía se oían las voces.

            Guardó el pulóver en el portafolios. Trató de cerrar­lo, pero no pudo; la tabla era demasiado grande. Luego puso en su lugar el papel de estraza que no había usado, la lata de acei­te…

            ¡No se va! ¡Vuelve!

            Pasos y voz se oían, en efecto, cada vez más cerca.

            Guardó las últimas chinches, cerró el cajón, colgó el repasador, agarró el portafolios y miró en torno. Creía dejar todo como lo había encontrado: repasador, papel, chinches, aceite…

            Salió corriendo. La madre se acercaba al rellano.

            ¡La puerta! ¿Abierta o cerrada? ¿Cómo la había encontrado?

            ¡Abierta! Y se metió en el bañito.

            Oyó abrirse la puerta de servicio y la voz de la madre que gritaba:

            —¡Saludos a Conce y Mauricio!

            Y la voz lejana de don Ramón:

            —¡Serán dados!

            —Y perdone, ¿eh?

            —¡Para servirla, señora!

            ¡Don Ramón! ¡No había bajado! ¡Había subido! ¡Con razón iba tan despacio! Pero ¿por qué había subido? Ella solo hablaba con Don Ramón una o dos veces por mes para encargarle que le trajera pescado fresco si iba a pescar a Punta Lara.  

            Otra vez el taconeo en el corredor. Se venía derecho para la cocina.

            ¡La luz! ¡No apagué la luz de la cocina!

            …

            El bañito era un excelente escondrijo siempre que la madre creyera que el hijo había salido de la casa. Ella no entraba ahí más de una o dos veces por año. Pero si sospe­chaba que él todavía estaba en la casa, sería el primer lugar donde buscaría. O el tramo de escalera que llevaba a la azotea…

            Los pasos llegaron hasta la cocina y allí se detuvieron de golpe. Le pareció oír una exclamación. La luz de la cocina se apagó y encendió varias veces segui­das.

            Oyó abrirse un cajón, probablemente el del armario. ¿Ten­dría las chinches contadas? ¿El papel de estraza?

            La inspección comenzaba en serio.

            Siguió otro cajón. Ruido de cubiertos, platos, poci­llos. Ahora la canilla. Abierta, a medio cerrar, cerrada. ¿La habría dejado goteando?

            Vuelta a abrir y cerrar cajones, revolver en el arma­rio. ¿Habría notado la desaparición de la tabla de lavar? ¿Podría llegar a imaginarse para qué podía necesitarla el hijo?

            El tacho de la basura. ¡Menos mal que no había tirado aquel papel de estraza manchado de aceite! Solo encontraría la cáscara de naranja y la yerba que ella misma había tirado antes.

            ¿Qué más faltaba? ¿Qué más se había llevado el hijo? ¿Y para qué?

            Se la imaginó como un foxterrier tras una pista fresca: olfateando, escarbando, revolviendo. La rata había pasado por ahí. ¿Dónde se escondía ahora?

            …

            ¡Tanto miedo que había tenido antes de dejar pistas que lo denunciaran; tanto miedo, por ejemplo, de que la madre, buscando la toalla desaparecida, lo encontrara a él! Ahora caía en la cuenta de que ella había sabido desde un princi­pio que él no había salido de la casa.

            ¡Si era evidente!

            Cuando él había dicho “¡chau!” al marcharse, ella le había contestado “¡Esperá!”. El hijo nunca se iba de la casa sin darle un beso a la madre, y menos si habían tenido un disgusto. Pero, disgusto o no, mal podía él esperar esa mañana y, mucho menos, volver. La madre entonces había hecho algo muy natural; había corrido al balcón para gritar­le desde allí una última recomendación o un último reproche —¿cómo te vas sin darme un beso?— o, ¡vaya a saber!, quizá simple­mente para hacerle adiós con la mano. Solo que ese día ella había esperado y esperado y esperado y él no había salido.

            Después lo había buscado por toda la casa (“¿Todavía estás aquí?”) y, al no encontrarlo —y sospechando ya que debía haberse escondido—, había salido a buscarlo en la escalera.

            Ahora estaba de vuelta y sabía que el hijo había andado por la cocina. Y sabía que solo quedaban dos lugares donde buscar: el cuarto de servicio y el bañito.

            Unos minutos más y la madre estaría ahí con él. Lo iba a encontrar escondido en la letrina de la sirvienta, como una rata inmunda; sin cara, sin dignidad, sin un resto de vergüenza. ¿Qué podía hacer él? ¿Cómo le iba a explicar su secre­to? ¿Cómo iba a justificar su engaño? ¿Qué se había hecho de la verdad sacrosanta? ¿Del pacto invio­lable?

            Otra vez sintió terror. ¿Cómo era posible que todo termina­ra así? ¿Cómo iba a pedirle perdón? ¿Cómo iba a decirle: a pesar de todo te quiero?

            La madre había salido de la cocina. Ahora se paraba frente a su puerta. ¿Entraría de golpe o de a poco?

            Sacó la bombita para que la madre no pudiera encender la luz al entrar. Se hizo un ovillo en el suelo, aplastán­dose contra una pila de Billíkenes viejos y se tapó lo mejor que pudo con una gabardina que había sido del padre. Quería que se lo tragara la oscuridad, desaparecer en el detritus ancestral, conver­tirse en un puñado de polvo.

            Al encogerse aún un poco más, al aplastarse aún un poco más, hizo caer una lata, que rodó con estrépito.

            Se puso a temblar sin poder contenerse. Un calor húmedo le corrió por las piernas y poco a poco se fue ensan­chando en charco.

            La lata se movía aún, de un lado a otro, como el péndu­lo de un reloj a punto de pararse.

            ¡Mamita querida! ¡Me muero, mami, me muero! Me quedan horas, minutos no más. ¡Por favor no entres! ¡Por favor, por favor! Quiero morirme yo solo. ¡Por favor! ¡Yo quiero morirme en paz!

            Y se puso a sollozar, primero suavemente, luego con una congoja tan honda como no había sentido nunca, ni siquiera con la muerte del padre. Hoy lloraba su propia muerte.

            …

            Si la madre entró o no entró, si lo vio o no lo vio, si sintió pena o asco, compasión o desprecio, nunca lo supo. Solo podía llorar y así, llorando como un niño pequeño, se quedó dormido.

            Se despertó muchas veces y otras soñó que se desperta­ba. Estaba incómodo, mojado y dolorido.

            En medio de la noche, un temporal abrió puertas y venta­nas.

            —¡Cierren, cierren, que se nos llena la casa de muer­tos! —gritaba la madre.

            Tengo que buscar a papá, pensó. Quizá él sepa aconse­jarme.

            —No tengas miedo. Vos no tenés nada —le dijo el padre—. Es solo una muda de piel.

            —¿Cómo una muda de piel? ¿No ves que no tengo cara?

            —¡Sí que tenés! Solo que es distinta…

            —¿Cómo distinta?

            —Ahora tenés una cara nueva, eso es todo. Tomá. Mirate al espejo.

            —¿Cómo nueva? ¡Yo no quiero una cara nueva! ¡Yo quiero mi cara!

            —Esta es tu cara ahora.

            —¿Y qué va a decir mamá? ¿Paula? ¿Qué van a decir mis amigos? ¡No me van a reconocer!

            —No tengas miedo. Ya se acostumbrarán. Mirate, mirate al espejo.

            Pero por mucho que mirase y mirase, no veía nada en aquel espe­jo; o era un espejo ciego, o un marco vacío o él seguía sin cara que reflejar.

            —Ya se acostumbrarán. Dales tiempo —repetía, cada vez más lejana, la voz del padre.

            Se despertó angustiado, buscando con los dedos las faccio­nes que los ojos no podían ver.

            Todavía estaba hecho un ovillo, tirado en medio de un charco, acalambra­do y aterido. Debía llevar horas así porque desde el comedor llegaba el ruido de voces y cubiertos.

            Volvió a tocarse milímetro por milímetro: párpados, pesta­ñas, cejas, labios, nariz, orejas; hasta una barba incipiente. Y pelo. Corto y dócil, en toda la cabeza. El resto del cuero cabelludo se le había desprendido mientras dormía. ¡La muda estaba completa!

            No tengas miedo. Vos no tenés nada.

            Con el portafolios y el resto del cuero cabelludo en una mano y el saco y el buzo en la otra —ni pensó en tapar­se— salió corriendo, y corriendo atravesó su pieza y se metió en el baño.

            —¿Sos vos? —preguntó la madre desde el comedor.

            —Sí, soy yo.

            Se acercó al espejo.

            —¿Estás mejor?

            —Sí mamá.

            Se miró asombrado.

            —¿No querés comer algo?

            —Sí mamá.

            ¡No era él! ¡Era otro!

            —Vení. Te esperamos. Nosotras recién empezábamos a cenar.

            ¡Era una cara completamente distinta!

            —Hice pastel de papas, que a vos te gusta.

            Sacó la tabla del portafolios y se quedó mirando las dos caras. Eran distintas. ¡Eran dos personas distintas!

            —Y de postre te hice arroz con leche.

            La cara del espejo parecía más joven, más sana. Hasta la cicatriz se notaba menos, como si encajara mejor en los nuevos rasgos. Y era una cara viva. La otra… La otra era la cara de un muerto. ¡Pero era él! Esa era la única cara que podía mostrar al mundo.

            ¿Cuál soy yo? ¿Ese que todos conocen, muerto? ¿O este, vivo, que ni yo mismo conozco? ¿Quién soy?

            —Y Paula te trajo una botella de Canciller.

            Volvió a mirar la cara del espejo. No estaba tan mal. Y hasta quizá hubiera cierto parecido entre las dos. En su sueño ¿qué era lo que había dicho el padre?

            —Y hay sopa de garbanzos. Si te apurás… Todavía está caliente.

            “Ya se acostumbrarán.” ¡Eso! “Dales tiempo. Ya se acos­tumbrarán.”

            Encendió el calefón. Necesitaba un buen baño.

            —¿Pero qué hacés? ¿Te vas a bañar? ¿No comés con nosotras?

            —Gracias, vieja. Después, después.

            …

            Por primera vez en muchos años, se sentía limpio por fuera y por dentro. Limpio y en paz. Como si aquel llanto terrible de unas horas antes lo hubiera lavado de una vez para siempre.

            Y sentía un alivio inmenso; no se iba a morir. No solo no se iba a morir; ¡ni siquiera estaba enfermo!

            Y también se había sacado un peso de encima. “Ya se acos­tumbra­rán.”  ¡Eran ellas las que tenían que acostumbrar­se! ¡El problema era de ellas, no de él! Él era como era. Había hecho lo que podía. No podía hacer más. Y si eso no bastaba…

            Terminó de vestirse y salió al pasillo.

            Entonces ¡te vas no más! ¡Nos dejás solas!

            ¿Cómo podés hacerle esto a mamá?

            Cuando pasó frente al comedor, se paró a mirar las siluetas de la madre y la hermana a través del vidrio in­glés. Comían en silen­cio.

            ¿Y te vas a ir así, sin probar bocado?

            ¿Cómo podés ser tan ingrato? ¿No te da ni un poquito de remordimiento?

            Todavía oía las voces y seguramente las seguiría oyendo el resto de su vida. Pero era casi como si ya no le hablaran a él, o le hablaran a alguien que se había marchado.

            Siempre las había querido mucho. Mucho. Y las segui­ría queriendo. ¿Pero ellas? ¿Cómo lo tomarían si ahora abriera la puerta y se mostrara tal cual era? ¿Lo querrían igual? ¿Lo querrían mañana todavía?

            Dales tiempo.

            Sin decir nada, les hizo adiós con la mano y salió a respi­rar.

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