Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

            La mano en el cepo (1999)

            Cuando escribí Una muerte en la familia, lo último que escribí a mano, en el 92, ya jubilado, mi hijo Danny tenía cuatro años y quería saber qué era lo que escribía el papá, al parecer, a toda hora.

            Como hubiera sido complicado explicarle lo que escribía, le inventé un cuento paralelo, exclusivamente para él: “Había una vez un leñador que se llamaba Andrés y que, una mañana, sin saber por qué, amaneció sin cara.”

            De esa época (25 de septiembre de 1993), conservo un esquema del cuento, Andrés el leñador, que, seis años después, seguí casi al pie de la letra, cuando lo escribí con el título La mano en el cepo. Hasta tal punto traté de mantener el carácter de cuento para niños/adolescentes, que el lenguaje se parece más al castellano de España que al de la Argentina. Eso es natural.  Antes de María Elena Walsh y La tortuga Manuelita, los cuentos que nos leían nuestras madres eran los cuentos de los hermanos Grimm traducidos en España. Allí se hablaba de tú y de vosotros;  las frutillas eran fresas, los duraznos, melocotones, y la distancia se medía en palmos,  varas y leguas. Y, como es natural, había infinidad de palabras desconocidas que nuestras pobres madres se veían en figurillas para explicarnos qué significaban.

            En mi cuento no hay princesas ni palacios ni hadas, pero hay un bosque, un sabio del pueblo, un santo de la montaña y dos hijos de ese bosque, uno humano y lobo el otro. Y además, claro, suficientes palabras raras para poner la distancia necesaria entre el mundo de mi relato y el del chico que lo lee en su teléfono móvil.

            Un detalle que distingue este cuento de todos los otros es que, si no me equivoco, es el único cuyo protagonista tiene nombre y apellido. ¿Por qué? Sospecho que la razón es la película francesa de 1982 Le retour de Martin Guerre.

            Cuando escribí el cuento, en 1999, es casi seguro que había visto la película más de una vez. Se basa en el caso histórico de un falso Martin Guerre, que trata de apropiarse una identidad ajena. En mi cuento pasa todo lo contrario: un auténtico Guerra se ve despojado de la suya.

            Incluí la declaración del zapatero, el único testimonio objetivo, desinteresado e irrefutable, a manera de  saludo a los realizadores de la película, que me parece excelente.

            Una última observación. Aunque las circunstancias de los protagonistas de Una muerte en la familia y La mano en el cepo no pueden ser más dispares, el final de los dos relatos es igual: la narración termina en el preciso momento en que parece iniciarse la verdadera historia de sus vidas.

            La mano en el cepo

            Hace mucho tiempo, en un país de Europa que ya no existe…

            Una mañana, después de una noche de fiebres súbitas y sudores copiosos, de sentirse morir y renacer varias veces, Andrés Guerra amaneció sin cara.

            Lo había despertado la luz del día, pero cuando quiso cerrar los ojos para protegerse del resplandor, no pudo. Como si durante la noche los párpados se le hubieran quedado pegados a las cejas. Le había sucedido no poder abrirlos; nunca, no poder cerrarlos.

            —¡Aurelia!, ¡Aurelia! —gritó, seguro de que esta vez se moría de verdad—. ¡Aurelia, Aurelia! —gritó más fuerte y angustiado. Pero nadie contestó. Su mujer, María Aurelia, se había ido unos días antes con los niños a casa de su hermana, que estaba de parto.

            —¡Aurelia! —repitió desesperado, sin acordarse aún de que ella no estaba ni estaría de vuelta hasta dos o tres semanas después.

            Y todavía siguió llamando durante un buen rato, negándose a aceptar que se hubiera quedado solo, como se negaba a aceptar que aquello pudiera ser algo más que un mal sueño, a pesar del dolor que le causaba la luz, a pesar de no poder cerrar los ojos.

            Se levantó y cerró los postigos. En la penumbra se sintió mejor pero el alivio no duró mucho; un ardor extraño empezaba a quemarle la piel, como si tuviera la cabeza en llamas.

            No sabía qué había pasado; no sabía de ninguna mordedura de víbora ni picadura de araña que tuviera ese efecto, pero el dolor era bien real. Necesitaba apagar ese fuego.

            Buscó una toalla y trató de meterla en la jarra llena de agua que todas las noches dejaba junto a su cama, pero lo hizo con tanta torpeza y precipitación que derramó toda el agua por el piso. No tendría otro remedio que salir al patio y sacar agua del pozo.

            Abrió la puerta y el fogonazo en sus ojos lo obligó a cerrarla en seguida. Afuera Montaraz, su perro lobo, empezó a gruñir como si algún extraño rondara la casa.

            Calma, Andrés, calma, se dijo. Se envolvió la cabeza en la toalla lo mejor que pudo y volvió a abrir la puerta.

            Montaraz, en lugar de recibirlo con las fiestas y brincos de cada mañana, aplastó las orejas contra el cráneo, desnudó los colmillos y empezó a gruñir, listo a abalanzársele encima, como si el amo hubiera sido una fiera del monte.

            Si no me reconoce, me hace pedazos.

            Andrés sabía que Montaraz no le tenía miedo a nada y podía ser tan feroz como un tigre. Buscó instintivamente el cuchillo para defenderse pero había salido casi desnudo. Y, de todos modos, aunque lo hubiera tenido, no lo habría usado. Sintió vergüenza: preferible morir a matarlo.

            Había entre los dos un pacto de lealtad absoluta: cada uno estaba dispuesto a morir o matar por el otro.

            —Monti, Monti, ¿no me conoces más? ¿Qué pasa? — le dijo con esfuerzo al tiempo que, mientras se hacía sombra con una mano, le mostraba la palma abierta de la otra. El timbre de la voz no había cambiado, pero lo que le salió fue “’onti,’onti, ¿no ’e conoces ‘as? ¿Qué ’asa?” porque no podía decir m ni p, como si no tuviera labios.

            El perro lobo dudó; había reconocido la voz, pero era una voz que hablaba distinto y él no sabía si lamer o morder. Lo que le decía el oído no era lo que le decía el olfato. Le enseñó de nuevo los dientes, gruñó una vez más y, sin lamer ni morder, con el rabo entre las piernas, como si estuviera castigado, dio media vuelta y se metió en su perrera.

             Andrés fue al pozo, sacó un cubo de agua y se la echó sobre la cabeza. El agua helada le causó un estremecimiento, pero le hizo bien. Sacó otro cubo y bebió a grandes tragos, como cualquier bestia del bosque.

            Tiritando, volvió a su cuarto.

            No me reconoció Monti.

            Ya no le quedaron más dudas. No había sido ningún sueño. Buscó en la cama y sobre la almohada vio algo, todavía caliente y humeante, que no era ni lino ni algodón ni seda ni cáñamo; era algo que no habían hecho manos humanas. Lo dio vuelta y se vio a sí mismo, pero no era como un retrato; era su cara; era él, de verdad, era él, él, muerto.

            Con sumo cuidado la recogió y la puso sobre la mesa de la cocina. Después de alisar la que había sido su cara, encendió una lámpara y la acercó para verla mejor. Las mismas arrugas, la misma cicatriz de su juventud pendenciera, la barba crecida, de varios días sin afeitar, los labios morados. Todo igual, salvo los párpados cerrados y el color ceniza, de muerto.

            Se ha quedado con mis labios y mis párpados.

            Sintió el impulso de ir a mirarse al espejo y ver qué era lo que tenía ahora en lugar de la cara. Vaciló un momento; decidió que era mejor no enterarse, y como no quería quedar expuesto a la tentación, se acercó al espejo de la cómoda de su mujer de costado, sin mirar. Lo descolgó de la pared y lo estrelló contra el piso.

            Volvió a examinar la cara, que se conservaba intacta, aunque quizá ya hubiera empezado a secarse un poco. Si la guardo con mucho cuidado, se dijo, quizá el Sabio del Pueblo pueda volver a ponérmela.

            Qué extraño, pensó, que él, que se ganaba la vida preparando pieles, ahora tuviera que preparar piel humana, su propia cara, y no tuviera idea de cómo hacerlo. Sacó por fin un ungüento del botiquín y lo aplicó con el mayor esmero. Cuando terminó se dio cuenta de que necesitaba algo para envolverla. Fue de nuevo a la cómoda y revolvió todos los cajones hasta encontrar los lienzos más finos. Los pañuelos eran todos muy pequeños. Sacó al fin una pañoleta grande de satén negro, que su mujer se había puesto alguna vez para ir a un entierro. No la echaría de menos.

            De vuelta en la cocina, enrolló la cara, la envolvió con el mayor cuidado y estaba a punto de guardarla en las alforjas de viaje cuando cambió de idea. La llevaría entre su camisa y el chaleco, junto al calor de su cuerpo. Así se conservaría mejor e iría más protegida. Era su posesión más preciosa; era su única esperanza.

            De pronto lo estremeció un pensamiento horrible.

            ¿Y si esto es un castigo? ¿Si me han desollado a mí por todos los animales que he desollado yo?

            *   *   *

            Normalmente, el viaje al pueblo en carro le llevaba unas pocas horas. Cuando iba a vender sus pieles o a buscar provisiones para la casa, iba y venía el mismo día. Pero esta vez nada era normal. Por lo pronto, tendría que esperar a que bajara el sol. No podía entrar en el pueblo de día; además, si trataba de salir ahora, no veía cómo iba a poder enganchar la yegua al carro sin que el sol lo cegara. Decidió, pues, esperar.

            Recostado en la cama, con la cabeza envuelta en una toalla empapada en agua     fría, se sentía mucho mejor del ardor. Hubiera querido dormir, cerrar los ojos. ¿Aprendería algún día a dormirse con los ojos abiertos?

            *   *   *

            Preparó provisiones y ropa para un par de jornadas. Se puso una canana en la cintura y se echó otra al hombro. Descolgó de la pared su escopeta de caza, sujetó al cinto un hacha, un cuchillo y su machete americano de empuñadura de plata labrada, que era la envidia de todo el pueblo, metió unos billetes en el monedero, se ató un pañuelo para cubrirse el lugar donde había tenido la cara, se cercioró una vez más de que la pañoleta estuviera bien segura junto a su pecho, se puso el capote de monte con capucha, escogió unas pieles finas, de zorro, para ofrecerle al Sabio y, antes de salir, cortó unos pedazos de tasajo para tirarle al perro al marcharse.

            Montaraz se había pasado todo el día echado junto a la puerta del patio, esperando que el amo volviera a salir. Cuando Andrés apareció al fin, se repitió la escena de la mañana, solo que ahora, con el tasajo, fue más fácil evitar el enfrentamiento.

            Ya se acostumbrará, pensó.

            Con la Negra, la yegua, no le fue tan bien. Aun antes de llegar al cobertizo donde la guardaba cada noche, la oyó relinchar y dar coces, como si en lugar del amo se acercara una manada de lobos. Le habló en voz muy baja, le dijo palabras más tiernas que las que hubiera podido decirle nunca a una mujer. Inútil. La yegua estaba enloquecida. Andrés trató varias veces de echarle un lazo por la ventana abierta, pero cuanto más se esforzaba él, más se encabritaba ella. Al fin le dio pena el animal asustado y, temeroso de que se lastimara, le abrió la puerta. Salió disparada como un rayo y en un instante se la había tragado el bosque.

            Andrés había calculado llegar poco después de la puesta de sol; ahora, a pie, aunque cortara a través del bosque, no llegaría hasta medianoche. Además, tendría que deshacerse de todo lo que no fuera esencial y pasar lo demás de las alforjas al morral. Por otra parte, como su ausencia sería mucho más prolongada, decidió llevar un saco de dormir y cordel, hilo y aguja, además de su botiquín de monte, una bolsa de cuero donde llevaba las hierbas medicinales para la fiebre y heridas que más usaba: cola de caballo, corteza de encina, sauce blanco, milenrama, bolsa de pastor, potentilla, siempreviva mayor, áloe.

            Se fue pensando en el perro y la yegua. Monti, como lobo que era, se las arreglaría solo. Pero ¿y la yegua? ¿Quién se iba a ocupar de ese pobre animal sin él y sin su mujer en la casa?

            ¿Y si ella hubiera estado en casa? ¿Si hubieran estado mis hijos? ¿Se habrían espantado ellos también, como los animales?

             Por primera vez ese día se alegró de haber estado solo. Y por primera vez comprendió que tendría que hacer frente a lo que viniera, fuese lo que fuese, también solo.

            Poco a poco se iba dando cuenta de todo lo que había perdido ya y de todo lo que todavía le quedaba por perder.

            *   *   *

            Primero fue el perro y luego la yegua. Ahora era el bosque. El mismo bosque donde había nacido, se había criado y se había hecho hombre. El bosque, que era su sustento y nadie conocía como él.

            No bien se adentró Andrés en la espesura, los centenares de cuervos que se habían dado cita allí para despedir el otoño, esos mismos cuervos que hasta un día antes no le habían hecho el menor caso, alzaron el vuelo despavoridos y por un momento, con sus alas negras, vistieron el cielo de luto y trajeron la noche antes de tiempo.

            Al clamor de los graznidos agoreros siguió un silencio de muerte y enmudeció el monte. Como si un soplo del otro mundo hubiera hecho que sus habitantes salvajes buscaran refugio en el nido, el cubil, la madriguera.

            Y así fue el resto de la travesía, como si Andrés Guerra fuera el augurio de una muerte cierta.

            *  *  *

            Cuando llegó al pueblo, supo por las estrellas que era medianoche. Las calles estaban desiertas, las persianas cerradas, la gente dormida. Ladraba a lo lejos algún perro, para no sentirse tan solo, hasta que otro contestaba.

            Al primer aldabonazo, se alborotaron los perros de la casa y Andrés no necesitó llamar más. Una voz de sueño preguntó al cabo, del otro lado de la puerta:

            —¿Quién es? ¿Qué quiere a estas horas?

            —Soy Andrés, Andrés Guerra, ’ara ser’irle.

            —¿Qué dice? ¿Guerra? ¿El de los cueros?

            —Ese soy.

            —¿Y qué hace aquí a estas horas?

            —Necesito al doctor.

            —¿Al doctor? ¿Pero usted tiene idea de la hora? El doctor duerme.

            —Ya lo sé, lo sé. Es que he tenido un accidente ‘uy serio. Se ‘e ha caído la cara.

            Andrés sintió que el otro lo estudiaba a través de la mirilla.

            —¿Qué dice de la cara? ¿Que se le ha caído? ¿Cómo que se le ha caído?

            —Sí, eso. Ya no tengo cara.

            —¿Qué disparates dice, buen hombre? De todos modos, es muy tarde. No lo puedo despertar en mitad de la noche.

            —Vengo de lejos. He hecho cinco leguas andando. Cinco leguas. Andando.

            —Es muy tarde.

             —Yo conozco al doctor; sé que es ‘ueno y sa’io. Yo sé que ’e atenderá. ’regúntele al ’enos. Si dice que no, ’e ‘oy; no insisto ‘ás.

            —No entiendo lo que dice. ¿No puede hablar más claro?

            —No.

            —¿No puede al menos sacarse el pañuelo? Se le oiría mejor.

            —¡No!

            —Deme una razón para despertarlo.

            —Le traigo las ‘ejores ‘ieles de zorro que tengo.

            —¿Pieles de zorro?

            —Sí, eso.

            —Está bien, está bien —refunfuñó de mala gana—. Espere un momento.

            Una cara desollada no era razón suficiente; pieles de zorro, sí.

            Al fin le abrieron la puerta y se encontró ante el Sabio del Pueblo. Andrés le conocía de nombre nada más; había tenido hasta entonces la fortuna de no haber necesitado sus servicios ni para él ni para su familia. Pero sabía de sus curas y sus casi milagros. Si alguien podía ayudarlo, era ese anciano de cabello blanco, sonrisa afable y ademán paternal, que había salido a recibirlo en bata.

            —Gracias, Fernando. Yo me hago cargo. Vuelve a tu cuarto, pero antes dame un poco más de luz —le dijo al criado, que no sacaba el ojo de encima a la empuñadura de plata labrada del machete que el importuno visitante nocturno llevaba a la cintura.

            —¿Qué es lo que te trae por aquí a estas horas?

            Sin contestar, le presentó las pieles de zorro.

            —Muy bonitas, muy bonitas; no hacía falta. Muchas gracias. ¿Qué es lo que te trae a estas horas? —repitió.

            —’i cara, doctor. ’i cara.

            —¿Qué dices? ¿Siempre has hablado así?

            —No. Hablo así ’or el accidente.

            —¿Te has quemado la cara? Fernando dice que te ha pasado algo en la cara, o por lo menos eso es lo que te ha entendido. ¿Cómo ha sido? ¿Te has quemado con una lámpara de aceite?

            —No, doctor, no. No ha sido un accidente. Ha sido… es… ’eor, ’ucho ’eor.

            —¿No, no ha sido un accidente? ¿Qué, entonces? Dime.

            Andrés vacilaba. Solo todo el día, no se había dado cuenta hasta ahora de cuánto le costaba hablar. Sentía vergüenza, como si lo que le había ocurrido fuera, de alguna manera, culpa suya. Además, no quería explicarse delante del criado, que acababa de encender otras dos lámparas. El médico le hizo ademán con la cabeza de que los dejara solos.

            —’i cara, doctor. Esta ’añana a’anecí sin cara.

            —¿Sin cara? ¿Que amaneciste sin cara? ¿Qué estás diciendo, criatura de Dios?

            —Eso, eso. Sin cara, doctor, sin cara —y torpemente empezó a desenvolver la pañoleta donde traía lo que había sido su cara—. Se la he traído aquí, ’ara que usted la ’ea. Esta es la cara que tenía, que he tenido sie’’re, que he tenido toda la ‘ida… hasta hoy. Está intacta. Le he ‘uesto ungüento. La he en’uelto ’ien, quiero decir que la he enrollado con todo cuidado. Lo que yo quiero es que usted ’e la ’uel’a a ’oner, quiero decir que la coloque, ’e la coloque de nue’o.

            El médico miró sin entender lo que Andrés le mostraba. Al fin dijo:

            —Todo eso está muy bien. Pero ahora quiero ver tu cara. Sácate la capucha y el pañuelo.

            —’i única cara es la que le he ’ostrado. No tengo otra.

            —Como sea. Sácate la capucha y el pañuelo —repitió algo impaciente.

            —Tengo ’iedo, doctor. No sé qué es lo que ’erá. Yo ’is’o, quiero decir, ni yo… no… —quería decir que él mismo no se había animado a mirarse en el espejo, pero no le salían los sonidos. No quería parecer un loco balbuceando incoherencias. Por fin dijo “es’ejo” y como eso tampoco le salió como quería, trató de hacerse entender por señas.

            —No te inquietes muchacho. Tranquilo, tranquilo. No hay nada en el mundo que este viejo no haya visto alguna vez. Nada me asusta. Descúbrete ya.

            —Es que ’e da no sé qué…

            —Mira que si no te examino no puedo hacer nada por ti.

            Andrés dudó todavía, pero no había andado esas cinco leguas para echarse atrás ahora. De una vez, se bajó pañuelo y capucha.

            El médico, que se había puesto pálido, retrocedió un paso, volvió la cabeza de costado y levantó un brazo como para atajar un golpe. En cuarenta años había visto cosas terribles, ¿pero un hombre sin cara? Había visto decenas de caras disecadas, con sus orbiculares, zigomáticos y maseteros al aire. Pero esos eran cadáveres. Este era un hombre vivo, como si alguien lo hubiera disecado en vida. No pudo disimular. Cuando al fin se recobró dijo con voz temblorosa, sin volver la cabeza, la vista todavía clavada en el suelo:

            —¡Cúbrete, cúbrete por amor de Dios!

            Andrés se quedó mirándolo.

             —¡Por amor de Dios! —repitió.

            Andrés había oído decir que a algunos infelices la lepra les come el rostro. ¿Estaría así él ahora? Seguramente peor. El doctor tenía que haber visto a más de un leproso. ¿Qué era lo que había visto en él que tanto le espantaba?

            —¡Por amor de Dios!

            Aturdido, Andrés hizo lo que le pedían.

            —Perdona, hijo. Ahora veo que lo que yo sé es muy poco. Toda mi ciencia se termina aquí. Perdóname. Lo que tú necesitas no te lo puedo dar yo.

            “¿Cómo que no me lo puede dar usted? ¡Usted es el único que puede ayudarme! ¿No se da cuenta? Usted es un sabio; usted cura a la gente. Si usted no me cura, ¿quién me va a curar entonces? Usted es mi única esperanza.” Eso hubiera querido decir pero en su lugar barbotó una serie de sonidos confusos, casi incomprensibles.

            Otro se hubiera arrodillado a los pies del médico y, abrazándose a sus piernas, le hubiera implorado que hiciera algo, que lo salvara, que no lo dejara morir así.

            Pero Andrés Guerra se encogió de hombros y, sin decir palabra, dio media vuelta para marcharse.

            El médico era un hombre bueno. En eso no se había equivocado Andrés, solo que este caso lo superaba.

            —Ven, ven. No te vayas. Siéntate, siéntate aquí. Ponte cómodo —le dijo mientras le acercaba una silla—. Has de estar muy cansado —continuó— y quizá no hayas comido nada. ¡Fernando! —llamó el médico con voz firme.

            El criado, que seguramente había estado pegado a la puerta tratando de enterarse de lo que pasaba, no tardó en entrar.

            —A ver si le traes al señor algo de comer y beber. ¿Qué te gustaría?

            —Nada… ’ueno, agua, un ’aso de agua.

            —¿Y de comer? ¿Qué te gustaría comer?

            Andrés no había probado bocado desde la noche anterior, pero solo pensar en comer le daba ganas de vomitar.

            —Nada, gracias, nada —dijo.

            —Ya has oído, Fernando. Agua entonces.

            —Mira —continuó el doctor—, yo te dije que esto era mucho para mí, pero eso no quiere decir que no haya ninguna esperanza. ¿Has oído hablar del santo que vive en la montaña, del otro lado del bosque?

            Todo el mundo había oído hablar del Santo de la Montaña. Hizo seña que sí con la cabeza.

            —Si hay alguien en el mundo capaz de ayudarte es él. ¿Por qué no vas a verlo? Está a varios días de camino pero puedes llevarte de aquí todo lo que necesites para el viaje. Te damos caballo, si quieres. Puedes pasar la noche en casa y mañana al alba sales para la montaña.

            Andrés no había alcanzado a asentir cuando el doctor ya le estaba dando instrucciones a Fernando, que había vuelto con una jarra de agua. Cuando llegó a la parte del caballo, Andrés interrumpió agitado.

            —¡No, no! No necesito ca’allo. ’e ’oy andando.

            —Andando entonces. Entre tanto yo te puedo dar algo para el ardor, si es que te vuelve —y le puso en la mano un frasquito con un ungüento balsámico—. Cuídate de los bandidos. Son peligrosos. Hace unos días mataron a un hombre en el pueblo y se escaparon para el bosque en unos caballos robados.

            Andrés le dio las gracias por todo y se despidió.

            —Vete con Dios —dijo el doctor.

            *   *   *

            No bien Andrés y el criado salieron de la sala y se encaminaron hacia la parte de atrás de la casa, los perros ventearon al encapuchado y se pusieron a ladrar enfurecidos.

            —Espere aquí —dijo Fernando—. Tengo que atarlos.

            Andrés aprovechó que se había quedado solo y en la oscuridad del corredor para beber un poco de agua. Se sentía como un criminal; criminal y condenado.

            —No te pareces mucho al Andrés que yo recuerdo —dijo el criado cuando volvió. —Digo, no hablas como él—. Andrés no hizo caso de la provocación, pero notó que ahora lo tuteaba. Iban hacia el final del terreno, donde había una caseta vacía y abandonada, con un catre. Allí pasaría la noche, lo informó el criado. Andrés observó que hacían un largo rodeo para no pasar cerca de las caballerizas, donde los caballos estaban tan agitados como los perros.

            —Parece que algo los pone nerviosos ¿no? ¿Qué será lo que huelen?

            Andrés siguió callado.

            —Yo me acuerdo muy bien —dijo retomando el tema anterior. Era domingo y tú habías venido en carro, con todas tus pieles, no a pie como hoy, ¿no? —y subrayó su observación con una risita burlona—, y yo me acuerdo muy bien, porque te pregunté cuánto querías por tu machete, ese mismo que llevas ahora a la cintura. ¿Y te acuerdas lo que me contestaste?

            Andrés hizo que no con la cabeza.

            —¿Cómo puedes no acordarte?

            Andrés sabía muy bien lo que le decía a todo el mundo: que no estaba en venta; que había sido de su padre, a quien se lo había regalado el dueño de un ingenio cubano, y que él, a su vez, se lo pasaría a su hijo mayor, pero sospechaba que Fernando estaba inventando la historia para sacar de mentira verdad. Era evidente que le había tomado ojeriza desde el primer momento que lo había espiado a través de la mirilla. Se imaginaba seguramente que iba embozado porque no era Andrés Guerra; que era un impostor, quizá un ladrón o asesino, y que había matado al verdadero Andrés Guerra y se había quedado con su machete.

            —No, no recuerdo. Dilo tú —y puso instintivamente una mano en la empuñadura.

            El otro lo vio, pero siguió impasible.

            —Y nada. Que un pobretón como yo no ganaba en un año bastante para pagarlo —y volvió a reírse con sorna—. ¿De verdad no te acuerdas?

            Habían llegado a la puerta de la caseta.

            —Adentro tienes ropa de cama y un farol. ¿Quieres que te lo encienda?

            —No, gracias. ‘e arreglo solo.

            —Bueno, entonces, si no se te ofrece nada más… —y ya se iba, cuando de repente cambió de idea. Se paró en medio del camino, dio media vuelta y le dijo:

            —Cuando se vaya mañana, fíjese bien, no sea que algún perro se haya zafado de sus cadenas. Son perros bravos… —y soltó otra vez su risita burlona. Había vuelto a tratarlo de usted y la amenaza de soltarle los perros no era algo que Andrés pudiera pasar por alto.

            —¡Un segundo! Quédate ahí; tengo que ‘ostrarte algo. ¿’es esa horqueta? ¿’es ese nudo? Levanta la luz, así lo ‘e’os ‘ejor —dijo señalando una rama un poco más alta que sus cabezas—. Si conoces a Andrés Guerra sa’rás que no hay otro que use el ‘achete co’o él.

            Mientras el otro miraba hacia arriba y antes de que pudiera reaccionar, Andrés Guerra, de un machetazo certero, le había separado el primer botón del gabán, que atajó luego en el aire con la hoja del machete. Se acercó al criado y agarrándolo del abrigo con la otra mano, mientras le ponía el botón delante de sus narices para que lo pudiera ver bien, le dijo con furia que tenía los botones sueltos y más suelta todavía la lengua, y que si no la sujetaba, iba a perder todos los botones y quizá algo más. Y clavando sus ojos desnudos en los ojos desorbitados del otro, agregó:

            —’ejor que no se suelte ningún ‘erro esta noche si no quieres que el doctor los encuentre a todos ‘uertos ‘añana, degollados. ¿Entendiste, desgraciado?

            Entendió muy bien, sin duda, porque ya no tuvo risitas ni burlas por el habla maltrecha del encapuchado ni voz para contestar. Temblando, hizo que sí varias veces con la cabeza y desapareció apenas se aflojó la mano que lo sujetaba. Y sin duda, mucho más que la demostración de habilidad de Andrés Guerra con el machete, lo había aterrado la vista de dos ojos desnudos, redondos y enormes, como suspendidos en las cuencas de una calavera.

            *   *   *

            Una vez dentro de la caseta, con la yesca que siempre llevaba consigo cuando salía al monte, en pocos minutos Andrés hizo la lumbre y con ella encendió el farol, que puso en el suelo porque no vio ninguna mesa.

            Estaba físicamente agotado por todo el trajín y la ansiedad de aquel día y ahora, además, abatido por la decepción de que el Sabio se hubiera confesado incapaz de ayudarle.

            Lo primero que hizo, con todo, no fue comer ni beber ni tirarse en el catre. Con el cuidado de siempre sacó, en cambio, la pañoleta que llevaba junto al pecho, la desenrolló y extendió sobre la cama. Andrés estaba convencido de que si alguien, en alguna parte, encontraba una cura para él, esa cura tendría que basarse en la restitución de su cara. Alzó el farol para estudiarla mejor.

            La encontró más apergaminada, más vieja, más gris. La cara se marchitaba como una flor que no bebe. El ungüento no había servido. Andrés comprendió que si no hacía algo en seguida, cuando llegara a la montaña iba a tener en la pañoleta solo un puñado de polvo. Recordó el bote que le había dado el Sabio a último momento. Quizá la visita al Sabio del Pueblo no hubiera sido tan inútil después de todo. Lo abrió y, muy despacio, muy suavemente, empezó a untar la piel muerta con el bálsamo bienhechor. Y fuera virtud del ungüento, fuera la tierna solicitud con que se lo había aplicado, la piel pareció revivir. Satisfecho, Andrés volvió a enrollar su cara y la guardó otra vez junto a su pecho.

            Más tranquilo, se tiró en el catre y se quedó pensando. No le había vuelto la fiebre de la noche anterior ni el ardor de la mañana. No lo atormentaba la sed ni había sentido hambre en todo el día. Tenía sus armas y municiones; su capote de monte; víveres y agua. Y cuando e  stos se le acabaran, él sabía dónde encontrar más. Y bien guardada, intacta todavía, su mayor bien, su gran esperanza.

            Le aguardaba una jornada larga y peligrosa; la montaña estaba a varios días de camino y el bosque, antes amigo, estaba ahora infestado de ladrones y asesinos.

            Y allí, en el pueblo, se acababa de hacer un enemigo.

            *   *   *

            Descansó unas dos horas sin dormir y salió al patio. La luna estaba alta en el cielo; quedaban todavía varias horas de oscuridad. Decidió marcharse sin esperar más. Quería aprovechar lo que quedaba de la noche porque sabía que la luz del sol no le permitiría viajar de día.

            Bebió el resto del agua que le habían dado, se puso un trozo de galleta en la boca, que fue masticando despacio, y aprovechando que el viento soplaba de la cuadra y de las perreras, se fue por la parte de atrás de la finca, sin ser venteado ni oído, con sigilo de buen cazador. Se fue saboreando su pequeño triunfo: se imaginaba la cara del taimado Fernando cuando descubriera, al levantarse, que el encapuchado se había marchado en mitad de la noche sin que lo oyera uno solo de sus feroces mastines.

            Con cara o sin cara, ya te voy a enseñar yo quién es Andrés Guerra.

            *   *   *

            Caminó el resto de la noche y buena parte de la mañana. Había amanecido nublado y el sol, a sus espaldas, no le hería la vista.

            Andrés no terminaba de acostumbrarse al efecto que tenía su mera presencia en el monte. Nunca lo había visto tan mudo, tan yerto. No era el temor ordinario al cazador; y mucho menos el pánico caótico ante un incendio cercano o una inundación o una avalancha o un terremoto inminentes. Era un temor más profundo y universal. No había criatura en el bosque que, al acercarse él, no desapareciera temblando en su escondrijo, como si aquel hombre sin cara fuera la mismísima muerte que venía a llevárselos. Era el terror de un fin cierto.

            Es un castigo. Tiene que ser un castigo.

            El buen cazador conoce su presa. Cuanto mejor la conoce, más fácil le resulta sorprenderla desprevenida. Cuanto mejor conoce sus hábitos y los lugares que frecuenta, mayor el éxito de sus trampas. Andrés conocía a algunos habitantes del bosque mejor que a sus propios hijos y así había aprendido a respetarlos y quererlos. Los animales que mataba —zorros, castores, comadrejas, nutrias, ratas almizcleras— los mataba para su propio sustento y el de su familia. Y cuando llegaba el momento de adobar o curar las pieles, lo hacía con amor, casi veneración, deseoso de que quienes no hubiesen admirado sus presas en vida al menos las admirasen muertas por la belleza de su piel, con lo cual, sentía Andrés, les rendía un tributo póstumo.

            Eso hasta ayer. Ahora, no sabía por qué, su gran familia del bosque le había vuelto la espalda.

            Es un castigo. Me he quedado solo.

            *   *   *

            Cuando la luz se hizo demasiado intensa y empezó a herirle la vista, buscó un escondrijo donde esperar la noche y, como había hecho en la caseta, antes de arroparse y tirarse a descansar, desenrolló la cara para examinarla otra vez. El ungüento había tenido un efecto bienhechor; la había mantenido fresca y casi viva. Con el mismo cuidado con que siempre preparaba sus pieles, volvió a untarla. Cuando terminó, se quedó mirándola. Era la misma cara que se le había desprendido la mañana anterior pero Andrés Guerra hubiera jurado que había envejecido.

            *   *   *

            Anduvo dos días más, sin novedad. Al tercero, vio los primeros rastros humanos. Eran tres e iban a caballo. Si eran bandidos, o bien sabían que nadie los seguía o no les importaba, porque habían dejado un rastro visible desde la luna.

            Uno de los caballos pisaba más hondo con los vasos delanteros, como si llevara una carga delante del jinete. Andrés dedujo que lo que cargaba era un cuerpo atravesado; alguien enfermo o herido, incapaz de ir en ancas. Y como no había huellas de un caballo sin jinete, también dedujo que el caballo del enfermo o herido, si todavía estaba vivo, habría vuelto grupas de regreso a la querencia.

            Los tres jinetes seguían, en general, el mismo rumbo que él, pero no iban en línea recta hacia la montaña. Parecían avanzar en zigzag, a veces retrocediendo y describiendo un círculo completo, como si estuvieran perdidos o no les corriera ninguna prisa. Pero, si eran bandoleros ¿por qué demorarse inútilmente en el bosque?

            El cuarto día descubrió el lugar donde habían acampado unos días antes. Una ojeada le reveló todo lo que necesitaba saber.

            Eran cuatro y uno de ellos estaba herido, mal herido, a juzgar por la cantidad de vendas ensangrentadas que habían dejado tiradas.

            Eran pueblerinos que no conocían el bosque. Y si no había sol, se perdían. Viajaban por pleno país del ciervo colorado y habían comido corneja negra. Por la nada que habían dejado en los huesos pelados parecían andar con hambre. Y donde había estado acostado el herido, no había rastros de agua, es decir, que al cambiarle las vendas, no le habían lavado las heridas como hubieran debido hacerlo. Y habían apagado el fuego no con agua sino con sus botas.

            Rodeados de venados, de castaños, encinas, avellanos y pinos piñoneros y con agua a media jornada de camino en tres direcciones diferentes, estaban pasando hambre y sed. ¿Quién era esta gente?

            Durante el resto de la travesía Andrés se cruzó varias veces con el rastro de los bandoleros, que, a pesar de andar a caballo, avanzaban más despacio que él. Viajaban de día y acampaban de noche y parecían vivir de la caza, porque más de una vez oyó disparos.

            Una tarde, cuando se aprestaba a reanudar su marcha, oyó cascos de caballo. Pegó el oído a tierra: estaban a menos de media legua y se acercaban. Eran tres; eran ellos. Andrés pensó que era una gran oportunidad para observarlos sin ser visto y enterarse de quiénes eran. Se colocó a sotavento para que los caballos no lo ventearan y se quedó esperando. Pronto oyó voces. Parecían venir directamente hacia él. Discutían. No alcanzaba a distinguir las palabras pero la discusión era acalorada. Después de unos minutos las voces dejaron de acercarse; ahora se iban para la izquierda; ahora, volvían. Así pasó un rato, con las voces que iban y venían, se alejaban y se acercaban. Buscaban sin duda un lugar apropiado para hacer noche.

            Cuando la dirección de donde venían las voces dejó de cambiar, y cuidando de mantenerse siempre a sotavento, Andrés se fue acercando hasta que pudo verlos. No se había equivocado. Eran tres jinetes y un herido. Los jinetes habían desmontado y después de dejar al herido envuelto en una manta sobre la hierba, bajaron las alforjas de los caballos, los desensillaron y se pusieron a juntar leña para el fuego. Los tres iban armados con fusil y pistola, y cuchillo a la cintura. No conocía a ninguno; no eran de aquellas partes. Los miró largamente para grabar sus facciones en la memoria y asegurarse de que los reconocería si volvían a encontrarse.

            Traían un overo, un bayo y un alazán. Andrés los reconoció en seguida; eran de los establos del juez. Los habían soltado a pastar y esto creaba un problema: si se separaban, Andrés no iba a poder mantenerse a sotavento de los tres y, tarde o temprano, alguno lo iba a ventear.

            Decidió, pues, alejarse con el mismo sigilo con que antes se había acercado y sin un ruido se perdió en la noche.

            Había confirmado lo que sospechaba: eran los ladrones de caballos y, si algún día los llevaban ante la justicia, él podría identificarlos.

            *   *   *

            Llevaba ya en el bosque varios días y cada mañana, cuando acampaba porque la claridad se hacía demasiado intensa para sus ojos siempre abiertos, examinaba la cara antes de echarse a descansar para asegurarse de que seguía bien conservada y prestarle los cuidados que hicieran falta. Y cada vez la encontraba algo más envejecida, algo más arrugada; pero no por seca, sino por vieja. Eran cambios sutiles, apenas perceptibles, como si por cada jornada de viaje pasaran meses o años para la cara.

            Andrés se preguntaba qué podía significar aquello. ¿Lo engañarían sus ojos? ¿O sería real el cambio? Sin saber más qué pensar, decidió que lo mejor sería darse prisa o bien podía suceder que cuando al fin llegase a la montaña solo le quedara la cara de un viejo.

            A medida que se aproximaba al final de su viaje, empezó a juntar los mejores frutos del bosque para presentárselos al Santo de la Montaña. Piñones gigantes, castañas silvestres, las últimas manzanas de la estación, unos huevos de tórtola turca y miel de flor de romero. Una tarde encontró una hermosa pluma de faisán blanco y pensó que era un buen augurio; tenía que ser, porque él nunca había visto faisanes blancos en esos parajes. ¿Cómo había llegado esa pluma tan blanca y tan perfecta hasta allí? La guardó con grandes precauciones para no dañarla. El Santo apreciaría su belleza y sabría su significado.

            Esperanzado, apretó el paso y pronto llegó al Pedregoso, río que bajaba de la montaña y que, después de correr unas leguas de oeste a este, viraba hacia el sur. Andrés evitó el vado del norte, el más conocido, porque por ahí seguramente terminarían cruzando los bandidos, y prefirió cruzar más al sur, en un terreno fragoso y sin senderos, por un vado que solo él y otros hijos del monte conocían.

            Cruzó al rayar el alba y se quedó contemplando un momento la montaña que tenía ante sí, la cumbre encendida con el primer beso del sol. Era el fin del viaje y su última esperanza. Ahí terminaba la primera parte de la búsqueda de Andrés Guerra. Buscaba una cura para su mal y buscaba su redención. Esa había sido la parte fácil. Ahora tendría que enfrentarse otra vez con un ser humano y desnudar ante él su alma impura. Tenía que descubrir qué era lo que había hecho mal en su vida que le había traído aquel castigo. Y aun así, no tenía ninguna garantía de que no fuera a sufrir un nuevo desengaño.

            Arrancándose a su ensimismamiento, miró en torno y buscó un escondrijo donde pasar el resto del día, a resguardo de fieras y humanos. En el fondo de una guarida abandonada, corrido por la luz del día, se refugió Andrés Guerra, apretando la pañoleta contra su pecho, temeroso de que para él no hubiera cura ni perdón.

            *   *   *

            Si reanudaba la marcha no bien se ocultara el sol detrás de la montaña, llegaría a la ermita poco después de anochecer. Había pasado muchas veces por ahí y estaba seguro de que reconocería el lugar aunque fuera noche cerrada.

            Cuando salió de su cubil volvió a cubrirse cuidadosamente. No le resultó fácil. Durante la travesía se había acostumbrado a la libertad de no temer que lo viesen. Era el olfato más que la vista lo que alarmaba a sus hermanos del bosque. Entre los hombres era al revés: mientras no lo veían no se asustaban. Ahí, entre ellos, no tenía más remedio que andar con rebozo como el asesino más buscado. Si se descubría, inspiraba repulsión y espanto; si se cubría, recelo y desconfianza.

            Paria entre los hombres y paria entre las bestias, pensó con amargura.

            *   *   *

            Al emprender el ascenso de la montaña había divisado una luz en la distancia y hacia allá dirigió sus pasos porque estaba seguro de que allí estaba la ermita.

            Andrés encontró al Santo de la Montaña a la entrada de su morada, sentado sobre una piedra, con un farol en la mano, como si lo hubiera estado esperando.

            Tenía una larguísima barba blanca y el cabello, también blanco, le llegaba hasta la cintura.

            —Entra hijo, entra. Vienes de lejos. Ven, acércate—. Le ofreció una banqueta para que se sentara a la mesa, donde había un plato humeante, un pedazo de pan negro, unos dátiles y un vaso de vino generoso; sin duda, la cena del ermitaño, que ahora ofrecía al viajero sin titubear.

            Su rostro era un rostro sin edad; las arrugas, muchas y hondas, no eran surcos del tiempo sino de sabiduría. Estaba allí esa noche y podía —sintió Andrés— haber estado hace mil años y volver a estar dentro de otros mil. Radiaba el Santo un aura de eternidad.

            Andrés trató de explicarle la razón de su visita, pero el ermitaño le dijo que para eso había tiempo, que comiera y bebiera a sus anchas; ya después tendrían tiempo de hablar. Y como si hubiera adivinado las dudas del visitante, le dijo:

            —Ponte cómodo. Y ahora me tendrás que perdonar. Debo salir y dejarte solo. Pero no temas; volveré pronto y escucharé toda tu historia. Ahora come y bebe tranquilo.

            Andrés se sacó la capucha y el pañuelo como si hubiera estado otra vez en medio del monte, pero no sin antes ponerse de espaldas a la entrada de la ermita. Volvía a sentirse libre. Volvía a sentirse normal.

            *   *   *

            Regresó al cabo el ermitaño. Andrés lo aguardaba, otra vez parapetado detrás de su embozo.

            —¡Ah! ¡Faisán blanco! ¡Qué maravilla!

            Durante la ausencia del Santo, Andrés había puesto en su lecho los obsequios que le había traído y la pluma en lugar bien visible, atravesada en la agarradera de la lámpara.

            El ermitaño sacó la pluma de la lámpara y la examinó con atención.

            —No es de estas regiones. Viene de lejos. En el Japón, me han dicho, es un buen augurio. Ya verás que todo se va a arreglar.

            —Gracias ‘or la cena —dijo Andrés.

            —¿Te gustaron los dátiles? Me los trajo un discípulo, del norte de África —dijo el ermitaño mientras colocaba la pluma en lugar prominente, junto a un pequeño altar, con unas velas encendidas, que había en un rincón.

            —Los dátiles… y el ‘ino tinto. Todo excelente. ‘uchas gracias.

            —El vino es griego; de la isla de Paros. Regalo de otro discípulo. Y ahora tú, que ni siquiera me conoces y que no me debes nada, me has traído una pluma de faisán blanco. Ya ves lo afortunado que soy. Pero, dime, hijo —continuó, acercándose al visitante encapuchado—. ¿Por qué te has vuelto a cubrir? No hace falta; aquí somos todos hijos de Dios; somos todos hermanos —y suavemente, casi con dulzura, sin darle tiempo a resistir o siquiera protestar, le fue levantando la capucha y luego, sin prisa, con la misma calma, le fue bajando el pañuelo.

            Se quedaron los dos mirándose: la mirada serena y milenaria del Santo, por un lado, y, por el otro, más que ojos, los globos oculares del visitante, sujetos a sus cuencas por fibras musculares, abiertos, inexpresivos y fijos como los de un cadáver disecado.

            —Te has quedado sin cara —dijo al fin el anciano—, sin párpados y sin labios. Por eso no puedes hablar como antes, ni puedes dormir, ni puedes llorar. Por eso viajas de noche. Por eso tu alma está llena de amargura.

            —Le traje ‘i cara… la que era ‘i cara —y empezó a desenrollarla cuando el anciano lo interrumpió:

            —Sí, sí, muéstramela. Quiero saber cómo eras. Quiero saber quién eres.

            Andrés terminó de desenrollarla y la extendió sobre la pañoleta, que puso sobre la mesa.

            —¡Ah, me gusta tu cara! Eres impulsivo; tienes arranques de ira y has tenido problemas en tu juventud. Pero no eres malo. No eres del todo malo. Ovejas más negras que tú se han salvado. Te diré lo que tienes que hacer. Guarda tu cara; guárdala bien, quizá te haga falta más adelante, aunque no lo creo. Pasa la noche aquí. Duerme en mi lecho. Mañana al alba saldrás hacia el bosque. Volverás al Pedregoso y allí te lavarás con sus aguas puras. Las aguas limpias del río y una oración, eso es todo lo que necesitas. Y ahora acuéstate y descansa. Mañana la jornada va a ser larga y agotadora, pero al final del día podrás cerrar los ojos y dormir. Dormir otra vez, como todas las criaturas del Señor.

            —’ero ¿y dónde dor’irá usted esta noche? —preguntó Andrés, afligido.

            —No te preocupes por mí. Yo he aprendido mucho esta noche y a ti te lo debo. Ahora perdóname, tengo que salir a meditar y hablar con las estrellas.

            *   *   *

            A la mañana siguiente Andrés se levantó unas dos horas antes del alba. Sabía que de regreso iba a tener el sol de frente y le sería muy difícil avanzar sin que la luz lo cegara. Encontró al Santo, sentado sobre una piedra, absorto en su meditación o sus oraciones, no pudo decidir. Pero no estaba dormido. Apenas oyó a Andrés salir de la ermita, el Santo se puso en pie, le puso en la mano una bolsita con dátiles para el viaje de vuelta y lo abrazó.

            —Vete en paz, hijo mío.

            Andrés se arrodilló y contestó:

            —Gracias, señor.

            Después se levantó y se fue. Al llegar al primer recodo del camino se volvió para hacer adiós con la mano. El Santo movía su farol de un lado a otro, como diciendo adiós también él, a su modo. Andrés sabía que el Santo no lo podía ver en la oscuridad en que estaba, pero igual hizo adiós. Y después de eso no volvió a mirar para atrás.

            Ahora marchaba de oeste a este y muy pronto vio salir el sol entre los árboles del bosque. Siguió avanzando un rato más, con todo, la cabeza gacha, mirando siempre el suelo para protegerse del resplandor. Estaba empecinado en llegar al río esa misma mañana. El Santo le había devuelto las esperanzas y quería llegar ahí de una vez. Pero aun sin despegar los ojos del suelo a veces el resplandor era intolerable: un charco helado que devolvía los rayos del sol, o la escarcha en una brizna de hierba o una piedra brillante como acero bruñido. Avanzaba unos pasos y cuando la luz lo hería, se daba vuelta y se cubría los ojos para descansarlos. No conseguía dar más de cinco o seis pasos sin detenerse.

            Desesperado, impaciente, probó    caminar de costado y por fin de espaldas, para atrás. ¡Qué idea absurda! En un sendero hubiera sido posible; pero no ahí donde estaba, en ese terreno áspero y quebrado, cerca del vado del sur.

            Y así fue como, por una vez, su naturaleza impulsiva fue más fuerte que la prudencia y por una vez en su vida se olvidó de la Ley Primera del Monte, que le había enseñado su padre y nunca había olvidado hasta entonces: “El peor enemigo en el bosque es la impaciencia”.

            Tropezó con un raigón, perdió el equilibrio, cayó mal y, en lugar de parar la caída apoyándose en la hierba blanda, su mano derecha vino a dar, con todo el peso del cuerpo, contra la arista filosa de una roca.

            El corte era feo y sangraba profusamente; tenía que atenderlo sin pérdida de tiempo. Así, pues, mientras mantenía la mano en alto, con la otra, y ayudándose con los dientes, se hizo un torniquete en el brazo con el rebozo. Era la única forma de restañar la sangre.

            Lo tienes bien merecido, por atolondrado.

            Necesitaba pensar, necesitaba calmarse. Se sentó en la hierba y se recostó contra el tronco de un castaño añoso. Acababa de reaprender una lección que creía aprendida de una vez para siempre. El bosque era el bosque y había que respetar sus leyes.

            Había arriesgado quedarse ciego o caerse y quebrarse una pierna por no poder esperar unas horas a que bajara el sol. Había tenido suerte, con todo, de que su necedad no hubiera tenido un castigo más severo. Sin la mano podía pasarse. Todavía tenía sus dos piernas; todavía podía andar.

            Más tranquilo y resignado, se incorporó y se puso a buscar el escondrijo que le había servido de refugio a la ida. No tardó en encontrarlo y allí, después de limpiar la herida, lavarla con aguardiente, improvisó una venda con un pañuelo, se sacó el torniquete porque ya no hacía falta y tenía la mano entumecida, juntó ramas y hojas secas para hacer fuego junto a la entrada y puso agua a calentar para preparar un cocimiento de cola de caballo, corteza de encina, milenrama y bolsa de pastor. Se puso en la herida las de aplicación local y se bebió las otras.

            Se juró que nunca más iba a tener que aprender la misma lección dos veces.

            Reflexionando, se dio cuenta de que había sido doblemente necio; primero, por no saber esperar, y segundo, por hacerse ilusiones. ¿Por qué esa prisa ciega por llegar al río? ¿Qué seguridad tenía de que sus aguas iban a curarlo? ¿No era posible acaso, incluso probable, que aquel anciano venerable, con toda su bondad y toda su sabiduría, se hubiera equivocado? Y de todas maneras ¿no era preferible prepararse para lo peor y evitar así los desengaños?

            La caída y el corte le habían devuelto la humildad; quizá le aguardase, sí, una cura milagrosa —¡ojalá!—, pero era mucho más prudente no contar con milagros y cuidar de lo que tenía a mano. Y una vez más, como había hecho hasta ahora todos los días sin faltar uno, antes de tirarse a descansar, desenvolvió y desenrolló la cara para ver si necesitaba algún cuidado. Acercó la manta a la luz de la entrada, tendió encima la pañoleta y sobre esta puso la cara. La miró detenidamente; esta vez el cambio era más marcado. Esta vez estaba seguro: la cara había envejecido. Eso era imposible, pero en ella Andrés se veía a sí mismo más viejo, más cerca de la muerte. Y el bigote, hasta ayer negro, ya no era negro; hoy era gris.

            “Guarda tu cara; guárdala bien, quizá te haga falta más adelante…” había dicho el Santo. ¿Qué iba a hacer ahora si la cara se le secaba como una pasa? ¿Qué sucedería si fallaba la cura del río y más adelante alguien quería ponerle esa cara de viejo? ¿Se volvería todo él viejo como ella? ¿De qué le valdría entonces la cura? ¿Y si antes de la cura, y pese a todos sus cuidados, se le moría de puro vieja?

            Sumido en estos negros pensamientos, esperaba Andrés Guerra, en el fondo de su guarida, como un animal nocturno, a que bajara el sol.

            Unas dos horas antes del crepúsculo se lavó de nuevo la herida, le aplicó el resto del cocimiento y reanudó la marcha.

            Tardó más que a la ida porque le costaba más trabajo abrirse paso entre las matas manejando el machete con la mano izquierda. Así y todo llegó al río con bastante luz todavía. Lo cruzó y, una vez en la otra orilla, empezó a juntar piñas y ramas secas para hacer una fogata. En el viaje de ida había hecho fuego muy pocas veces y solo en lugares relativamente seguros porque no había querido delatar su presencia. Ahora, en el espacio de unas pocas horas, se veía obligado a hacer fuego por segunda vez. Había decidido bañarse íntegro y ya hacía frío de noche. Cuando tuvo una buena hoguera ardiendo, se desnudó, se quitó la venda, acercó la ropa al fuego para que se calentara y ya iba a tirarse cuando recordó las palabras del Santo:

            “Las aguas limpias del río y una oración, eso es todo lo que necesitas.” No recordaba ninguna. Se arrodilló en la orilla, se persignó y en lugar de decir una oración hizo una promesa:

            —¡Sálvame Dios mío; sálvame Señor! Yo no sé qué mal he hecho. Solo sé que si me salvas, si me das otra cara, yo te prometo que no volveré a matar, no volveré a tocar a ninguna de tus criaturas. Te lo prometo: nunca más.

            Y persignándose de nuevo, se incorporó y pocos segundos después estaba enteramente sumergido en el agua helada. Antes de salir, hundió la cabeza entera dos o tres veces. No quería echarse agua con las manos porque tenía miedo de tocarse. Se hubiera quedado más tiempo pero tuvo que salir porque había empezado a tiritar violentamente. Echó más leña al fuego y, en cuclillas, se arrimó todo lo que pudo sin chamuscarse. Como tardaba en secarse, removió las ramas con un palo para avivar la llama, al mismo tiempo que soplaba con fuerza. Hubo un chisporroteo, creció la llama y en pocos minutos más Andrés estaba seco y otra vez vestido, experimentando el increíble placer del contacto de la ropa caliente con su piel.

            Mientras volvía a circularle la sangre y el calor empezaba a llegarle a manos y pies, Andrés tuvo conciencia de pronto de que había ocurrido algo raro en el momento de avivar la llama: ni las chispas ni la mayor intensidad del fuego le habían molestado en absoluto. La única explicación posible era que no le habían molestado porque, por primera vez en muchos días, había cerrado los ojos.

            Parpadeó varias veces. Le parecía imposible que pudiera hacer desaparecer y aparecer el mundo entero a voluntad, sin necesidad de cubrirse los ojos con la capucha o con la mano. ¡Podía cerrar los ojos! ¡Tenía párpados otra vez!

            Con mucho recelo, temeroso todavía de haberse engañado, se tocó apenas la frente con los dedos. Parecía normal. Bajó los dedos de a poco hasta las cejas. Parecían espesas; se juntaban en el entrecejo. También normales. Palpó por fin las pestañas y los párpados cerrados; sintió las pestañas individuales en las yemas de los dedos. Se palpó la nariz, debajo de la nariz, las mejillas, el mentón. Ya no tenía bigote y el cutis era suave, como el de un joven imberbe. Por fin los labios. Dijo “María Aurelia” en voz alta. “María, Ma, Ma, Ma”, repitió varias veces. ¡Hablaba como antes! ¡Tenía cara otra vez!

            ¡Estoy curado!

            Bajo la paz azul de las estrellas, llorando como un niño, Andrés Guerra dio gracias a Dios.

            *   *  *

            Esa noche no reanudó la marcha. Cuando se aprestaba a partir, después de curarse la herida, comer una galleta y beberse sus cocimientos e infusiones medicinales, se apoderó de él un sueño invencible. Reavivó el fuego que no había apagado aún y, sin buscar lugar más seguro, se metió en su saco de dormir ahí mismo, junto al fuego, y se quedó instantáneamente dormido.         

            A la mañana siguiente no lo despertaron la claridad del día ni el sol ya alto. Lo despertaron unos cuervos que se disputaban las migajas que él había dejado la noche anterior y un glotón, atraído por los graznidos, que olisqueaba su morral. Los hijos del bosque ya no le temían, volvían a ser sus hermanos.

            Estoy curado. Estoy curado. Estoy curado.

            Se lavó en el río y después se ocupó de su herida. No podría usar la mano por un tiempo todavía, pero estaba cicatrizando bien, más rápido de lo que hubiera imaginado posible.

            Hizo fuego, puso agua a calentar para el desayuno y volvió al río a lavar las vendas y una camisa que se le había manchado de sangre. Puso todo a secar al sol, sobre unos arbustos, y luego se hizo una sopa con hojas de achicoria, bunios, chufas y otras raíces silvestres que había juntado en el viaje. Acompañó la sopa con galleta, castañas asadas y dátiles. Después de comer atizó el fuego, puso el morral a manera de almohada y se recostó a descansar mientras esperaba a que se secara la ropa.

            Perdida la mirada en un cielo sin nubes, Andrés pensaba en su regreso. Ahora que otra vez se sentía fuerte y descansado, podría caminar día y noche y llegar a su casa, con suerte, en dos jornadas.

            ¡Su casa! Hasta ese momento no había vuelto a pensar, casi, en su casa y su familia, porque no sabía si regresaría alguna vez; no sabía si viviría o no. Ahora que se sentía curado, de vuelta a la normalidad, no podía pensar en otra cosa: regresar cuanto antes y abrazar a su mujer y sus hijos. Era volver a vivir después de haber puesto un pie en el otro mundo.

            Semanas atrás, cuando un vecino a caballo les había anunciado el parto inminente de su cuñada, Andrés había llevado a Aurelia y los niños a casa de su hermana en el carro, seguidos muy de cerca por Montaraz. Su mujer había dicho que pasara a buscarlos en dos o tres semanas en el cabriolé —que era como ella llamaba burlonamente al carro— según las exigencias de la caza. Aurelia conocía bien la vida del cazador: nunca sabe dónde va a pasar la noche y menos cuántos días, con sus noches, va a estar fuera. Estaban las faenas ordinarias —la atención de las trampas y el cuidado de las pieles— y estaban los trabajos especiales. Una vez le encargaron un lince para embalsamar y estuvo un mes entero batiendo el monte en busca de su presa, hasta que dio con el rastro, y otro mes más hasta que consiguió sorprenderla desprevenida y darle muerte. Pero Andrés Guerra nunca hubiera vuelto a su casa con las manos vacías.

            Todavía mirando el cielo, se sonrió al recordar su regreso de la cacería del lince. Volvía con la barba crecida y al pronto Aurelia no lo conoció. Pero esa fue la primera impresión; un instante después se abrazaban los dos como si hubieran dejado esta vida y se volvieran a encontrar en la otra.

            En el pueblo conocían a María Aurelia como “la niña de las flores”. En la granja de la familia donde se había criado había un invernadero, el único de la región, y en él su padre cultivaba flores, más que por negocio por pura fascinación con las plantas. Andrés se acordó del día en que la había visto por primera vez. Salía él del pueblo, donde acababa de vender unas pieles, y ella llegaba en su tílburi cargado de flores. Ojos azules, mejillas encendidas, cabello rubio hasta la cintura, sonrisa luminosa. Andrés pensó que era una aparición, una princesa salida de un cuento de hadas, con un fantástico jardín rodante por trono. La saludó, la detuvo y, sin saber qué más decirle, le compró ahí mismo todas las flores. Ella tenía quince años y él veinte. Y después de aquel primer minuto nunca pasó otro minuto de su vida sin amarla locamente. Había sido un sueño maravilloso del que nunca hubiera querido despertar.

            El encuentro con la niña de las flores le cambió la vida. Dejó de ir a la taberna. Dejó de emborracharse todos los domingos. Dejó de sacar el cuchillo a la menor provocación y de jugarse el pellejo por naderías, solo para mostrar al mundo que no tenía miedo ni a los hombres ni a la muerte.

            Fue verla y querer vivir: necesitaba vivir para poder amarla.

            La sonrisa se acentuó. Pensaba ahora en cómo, al regreso de la cacería, les habían preparado un buen chocolate espeso a los niños, para tenerlos contentos, y los habían llevado después a pasar unos días con los primos. Y cómo, de vuelta en la casa, marido y mujer habían hecho el amor desesperadamente, tratando de saciar en unas pocas horas todo el deseo reprimido durante tantas noches solitarias.

            Andrés ya no sonreía. Había cerrado los ojos y ahora se le dilataban las narinas y apretaba los dientes; un calor súbito le había subido desde los riñones y bajado luego, haciéndole vibrar todo el cuerpo. Pensaba en las dos pieles sudadas, pegadas una a otra, en el abrazo furioso de dos cuerpos hambrientos fundidos en un amor bárbaro y salvaje.

            Ninguna fiebre era buena en la soledad del monte y esa era la peor. Respiró bien hondo, sacudió la cabeza como para alejar pensamientos inoportunos, se incorporó y, con calma deliberada —no se iba a olvidar otra vez la Primera Ley del Monte— levantó campamento. Y pese al clamor de los riñones, no se dirigió derecho a su casa. Durante más de una semana había dejado desatendidas sus trampas y era muy posible que en alguna de ellas algún pobre animal inocente se desangrara de a poco o se estuviera muriendo de hambre y sed.

            Andrés nunca había apreciado y necesitado tanto a su familia como ahora, pero la voz de su conciencia era muy clara y no podía desoírla.

            Prometí.

            Andrés sentía que el desprendimiento de la cara y después la cortadura de la mano habían sido anuncios inconfundibles: algo malo había hecho en su vida. No sabía qué, pero por algo le había pasado lo que le había pasado y ahora tenía que enmendarse. No siempre conseguiría dominar sus arrebatos de violencia, pero tenía que tratar. Y había prometido no matar más criaturas de Dios.

            Dejar morir es peor que matar, se dijo, y decidió rumbear hacia el noreste, donde había puesto las últimas trampas, postergando así el reencuentro que tanto necesitaba.

            Antes de partir recordó de golpe que la noche anterior, por primera vez, no se había acordado de la cara. Dejó todo en tierra, extendió la manta sobre el suelo y desenvolvió la pañoleta con el cuidado habitual. De su cara, de la que había sido su cara, no quedaban más que cenizas.

            *   *   *

            Lleno de aprensión partió pensando en qué podía significar aquello. Después de mucho cavilar llegó a la conclusión de que, por una vez, le habían dado una oportunidad más, pero no habría otras.

            Un error más y es tu fin.

            El desvío le costaría por lo menos dos días más de viaje. Casi todas sus trampas eran de jaula y no causaban daño a las presas, siempre que él visitase la trampa al día siguiente o a lo sumo dos días después de puesta. Pero también había dejado un par de cepos y una trampa de lazo. Y él, mejor que nadie,  sabía el daño que podían causar esas trampas. El defecto fundamental de la trampa era que no discriminaba. Cuando él derribaba a la presa de un disparo certero, o atraía a un ave determinada con su reclamo, cobraba exactamente la presa deseada. En las trampas caían toda suerte de inocentes. Por eso era tan importante revisarlas a tiempo y devolver al monte las presas que no eran las buscadas. Ahora, al revés de lo que le había acontecido siempre, deseaba con todas sus fuerzas encontrarlas vacías.

            Tres días tardó en total hasta que llegó a la última trampa. Desgraciadamente era un buen cazador y en todas había caído algún infeliz. La mayoría estaban muertos. En un cepo había caído un conejo, que había servido de almuerzo a un zorro, a quien estaba destinada la trampa, y a una bandada de cuervos. Y también por primera vez en su vida, enterró a los que, dentro de sus prisiones, habían muerto intactos de hambre y de sed.

            En la última trampa, un cepo, había caído un zorro rojo que no tuvo la suerte del otro. El cepo le había aprisionado la mano izquierda, que era todo lo que quedaba ahí. El animal había tarazado su propia pata hasta quedar en libertad. Pero su increíble valentía y determinación no le sirvieron de mucho. Andrés siguió el rastro fresco y unas horas después, entre unos matorrales, lo encontró moribundo, desangrado y sin fuerzas para luchar más. Alcanzó aún a gruñir y mostrarle los dientes antes que un cintarazo seguro del machete puso fin a su agonía. Ese magnífico ejemplar de zorro rojo era una hembra joven, no más de dos años, con crías de seis o siete meses. A Andrés se le llenaron los ojos de lágrimas. Se dio cuenta de que acababa de faltar a una promesa formal hecha apenas hacía unos días, pero aunque le hubieran dado todo el tiempo del mundo y toda la serenidad de espíritu que ahora no tenía, habría hecho lo mismo.

            Se quedó absorto contemplando la enormidad de aquella injusticia. Él pretendía perdón; él pretendía redención. ¿Y quién había tenido piedad de la zorra? ¿Qué mal podía haber hecho en su cortísima vida? ¿Esa hembra heroica que por volver a sus crías se había causado un dolor que ningún humano hubiera resistido? ¿Y quién se apiadaba de las crías, media docena de cachorros o más, que sin duda retozaban juguetones en su cubil, como todos los cachorros de la selva, seguros de que la madre ya no podía tardar en volver con la comida que cada día les traía sin falta? ¿Quién iba a salvar a esos cachorros huérfanos, que esperarían y esperarían en vano, y ahora estaban condenados a morir ese invierno por el cepo que él había armado con sus propias manos?

            —Perdón, perdóname —dijo muy bajo, pero no miraba al cielo. Miraba el cuerpo inerte, el hocico retraído mostrando todavía los colmillos desafiantes y el muñón de la mano izquierda. Y a aquel cazador recio y curtido, otra vez se le llenaron los ojos de lágrimas.

            *   *   *

            Andrés pensó en enterrarla pero después cambió de idea. Ni la enterraría ni le sacaría la piel: la llevaría entera para embalsamarla él mismo y tenerla siempre presente para recordarle los errores de su vida pasada que a él, con más suerte que  ella, le habían perdonado.

            La cargó pues a hombros y aunque hubiera querido emprender el regreso de inmediato, oscurecía ya y estaba física y emocionalmente extenuado. Buscó dónde acampar, cubrió a la zorra con la manta —no fuera que algún glotón se la llevara durante la noche—, comió unas nueces y galleta, vació la cantimplora de un trago y, sin encender fuego ni curarse la herida, se metió en su saco de dormir y, tapándose con la misma manta que cubría a la zorra, se tiró a su lado.

            Esa noche, cazador y presa, a la vez enemigos y hermanos, vivo uno y muerto el otro, compartieron el mismo pedazo de bosque.

            *   *   *

            Durante la noche había bajado la temperatura. Antes de reanudar el viaje, Andrés puso hierba seca en sus botas de becerro a manera de aislante para mantener los pies calientes y se puso un chaleco de gamuza que hasta ese momento no había necesitado. A pocas horas de camino había un arroyuelo donde podría lavarse y reaprovisionarse de agua. Allí haría una pausa y se prepararía una comida caliente.

            Llevaba unas dos horas de marcha cuando se tropezó con un rastro muy familiar. Era fresco, no más de dos o tres días. Los jinetes seguían siendo tres pero no había ninguna señal de que cargaran a un herido. ¿Se habría muerto? ¿O lo habrían abandonado a una muerte segura? La única forma de saberlo sería remontar el rastro. Él llevaba rumbo Sudsudeste; ellos venían del Nornordeste.

            Andrés no veía el momento de llegar a su casa, de reunirse con su familia y olvidar esa horrible pesadilla. Pero si existía la menor probabilidad de que el hombre abandonado estuviera todavía vivo y él pudiera ayudarlo a sobrevivir, su deber estaba clarísimo. Llegó hasta el arroyo, se lavó, desayunó y después, ayudándose con uno de los jarros de latón que usaba para calentar agua, excavó una fosa para enterrar a la zorra. Le envolvió la cabeza en un pañuelo y el resto del cuerpo en la pañoleta. Cuando terminara con el herido volvería por ella. Si seguía el frío y él no tardaba demasiado se conservaría bien. Marcó el lugar con una estaca y empezó a desandar lo andado.

            *   *   *

            El cielo estaba encapotado y podía empezar a nevar en cualquier momento. Tenía pues que apresurarse y encontrar al hombre antes que una alfombra de nieve hubiera borrado el rastro.

            Sin la carga de la zorra andaba más rápido. El ejercicio le dio calor y se sacó el chaleco, que volvió a guardar en el morral.

            Pronto llegó al punto donde se había cruzado con el rastro de los tres bandidos. Viendo las ramas que habían cortado para dar paso a las caballerías, se tranquilizó; sabía que podría remontar el rastro aunque cayeran tres palmos de nieve.

            Desde luego, Andrés no tenía forma de saber cuánto tiempo antes se habrían deshecho del herido y, por tanto, cuántos días de camino tendría por delante antes de encontrarlo. Con todo, por el rumbo general que habían seguido, empezó a sospechar que lo habían dejado en el mismo claro del bosque donde él los había visto por última vez. Recordó la acalorada discusión que había oído. Probablemente discutían si seguían cargando con el herido o si lo abandonaban a la buena de Dios. Trató de hacer memoria. Debía de hacer por lo menos una semana de eso. Las probabilidades de encontrarlo con vida eran mínimas. En una corazonada, para ganar tiempo, abandonó el rastro y se dirigió directamente al lugar donde lo había visto por última vez, envuelto en una manta sobre la hierba. Un día más de camino y estaría ahí.

            La nevisca que había empezado a caer a mediodía se había convertido en nevasca. Andrés avanzaba cada vez más despacio. Había levantado el viento y era difícil ver adónde iba uno o dónde estaba. Le hubiera gustado seguir unas horas más pero le pareció más prudente esperar a que pasara la tormenta. Buscó un lugar resguardado del viento para acampar. Lo mejor que podía hacer en esas condiciones era comer y descansar bien. Si durante la noche amainaba el temporal, quizá pudiera recuperar el tiempo perdido al día siguiente.

            Fue una decisión acertada porque la tormenta arreció hasta bien entrada la noche. Felizmente amaneció calmo. El frío se había hecho más intenso y la ventisca había dejado dos palmos de nieve sobre la tierra. Hubiera querido tomar algo caliente pero no había minuto que perder. La marcha sobre la nieve iba a ser más lenta y si el herido había sobrevivido hasta ahora no podía durar mucho más.

            A Andrés le gustaba que la primera nevada del año lo sorprendiera en el monte. Disfrutaba con el silencio de los árboles vestidos de blanco y el crujir de la nieve bajo sus botas. Nada hacía tan intensa su comunión con la naturaleza como la paz blanca del bosque nevado.

            Esta vez la nieve, con toda su belleza, no era sino un obstáculo más. Andrés apretó el paso y llegó al claro en las últimas horas de la tarde.

            Junto a unos matorrales, muy cerca del lugar donde había visto al herido la última vez, había un bulto cubierto de nieve que podía ser un hombre.

            Andrés le sacó la nieve de encima, vio que era un hombre y pensó que estaba muerto. Acercó el oído a su boca; le pareció sentir algo pero no estaba seguro. Sacó el machete y le puso la hoja pegada a los labios. Se empañó; vivía.

            Antes que nada tenía que hacer una buena fogata para calentarlo; después le curaría las heridas, trataría de que recuperara el conocimiento y le daría de tomar algo caliente.

            Toda la noche trabajó Andrés sin parar un minuto. Empezó por hacer un arco de fuego alrededor del herido para mantenerlo caliente. Con unas ramas y nieve improvisó a un costado una pantalla de protección contra el viento; luego derritió nieve para preparar cocimientos e infusiones medicinales y un caldo con los últimos trozos de tasajo y un poco de galleta. Mientras se calentaba el agua, le lavó las heridas. Eran heridas de bala; una en el muslo y otra en el brazo. Como no tenía otras vendas, le sacó un pañuelo que llevaba al cuello, lo rasgó y con eso le vendó las heridas.

            El herido tenía las manos y los pies helados. Mientras le frotaba las manos entre las suyas, le calentaba los pies, que había puesto bajo su capote, con el calor de su propio cuerpo. Andrés sabía que si se producía necrosis él no podría hacer nada.

            Cuando pensó que había conseguido restablecer la circulación del herido y que se le habían empezado a calentar las extremidades, Andrés se aseguró de que no volvieran a enfriarse. Como lo habían dejado sin saco de dormir, lo puso en el suyo y lo arropó bien con sus dos mantas.

             Amanecía cuando el herido recuperó el conocimiento. Sosteniéndole la cabeza con una mano, Andrés le dio de beber con la otra. Al agua siguió una infusión de corteza de encina y a la infusión un poco de sopa. La sopa caliente pareció reanimarlo. Pidió agua; pero cuando Andrés le acercó a los labios el jarro con agua, el hombre perdió el conocimiento de nuevo o se quedó dormido.

            Así pasó el primer día. Al segundo, le vino una fiebre alta y la mayor parte del tiempo estuvo inconsciente o delirando. Andrés hubiera querido llevarlo a un lugar más seguro, porque no creía que pudiera sobrevivir otra ventisca al raso. Sabía que no lejos de allí había una guarida grande que en otra época debió de haber sido cubil de osos. Allí estarían a salvo de las inclemencias del tiempo y la convalecencia sería más rápida. El problema era que el herido todavía estaba muy débil para moverlo.

            Al final del tercer día empezó a mejorar. Cada vez tenía períodos de lucidez más largos y empezaba a comer con más apetito. La fiebre estaba respondiendo a la corteza de sauce blanco y le había bajado; de noche dormía más tranquilo.

            Andrés se dio cuenta de que, si quería acelerar la cura, tendría que alimentarlo mejor. Con infusiones, sopitas y avellanas nunca se recobraría a tiempo. Tenía que darle carne. Eso significaba salir a cazar y, en menos de una semana, volver a faltar a lo prometido. Pero tenía que elegir entre la vida de las criaturas del Señor o la de un cristiano. Se conformó pensando que una cosa era matar para vivir y otra muy distinta para vender pieles.

            A la madrugada del cuarto día Andrés dejó al convaleciente durmiendo y salió a cazar. Aprovechó la salida para llegarse hasta la cueva cercana. Estaba desocupada y les ofrecería un refugio excelente.

            Cuando volvió con dos liebres, el herido estaba despierto. Se había incorporado y bebía un té de manzanilla que Andrés le había dejado a mano.

            —Buenos días.

            —Buenos días.

            —¿Quién eres tú?

            —Andrés Guerra. ¿Y tú?

            —Juan Ignacio.

            —¿Juan Ignacio? ¿El caudillo?

            —El mismo.

            Andrés no pudo disimular su sorpresa. Hasta ese momento había estado convencido de que era un simple bandolero y de que en algún momento tendría que entregarlo a la justicia.

            —He oído hablar mucho de ti —dijo, no sin cierta admiración—. ¿Y qué hacían tú y tus hombres en el pueblo?

            —Uno de esos no es hombre —y maldijo entre dientes—. Íbamos en busca de los caballos del juez. Necesitaba caballos para mis tropas. Pero uno de los que venían conmigo me traicionó y falló el golpe.

            —¿Falló?

            —El plan no era quedarnos con solo tres; era vaciarle las caballerizas. ¿Y tú? —preguntó después de un momento—. ¿Qué haces?

            —Pensé que un poco de carne te haría bien —explicó Andrés mientras con mano segura desollaba las liebres y las ponía a asar.

            —No, eso ya lo veo. Digo que qué haces, en qué trabajas.

            —Soy cazador. Vendo pieles. O por lo menos eso es lo que hacía hasta hace poco.

            — ¿Cuánto hace que me estás cuidando?

            —No sé. Dos o tres días. ¿Quién lleva la cuenta?

            —Gracias.

            —No hay de qué.

            Mientras Juan Ignacio devoraba la carne casi sin masticar, Andrés le describió sus planes. Y le explicó que corría cierta prisa porque sentía que el buen tiempo no iba a durar mucho más.

            Con el nuevo régimen Juan Ignacio mejoró visiblemente y, en vista de que el cielo se había encapotado y amenazaba una nueva tempestad, la tarde del quinto día Andrés levantó campamento, juntó avíos y enseres, cargó a Juan Ignacio a hombros y partió para la cueva.

            Llegaron anochecido, justo cuando empezaba a nevar. Entre la carga y el pesado andar en la nieve Andrés había quedado agotado. Dejó a Juan Ignacio en un rincón envuelto en sus mantas, se sentó en el suelo y se recostó contra una pared hasta recobrar el aliento. Tenía que hacer fuego, cocinar, curarle las heridas a su compañero y darle de comer, pero en ese momento no podía mover un músculo. Cerró los ojos y sintió que se dormía. Oyó una voz en la penumbra:

            —Gracias —y el eco cavernoso que contestaba:

            “Gracias… Gracias.”

            Alguien respondió:

            —No hay de qué —y otra vez el eco:

            “No hay de qué… No hay de qué.”

            Se quedó profundamente dormido, y aunque solo por unos minutos, soñó que era primavera y juntaba flores silvestres para llevarle a su mujer.

            *   *   *

            Pasaron en la caverna casi cuatro semanas. Milagrosamente, ninguna de las dos heridas se infectó y a los pocos días Juan Ignacio empezó a salir a caminar. Andrés le había hecho comprender que, apenas pudiera, debía empezar a ejercitar las piernas si, como él decía, quería seguir hacia el oeste y cruzar el río por el vado del norte. La única forma en que llegaría hasta allí en un tiempo razonable sería si podía caminar por sí solo o, a lo sumo, apoyándose en el hombro de Andrés. Él lo guiaría hasta el camino de la montaña donde no tardaría en pasar algún viajero, a caballo o en coche, dispuesto a recogerlo.

            A medida que Juan Ignacio se fue sintiendo más fuerte empezó a colaborar en más tareas hasta que al final lo único que corría por cuenta de Andrés era la caza. Eso le dejó más tiempo para reparar y coser los desgarrones de su ropa, afilar cuchillos y machete con piedra de asperón, juntar hierba y secarla al calor del fuego para rellenar los forros de sus chaquetas y hacerlas más abrigadas y, en suma, preparar todo lo necesario para el viaje próximo. Otro beneficio, quizá el más importante, era que ahora, por las noches, dormía más y mucho mejor.

            Había seguido nevando y la nieve pasaba ya de cuatro palmos en algunos lugares. Como era imposible caminar sin hundirse hasta la rodilla, lo primero que hizo Andrés no bien tuvo un poco de tiempo libre fue fabricar, con unas ramas de tejo cuidadosamente escogidas y cuero crudo, un par de raquetas para andar en la nieve. Con cordel sujetó las ramas entre sí y luego la raqueta entera a cada bota. Se las había visto usar una vez, unos años antes, a un explorador del Ártico con quien había intercambiado pieles. A partir de ese día, jamás se le hubiera ocurrido salir al monte sin sus raquetas después de una nevada grande.

            Dio unos pasos levantando mucho cada pie para no clavar las puntas y caer de bruces y, tal como había esperado, con ellas ya no se hundía y avanzaba mucho más rápido. Después de unos ajustes, hizo otro par idéntico para Juan Ignacio, que nunca había visto nada parecido. Al principio se mostró desconfiado y escéptico, pero cuando vio que él tampoco se hundía y avanzaba con mucho menos esfuerzo, las aceptó sin más resistencia.

            El último preparativo consistió en aprovisionarse para toda la travesía, de manera que no tuvieran que interrumpir la marcha para cazar. Una tarde Andrés volvió con un jabalí no muy grande y durante la última semana de convalecencia se dedicó a faenarlo y preparar raciones para el viaje. Y agua no les faltaría; gracias a la nieve, habría toda la que quisieran al alcance de la mano.

            *   *   *

            Faltando muy pocos días para la partida, Juan Ignacio le preguntó una noche:

            —¿Tienes mujer?

            —Sí.

            —Lástima. Me hacen falta hombres como tú. ¿Hijos?

            —También. Tres. ¿Y tú?

            El otro hizo que no con la cabeza.

            —Mujer tuve; hijos, ninguno —y después de un silencio—: ¿No tienes prisa por verlos?

            —Claro. Mucha.

            —¿Qué haces aquí conmigo entonces?

            Andrés se quedó pensando. No era una pregunta fácil de contestar.

            —No te podía dejar morir.

            —Pero tú no tropezaste conmigo por casualidad. Tú viniste a buscarme. ¿Por qué?

            —Sabía que te habían abandonado.

            —No lo sabías. Te lo imaginaste.

            —Da igual. No me equivoqué.

            —Sí, te equivocaste. No me abandonaron. Yo les ordené que me dejaran.

            —Es lo mismo. Te dejaron.

            —Y a ti ¿qué más te daba? ¿Qué te importaba a ti que yo viviera o muriera?

            —Quizá a mí no, pero a ti sí.

            —¿A mí? Ni me hubiera enterado.

            Andrés pensó en la zorra. ¿Para qué la había cargado? ¿Por qué no la había dejado de alimento a los cuervos? Los cachorros se iban a morir de todas maneras y ella ya estaba muerta. ¿En qué se beneficiaba la zorra con sus cuidados inútiles? Él había armado el cepo; eso era lo que había matado a la zorra y sus crías y eso no lo podía deshacer. Lo que había hecho por la zorra no lo había hecho por ella, lo había hecho por él, para acallar su conciencia.

            —Si te hubieras muerto —contestó al cabo— hubiera dado lo mismo lo que yo hiciera. Pero ahora estás vivo. ¿Eso no cambia nada?

            —Sí, cambia. Pero tú no pensabas que me ibas a encontrar vivo. Al contrario. ¿Por qué viniste a buscarme entonces?

            Andrés volvió a pensar en la zorra y en su conciencia.

            —Era mi deber —dijo al fin.

            —¿Tu deber? ¿Y quién te impone a ti esos deberes? ¿No será la justicia, no? No; tú eres cazador, no eres policía. Además, si no me has mentido, cuando lleguemos al camino no piensas entregarme a las autoridades… ¿o sí?

            Andrés miraba el suelo sin contestar.

            —Ni has hecho ningún juramento que te mande curar. ¿O eres médico acaso?

            —No, no soy médico.

            —¿Quién te manda entonces?

            —No sé; mi conciencia.

            —¿Tu conciencia? ¿Y para qué la quieres limpia y pura? ¿A quién se la piensas presentar?

            Andrés volvió a mirar el suelo.

                        —¿No lo sabes? ¿De verdad no lo sabes? Bueno, yo te lo diré. Tú estás haciendo méritos para quedar bien con Dios. ¿No lo ves? Has hecho una buena acción; ¡has hecho un depósito en la cuenta que tienes con Dios! —y se largó a reír, como si fuera el chiste más gracioso del mundo—. ¡Una buena acción! Pero si está claro. No te importaba nada de mí, si vivía o moría; el asunto era esforzarte, hacer méritos. Si me hubieras encontrado muerto me habrías enterrado… y ¡santas pascuas!

            Andrés se acordó de los animalitos que había enterrado unos días antes. Se sentía atacado injustamente pero no atinaba a defenderse. Continuó el otro:

            —¿Te has detenido a pensar que el que no me hayas encontrado muerto lo complica todo? Quiero decir, si yo estoy muerto, no le puedo hacer mal a nadie ¿no es cierto? Pero vienes tú, para hacer méritos, y, pensando solo en ti, no en mí, me salvas la vida. Me salvas y yo después desencadeno una guerra civil para derrocar al gobierno, fracaso y por culpa mía mueren cantidad de inocentes. ¿Qué pasa entonces con tu buena acción? ¿Cómo la va a juzgar Dios?

            —Yo no soy responsable de lo que tú hagas ahora con tu vida.

            —¿Ah no? ¿Cómo que no? Tú me has dado la vida y tú eres el único responsable. ¿O le vas a echar la culpa a Dios?

            —Yo te he salvado, quizá, pero si la vida que tienes ahora la dedicas a pelear para cambiar el gobierno y tú matas o se hacen matar por ti, eso no es asunto mío.

            —Yo te voy a mostrar cómo es asunto tuyo. Supongamos que te haya mentido, que no sea Juan Ignacio, que sea un bandido común, como creíste al principio; un asesino peligroso y sin escrúpulos. A mí me acaban de traicionar en el pueblo. Alguien a quien creía leal me mintió. ¿Por qué no puedo traicionarte a ti, engañarte? Me interesan tus armas y tus medicinas y esta noche cuando estés dormido, me acerco sin hacer ruido con el cuchillo en la mano —y acompañando las palabras con el gesto, se acercó hasta Andrés con el cuchillo en alto. Andrés, sin pestañear, lo escuchaba inmóvil— y ¡paf! —siguió el otro—, se acabó Andrés Guerra. ¿De quién es la culpa? ¿Mía o de él, que me salvó la vida y me dio la oportunidad de matar?

            Andrés, con el cuchillo a dos palmos de su corazón, dijo impávido:

            —¿Y para qué me ibas a matar, si te convengo más vivo que muerto?

            —¿No se te ha ocurrido pensar que quizá, además de falso y traidor, pueda ser tonto?

            No, no se le había ocurrido.

            —¿No se te ha ocurrido pensar que quizá a mí también me guste jugar a ser Dios como a ti? ¿Solo que mientras tú das la vida yo la quito? Porque sí, porque me gusta, porque me hace sentir poderoso… ¿No, no se te ha ocurrido?

            —No —contestó Andrés impasible—, no se me ocurrió.

            Juan Ignacio levantó la mano como si fuera a descargar el golpe pero en cambio soltó una carcajada.

             —A ti no hay muchas cosas que te asusten ¿eh? No soy tonto ni traidor ni me gustan esos juegos —y guardó el cuchillo—. Lo único que quería mostrarte es que es peligroso jugar a ser Dios; que dar una vida puede ser tan malo como quitarla. Además, y esto te lo digo muy en serio —y le clavó los ojos como para que el otro no se olvidara nunca de esa mirada— no me gusta estar en deuda con nadie; no me gusta deber favores. Prefiero que me los deban a mí. Y una cosa más. No te engañes; cuando viniste a mí, no buscabas salvarme la vida; lo que tú buscabas era salvar tu alma.

            Andrés bajó la vista, sin contestar.

            —Yo creo que te equivocas, Andrés. En lugar de preocuparte tanto de cómo vas a rendir cuentas a tu Creador cuando te enfrentes con Él, tendrías que pensar un poco más en lo que pasa aquí abajo, en este mundo, no en el otro. En la corrupción de los poderosos, la explotación de los débiles, la miseria de los pobres, y deberías pensar en qué puedes hacer tú, aquí y ahora, para luchar contra la injusticia.

            Y sin decir buenas noches, se dio media vuelta, se envolvió en sus mantas y se quedó dormido.

            *   *   *

            Llegó al fin el día y partieron. Con comida y agua abundante para todo el viaje, Andrés calculó que, si tenían buen tiempo y las raquetas resistían y no había que repararlas a cada paso, llegarían al vado del norte en una semana o menos. Tuvieron suerte y en apenas seis días llegaron al camino de la montaña.

            La despedida fue breve.

            —Gracias por todo —dijo Juan Ignacio.

            —No me debes nada —contestó Andrés Guerra.

            —Te debo la vida.

            —No me debes nada —repitió—. Si tenemos alguna deuda, tú o yo, es solo con Dios.

            Se dieron la mano y cada cual se fue por su lado.

            *   *   *

            Dos fuertes nevadas demoraron el regreso de Andrés Guerra. La conversación con Juan Ignacio lo había dejado confuso y lleno de dudas. Sus únicos intereses habían sido siempre sus intereses inmediatos, es decir, su mujer, sus hijos y sus animales. ¿Y si un día lo juzgaban, no por lo hecho, sino por lo que había dejado de hacer y debería haber hecho? Juan Ignacio le había plantado una idea nueva en la cabeza; quizá no bastara no cometer malas acciones; quizá no bastase simplemente seguir la voz de la conciencia; quizá se esperase más de uno. ¿Pero qué? ¿Qué era lo que no había hecho y tendría que haber hecho? ¿Cómo iba a arreglar él las injusticias del mundo?

            Cuanto más pensaba, más confuso se sentía; lo que antes le había parecido necesario ya no lo parecía tanto; lo que antes le mandaba claramente la conciencia, parecía ahora cuestionable.

            Volvió de todos modos por la zorra, la desenterró, la cargó a hombros y siguió luego para su casa sin más desvíos.

            Andrés había perdido cuenta de los días pero estaba seguro de que llevaba más de siete semanas de vida en el monte. No había nada que deseara más en ese momento que dormir en su cama abrazado a su mujer. Cuando al fin llegó a su casa la encontró vacía.

            No había rastros del carro ni de los animales. Hasta el heno se habían llevado. Las puertas y ventanas estaban aseguradas por fuera, con tablas, como si hubieran temido un huracán o la vivienda estuviera clausurada; había nieve acumulada contra la puerta de entrada y era evidente que hacía días, si no semanas, que nadie salía de la casa ni entraba en ella.

            Andrés se imaginó que después de un tiempo, y como él no la iba a buscar, Aurelia habría vuelto a la casa con su cuñado; habrían encontrado los animales sueltos y solos, sin rastros de él, y en el interior, habrían visto el espejo hecho añicos y los cajones de la cómoda caídos y toda clase de prendas desparramadas por el piso. No había rastros de sangre y el perro estaba vivo, pero estaba claro que ahí había ocurrido algo grave. No era concebible que él se hubiera ido de caza sabiendo que en cualquier momento pasarían a buscarlo para reunirse con su mujer y sus hijos. ¿Qué podía haber pasado?

            Llenos de aprensión y temor, sin saber qué pensar, habrían decidido sin duda esperar a tener noticias de Andrés y, entre tanto, asegurar la casa y que Aurelia y los niños se quedasen en casa de la hermana. Y para allá se habrían ido todos.

            Dejó a la zorra en el establo, con la puerta bien cerrada para que estuviera a salvo de las fieras del monte, y sin perder más tiempo, para allá se fue él también.

            No había hecho más de las 300 varas que lo separaban del camino cuando se detuvo. Estaba agotado; en su afán de llegar a casa cuanto antes había andado tres días seguidos sin acampar, deteniéndose apenas dos o tres veces para comer un bocado rápido. Llevaba días sin beber nada caliente por no perder tiempo haciendo fuego. Desde que se despidió de Juan Ignacio no creía haber dormido más horas que las que normalmente dormía en una sola noche de invierno. Además, ya estaba bien entrada la noche y todavía tenía unas tres horas por delante hasta la casa de su cuñada.

            Por otra parte los regresos nunca eran fáciles. Su verdadera casa era el bosque y allí se sentía a gusto con frío o calor, lluvia o buen tiempo. La vida era simple, las leyes claras: cada uno tenía que hacer cada día lo necesario para sobrevivir ese día.

            La casa era una porción de pueblo, de vida civilizada. Allí nadie se ocupaba de las necesidades inmediatas; todo el mundo daba por sentado que estaría vivo ese día y el siguiente y el siguiente. Los problemas no tenían nada que ver con la supervivencia. Había que arreglar el techo, que tenía una gotera; la puerta del cobertizo, que no cerraba; engrasar la roldana del pozo; reemplazar un tirante roto, porque sin él no se podía enganchar la yegua al cabriolé; y había que ir al pueblo a buscar harina, aceite, azúcar o sal. Cuanto más prolongada la ausencia, más larga la lista de reparaciones que hacer y de provisiones que comprar.

            Los reencuentros con su mujer tampoco eran fáciles. También con ella, cuanto más larga la ausencia y más vivo el deseo y mayor la necesidad de intimidad física, más difícil era restablecer la comunicación. Al cabo de los años, Andrés había descubierto que la mejor forma de efectuar la transición de una vida a la otra era llegar de mañana temprano, pasar todo el día en la casa y abrazar a su mujer toda la noche. No era infalible, pero era la mejor fórmula para sentirse completamente integrado a la mañana siguiente.

            Por si todo eso fuera poco, sospechaba que esta vez la transición iba a ser más difícil que nunca. Andrés se sentía cambiado. La terrible experiencia que acababa de vivir, la convicción de haber hecho algo malo en su vida, el sentimiento de que necesitaba cambiar y rehabilitarse le hacían ver el mundo con ojos distintos. “Ovejas más negras que tú se han salvado”, había dicho el Santo. Eso confirmaba que su vida no había sido pura pero no excluía la posibilidad de perdón. Por eso había hecho la promesa y por eso debía cumplirla. Se había marchado cazador y ahora volvía… no sabía qué.

            Parado junto al camino pensaba Andrés todo esto y dudaba. Al fin decidió regresar. Estaba demasiado cansado para tratar de entrar en la casa forzando una puerta o una ventana. Se fue directamente al cobertizo, se hizo una cama con la paja que quedaba, se metió en su saco y allí se echó a dormir. Así fue como la primera noche de su regreso, Andrés Guerra no durmió en su cama con su mujer sino en un lecho de paja, en compañía, otra vez, de una zorra muerta.

            *   *   *

            Salió al alba. Calculó que así llegaría a buena hora para desayunar con la familia, conocer al recién nacido, hacer la visita de cortesía necesaria y volver a casa con su familia aún con luz.

            Una de las cosas que más echaba de menos en su vida de monte era el desayuno. Ninguna hoguera podía reemplazar el calor del fogón; nada podía reemplazar el olor de pan fresco.

            Andrés recorrió el último tramo del camino pregustando el tazón de café y los bollos que iba a saborear muy pronto, por no mencionar los buñuelos con que siempre lo recibía Aurelia después de una ausencia prolongada.

            No alcanzó a batir las palmas para anunciar su llegada, cuando Montaraz ya había saltado el cerco para venir a recibirlo. Le plantó las dos manos en el pecho y lo lamía casi con desesperación, como si hubiera sentido que el amo no volvería nunca más. Meneaba la cola, daba ladridos agudos de alegría, se bajaba, daba vueltas como un trompo y volvía a saltar. Al fin se meó de pura felicidad.

            Andrés se arrodilló y le echó los brazos al cuello. Sujetándolo por el pelaje espeso de invierno que formaba un collar natural, le acercó la cara al hocico y le ofreció una mejilla para que se la lamiera a gusto. La alegría del amo era tan grande como la del perro.

            —¡Monti, Monti! —decía Andrés y Monti ahora se había echado al suelo, las cuatro patas al aire, para que el amo le rascara la panza a gusto.

            Andrés oyó más que vio acercarse gente al portón porque se había distraído jugando con el perro. Se incorporó y vio que los que se acercaban eran su concuñado, su mujer y sus hijos. Fue hacia ellos con los brazos abiertos para abrazarlos después de la larga ausencia, pero fue dar él su primer paso y detenerse los otros de inmediato, como si hubieran quedado petrificados.

            —¡Mauricio! ¡Aurelia! —gritó Andrés mientras avanzaba hacia el portón. Aurelia retrocedió un paso y los niños se pegaron a la madre, agarrados de su falda. Mauricio volvió a cerrar con estrépito el portón que acababa de abrir.

            —¿Mauricio? ¿María Aurelia? —repitió Andrés con menos convicción—. ¡Soy yo, Andrés! ¿Qué? ¿No me conocen por la barba? —dijo acariciándola con una mano—. No es para tanto; es de unas pocas semanas. Monti me conoció en seguida.

            Los otros le miraban la ropa, la escopeta, el machete. Al final Mauricio le dijo a Aurelia que volviera a la casa con los niños, que él se haría cargo del forastero.

            —¿Forastero? ¿Pero qué te pasa a ti? ¿Estás ciego? ¿De qué forastero estás hablando? Abre la puerta de una vez.

            Andrés se había acercado a la reja y había empezado a sacudir los barrotes. Los perros de la casa lo vieron como un ataque e inmediatamente se pusieron a gruñir y ladrar con furia. A Montaraz se le erizó todo el lomo y se abalanzó contra la reja en defensa del amo. Andrés lo sujetó del collar y le habló muy quedo:

            —Tranquilo, tranquilo. Aquí somos todos amigos; tranquilo… —repetía mientras le acariciaba la cabeza.

            Al fin se calmaron los perros y Mauricio dijo, todavía del otro lado del portón sin abrir:

            —Oiga, no sé quién es usted; aquí no lo conocemos. Ni sé cómo conoce nuestros nombres y el nombre del perro. Será un buen amigo de Andrés. Pero usted no es Andrés Guerra. Y no sé por qué insiste en esa falsedad. Con todo, en mi casa no se le niega acogida a ningún caminante. Si viene de lejos y necesita descanso y comida, con gusto se le darán. Pero antes quisiéramos saber cómo llegaron las armas de Andrés Guerra a su poder.

            “¡Es que yo soy Andrés Guerra, infeliz!”, estuvo a punto de gritarle y otra vez sintió el impulso de arremeter contra la reja y entrar por la fuerza si era menester. Pero se contuvo. La necesidad de calmar al perro un poco antes le había devuelto la calma.

            Trató de reflexionar. Por la fuerza no iba a conseguir nada. Si no le creían que fuese Andrés Guerra tendría que encontrar la forma de convencerlos de que sí lo era. ¿Pero cómo? ¿Y si no los convencía? ¿Iba a renunciar para siempre a su mujer y sus hijos? Tenía que pensarlo bien; no tenía idea de qué podía hacer ahora.

            —Andrés Guerra vive y volverá por su mujer y sus hijos —dijo al fin y se fue con el perro, repitiendo entre dientes—: ¡Yo soy Andrés Guerra! ¡Yo soy Andrés Guerra! ¡Yo soy Andrés Guerra!

            *   *   *

            ¿Por qué lo había conocido el perro y no su mujer? ¿En qué había cambiado? Sacó el machete, empañó la hoja cerca del puño con el aliento y la frotó con una manga. Trató de ver la imagen de su cara reflejada en la hoja; era muy angosta y solo conseguía ver partes pequeñas, una por vez, y no conseguía formarse una idea del todo. Frustrado, cortó varias ramas con golpes certeros del machete antes de envainarlo.

            Se acordó de que detrás de la casa había un pinar y de que más allá del pinar había una laguna. Quizá ahí pudiera verse la cara.

            La laguna del pinar estaba helada. Rompió con el hacha la capa de hielo, que no era muy gruesa todavía, hasta dejar un espacio lo bastante grande para verse la cara entera. Se puso de frente al sol para que la cara le quedase bien iluminada, se agachó y se miró en las aguas tranquilas.

            No se reconoció y trató de lavarse con agua el tizne del rostro y acomodarse los cabellos desgreñados. Volvió a mirarse.

            ¡No soy yo! ¡Ese no soy yo! Me han dado la cara de otro.

            Era una cara de rasgos agradables, algo más joven que la suya; la barba no era tan oscura; las cejas más espesas, pero sin el ceño fruncido; los labios más llenos, la nariz más pequeña y no tenía la cicatriz que lo había marcado durante tantos años de su vida.

            Ese es otro. No soy yo. No soy yo.

            De pronto recordó palabras que creyó pronunciadas en otra vida.

            “Yo no sé qué mal he hecho. Solo sé que si me salvas, si me das otra cara, yo te prometo…” Si me das otra cara. Otra, otra, otra.

            Andrés miraba la imagen de su nueva cara en el agua, se la tocaba con los dedos; se pasaba el dorso de la mano por la frente, por las mejillas. ¿Cómo podía ser tan distinto? ¿Cómo podía estar tan cambiado? De su antigua cara no quedaba nada, solo las cenizas que había dispersado al viento. ¿Qué se había hecho de Andrés Guerra? ¿Lo creerían muerto? ¿Y si tuvieran razón? Empezó a sospechar que, contrariamente a lo que acababa de decir un rato antes con tanto orgullo, Andrés Guerra quizá ya no viviese. Quizá el que vivía ahora fuese otro; él mismo empezaba a sentirse distinto.

            ¡Pensar que me creí curado!

            ¡Qué equivocado estaba! Había pensado que el desprendimiento de la cara y luego la herida de la mano habían sido anuncios, advertencias, y que le habían dado una oportunidad más. No le habían dado nada. No estaba curado. Seguía castigado y el castigo, el verdadero castigo empezaba ahora. Porque ¿de qué le valía vivir si todo lo que había sido y tenido se había acabado? Andrés Guerra era cazador; tenía mujer e     hijos; tenía casa; tenía fama y buen nombre. Él ya no era cazador y no tenía ni mujer ni hijos ni casa ni nombre. Era como si acabara de llegar al mundo hombre hecho y derecho, pero sin nombre ni historia. Lleno de recuerdos, sí, pero recuerdos ajenos, sin nadie con quien compartirlos. De Andrés Guerra no quedaba más que la memoria que de él guardaran su mujer, sus hijos, sus amigos y todos los que lo hubieran conocido alguna vez, memoria también ajena, porque nunca la relacionarían con él, la persona que era ahora. Andrés Guerra había desaparecido de la faz de la tierra. Había muerto y había sido testigo, al mismo tiempo, de su propia muerte.

            Se incorporó para marcharse pero, sin poder resistirse, volvió a mirarse en el agua. No terminaba de convencerse de que el extraño que le devolvía la mirada fuera él, ahora. Puso un dedo en el agua y la imagen desapareció. ¡Si fuera así de fácil cambiar la realidad! Por fin, para no tener la tentación de volver a mirarse, cubrió el agujero con los pedazos de hielo que había roto con el hacha.

            El perro, pensando que el amo había inventado un juego nuevo, se puso a ladrar y a lamerlo entusiasmado. Era el día más feliz de su vida.

            *   *   *

            Acababa de regresar al camino, después de dar un largo rodeo para no ser visto desde la casa, en caso de que alguien estuviera espiándolo, cuando Andrés vio que el perro paraba las orejas y husmeaba el aire. Se detuvo y a poco él también oyó voces y ruido de cascos sobre la nieve endurecida; eran varios jinetes que venían del pueblo.

            Con su mentalidad de monte, Andrés se hizo a un costado, se escondió entre las malezas y le dio orden al perro de que se estuviera quieto y callado. El monte le había enseñado que siempre es mejor ver que ser visto.

            Eran seis de a caballo; cuatro miembros de la policía montada, un paisano, que le resultó conocido pero no consiguió identificar hasta que reconoció el caballo que montaba. Era un palafrén de los establos del Sabio del Pueblo y lo montaba Fernando, el criado que le había abierto las puertas aquella noche en que Andrés andaba sin cara por el mundo. El sexto era Mauricio, que, evidentemente, había ido en busca de la policía para que capturase al desconocido que llevaba las armas de Andrés Guerra.

            El grupo armado se detuvo frente a la casa de Mauricio. Salió Aurelia y tras una conversación animada, Mauricio señaló hacia el pinar y para allá se fueron los policías. Fernando, que había desmontado apenas llegado, ahora besaba la mano de Aurelia mientras Mauricio se ocupaba de su caballo.

            Montaraz, que debía de haber intuido la tormenta que se desataba en el pecho del amo, empezó a gruñir y encresparse. El amo le recordó la orden y el animal se aplastó sumiso contra la nieve.

            No había minuto que perder. Era evidente que lo buscaban. Si no volvía a nevar pronto, el rastro quedaría a la vista durante días. No le quedaba otro remedio que internarse en lo más espeso y cerrado del monte, donde no pudieran seguirlo de a caballo. Andrés estaba seguro de que nadie se aventuraría en el monte a pie en lo más crudo del invierno. Se felicitó de llevar todavía consigo todo su equipo de campaña, especialmente las raquetas para la nieve. Cuando llegó por fin a las entrañas del monte, donde sabía que nadie podía seguirlo, Andrés decidió acampar. Encendió fuego, calentó agua y se repartió con el perro las últimas porciones de jabalí.

            Metido en su saco, con Monti echado a su lado bajo la manta, Andrés se quedó mirando el cielo.

            La luna estaba alta otra vez, luna de invierno. En la distancia aulló un lobo; contestó otro más cerca. Montaraz se incorporó de un brinco. Dilató las narices, paró las orejas.

            Si huele hembra en celo, pensó Andrés, no va a haber fuerza que lo sujete.

            No siempre había lobos en invierno; dependía del venado. Dos veces se había ido Montaraz con los lobos y las dos veces había vuelto, semanas después, flaco y maltrecho. Ahora, con cuatro años cumplidos, en su plenitud física, quizá sintiese que había llegado el momento de ir y reclamar lo suyo. Y si se marchaba, esta vez iba a formar pareja y no iba a volver nunca más.

            Husmeó el aire de nuevo. Le temblaban los ijares de puro tenso. Aulló un par de veces y se quedó rígido, como esperando una respuesta. Distintas voces contestaron a lo lejos. El intercambio se repitió a intervalos. Al fin, Monti se sentó en sus cuartos traseros, alzó el hocico al cielo y emitió un aullido largo y vibrante como Andrés no le había oído nunca.

            Era el anuncio de su regreso y no hacía falta ser lobo para entenderlo.

            *   *   *

            Sus caminos se habían cruzado una tarde de otoño, casi cuatro años antes.

            Lo había encontrado junto a su madre muerta, tratando de defender el cadáver de milanos y cuervos.

            Andrés, convencido de que, separado de su manada, aquel valiente cachorro no sobreviviría mucho tiempo, le dio de comer y beber, se ganó su confianza y se lo llevó consigo.

            Desde entonces habían sido compañeros de montería inseparables. Juntos iban a armar las trampas, y juntos volvían para la captura. Cuando salían de batida, si uno perdía el rastro, lo encontraba el otro. Cuando uno necesitaba que le acercaran la presa, iba el otro y le hacía el “gancho”. Por fin, la experiencia de uno y el instinto del otro se habían complementado a la perfección.

            Su relación había sido una relación de iguales, en la que cada uno había dado lo que podía sin pedir ni esperar nada a cambio. Una relación de lealtad incondicional y respeto mutuo. El monte los había hermanado y solo el monte podía separarlos.

            ¡Cuatro años!

            A unos pocos pasos, Monti volvió a aullar, esta vez de manera más apremiante. De nuevo le contestaron las voces lejanas.

            El bosque llamaba. El día de la separación había llegado. Convencido de que era inútil postergar lo inevitable, Andrés le hizo seña de que se acercara, le quitó el collar y lo abrazó como a un hijo. Le puso la cara junto al hocico y Monti se la lamió como si hubiera sentido que era la última vez. Andrés se separó y, mirando fijamente aquellos ojos rasgados y amarillos, le dijo:

            —Vete. Vete con tus hermanos.

            Montaraz se alejó unos pasos, dudó un momento, se detuvo, volvió la cabeza y miró al amo, quizá en espera de otra seña o de una voz, como para asegurarse de que realmente quería que se fuese. Cuando no hubo ni seña ni voz y estuvo seguro, husmeó otra vez el aire, movió las orejas tiesas en distintas direcciones y, con paso ligero de lobo, la cola baja, desapareció como una sombra en la blanca soledad del monte.

            Así es mejor para los dos, pensó Andrés, pero se le encogió el corazón. Acababan de reencontrarse y ya se separaban, quizá para siempre. Y con la partida de Monti desaparecía el último vínculo que lo unía a su vida anterior.

            *   *   *

            A Andrés no le costó imaginarse lo que había sucedido en su ausencia. Después de su visita al Sabio del Pueblo, el criado debía de haber comentado con todo el que quisiera oírlo que esa noche había estado ahí un encapuchado que se hacía pasar por Andrés Guerra pero que era más probablemente un asesino y ladrón, que había matado al verdadero Andrés Guerra y se había apoderado de sus cosas. Iba con la cara embozada, ocultando seguramente la cara tajeada en una pelea a cuchillo con su víctima. Después Fernando debía de haber ido a la casa de Andrés Guerra para salir de dudas. Ahí se había encontrado la casa sola y los animales sueltos, confirmación de que nada bueno podía haberle acontecido al dueño de casa. Y el paso siguiente, también fácil de imaginar, había sido averiguar el paradero de María Aurelia e ir a preguntarle qué sabía del marido y contarle sus sospechas. De paso ganaba terreno con una de las mujeres más bellas y codiciadas de la comarca.

            La que habían conocido como “la niña de las flores” iban a conocer ahora como la viuda de Guerra. Al rastrero Fernando seguirían otros cortejantes. ¿Cómo haría él, fugitivo de la justicia, para competir con todos ellos y ganarse de nuevo el corazón de ella? ¿Cómo iba a conseguir que lo escuchase o lo mirara siquiera mientras creyese que era el asesino de su marido? ¿Cómo podía demostrar su inocencia?

            ¡La viuda de Guerra! Si él no conseguía convencerla o si no conseguía convencer a la justicia ¿se casaría ella de nuevo? ¿Cómo haría entonces para recuperar a sus hijos? ¿Cómo podía evitar que se criasen con un padrastro?

            Tenía que conservar la calma; no podía dejarse vencer por la desesperación. Necesitaba pensar con claridad. Si nunca la iba a convencer por las buenas, si nunca iba a poder demostrar ante la justicia que él era su legítimo esposo, solo le quedaba un recurso: raptarla, llevársela consigo al monte y ahí convencerla de que todavía era suya, fuera él o no el mismo Andrés de siempre. Nunca se resignaría a perderla y saberla en brazos de otro.

            No tenía idea exacta de cómo lo haría pero sí sabía lo que necesitaba para ejecutar el plan. El primer paso era volver a su casa —la que había sido su casa— para equiparse. Ante todo necesitaría ropa de monte para su mujer. Ella rara vez había dormido a cielo abierto y menos en invierno. Andrés no tenía idea de cuánto tiempo necesitaría para convencerla, pero aun cuando tuvieran que dormir a la intemperie solo dos o tres noches, necesitaría llevarle las pieles y mantas más abrigadas que encontrase; en algún momento tendría que hacerle incluso un saco de dormir.

            También necesitaría cambiar su escopeta y municiones por arco y flechas. Así como antes había estado seguro de que nadie lo seguiría a pie, si raptaba a Aurelia no dudaba que, tarde o temprano, se organizaría una partida de rescate. En tal caso, lo último que quería era denunciar su posición con los estampidos de sus disparos. Además del silencio, el arco tenía otra ventaja: fuera de que podía usar la misma flecha más de una vez, si se le acababan las flechas, si se le quebraba el arco, si se le rompía la cuerda, él mismo podía hacerse otras flechas o un nuevo arco o una nueva cuerda. El bosque ofrecía todo lo necesario: madera de tejo para el arco, cornejo y durillo para las flechas, tendones de animales grandes para la cuerda. Con una buena provisión de puntas de flecha, estaba seguro de que podría vivir en el monte años enteros sin ser descubierto. También le convendría llevarse guantes y calcetines, así como algunas prendas de algodón y lana, que él no podría reemplazar. Por fin, necesitaba una buena provisión de hilo, cordel y agujas, para poder hacerse sus propias prendas de cuero, llegado el caso.

            Andrés se encaminó de nuevo hacia la que había sido su casa pero se detuvo en el lindero del bosque. Había decidido esperar allí hasta la primera nevada para que la nieve borrara su rastro y no quedaran huellas de su paso por la finca.

            Nevó al fin y Andrés se acercó a la casa. Una ojeada le bastó para saber que allí no había estado nadie. Desmontó las tablas que cerraban la puerta de atrás con mucho cuidado porque pensaba dejarlas como las había encontrado, abrió la puerta y entró en la casa de la viuda de Guerra.

            En pocas horas juntó todo lo necesario, cuidando de volver a dejar en su lugar lo que no pensaba llevarse consigo.

            Por último, fue al establo a buscar a la zorra. No se había olvidado de ella ni de su promesa. Originalmente había pensado usar el propio esqueleto del animal para embalsamarlo, pero ahora no tenía tiempo para eso. En su momento haría un modelo del cuerpo con escayola. Le sacó el cerebro del cráneo y después la desolló como hubiera hecho con una piel cualquiera. Desechó sesos y vísceras y volvió a la casa con la piel. La raspó con especial cuidado, la trató con distintos taninos y la puso a secar. Eso bastaría para que se conservara indefinidamente. Algún día esperaba poder volver y terminar la tarea. Andrés quería que aquella magnífica zorra, con su expresión desafiante y su mano trunca, fuera testimonio del altísimo precio que exige a veces la libertad y de cómo para algunos aun ese precio no es demasiado alto.

            Cuando terminó con la piel, dejó todo como lo había encontrado y se volvió al bosque. Iba cargado y avanzaba despacio, pero nevaba todavía y nadie se enteraría de su paso por esa casa que había dejado de ser suya.

            No solo cargaba la ropa que había recogido para Aurelia, sino que, además del arco y el carcaj, llevaba todavía la escopeta y las cananas. Ya las había colgado en la pared decidido a dejarlas pero, a último momento, sin saber muy bien por qué, volvió a descolgarlas. ¿Para qué quería la escopeta si no pensaba cazar con ella? ¿Para defenderse? ¿De quién? No sabía la respuesta y prefirió no seguir buscando.

            En todo caso, necesitaba un lugar seguro donde dejar las municiones y todo lo que no fuera a utilizar inmediatamente. Se dirigió, pues, a la guarida donde había pasado con Juan Ignacio las cuatro semanas de su convalecencia. No llevaba más que unas pocas horas andando cuando empezó a levantarse viento y a nevar más copiosamente. Muy pronto le fue imposible avanzar un paso más. Lastimaba el viento en la cara, que lo obligaba a cerrar los ojos; cuando conseguía abrirlos, solo veía delante una pura turbulencia blanca.

            Manteniéndose de espaldas al viento para poder ver lo que hacía, buscó unos arbustos apropiados contra los cuales poner una de sus mantas de manera que el viento acumulara nieve contra ella y formara un cortavientos. Después se hizo un ovillo en el hueco del otro lado del refugio improvisado, se arropó con todas las pieles que traía y se quedó esperando.

            A las tormentas fuertes solía seguir un frío intenso, de modo que era esencial no quedarse dormido porque podía no volver a despertarse. Su intención era pasar ahí lo peor de la ventisca y seguir camino apenas amainase el viento.

            Poco a poco había ido madurando su plan. Antes que nada, iría a la caverna que había ocupado con Juan Ignacio durante su convalecencia. Era posible que los lobos o algún otro animal la hubieran ocupado, pero lo más probable era que, aun si pasaban por ahí, el olor reciente de hombre y leña quemada los ahuyentara. Ahí dejaría el grueso de sus provisiones y la escopeta con las cananas.

            Antes de salir mataría una cabra; a Aurelia le gustaba su carne. Separaría suficientes raciones para el viaje y enterraría el resto para no tener que salir a cazar a la vuelta y dejar sola a su prisionera. Llevaría consigo ropa interior de piel de reno, que le había dado en trueque el mismo cazador que le había enseñado a usar las raquetas de nieve, y ropa exterior de piel de lobo, además de su saco de dormir y de dos mantas, gorros y guantes de oso pardo.

            A un costado del camino, en un lugar de matas bien espesas, a unas dos o tres leguas de la casa de Mauricio, dejaría todo el equipo, salvo cuerda, pañuelos y un cuchillo pequeño.

            Se acercaría a la casa de Mauricio por la parte de atrás, al caer la tarde, cuando lo más probable fuera que no hubiese hombres en la casa. Soltaría a la Negra y después alborotaría a los perros para que alguien saliera de la casa a ver qué pasaba. Con un poco de suerte ese alguien iba a ser Aurelia. Descubriría entonces que la yegua se había soltado y saldría a buscarla. Entre tanto él habría llevado a la yegua a un lugar donde pudiera esperar agazapado mientras los relinchos actuaran a modo de reclamo.

            Cuando estuviera entretenida con la yegua, la sorprendería por detrás, la derribaría sobre la nieve y después la maniataría, la amordazaría y la echaría atravesada sobre el lomo de la yegua, que él montaría en pelo. Luego saldrían al camino y por ahí harían, lo más rápido que les permitiera la nieve, las dos o tres leguas hasta el escondite con víveres, pieles y armas. Ahí mandaría a la yegua de vuelta y ellos dos seguirían a pie, por el terreno más escabroso que encontrase, de regreso a la guarida. Como se trataba de un camino bastante transitado y en el pueblo no había ningún rastreador digno del nombre, Andrés pensó que nadie descubriría las huellas de ida y vuelta de la yegua entre todas las demás y que a nadie se le ocurriría buscar el rastro de los dos en el bosque a tres leguas de la casa. Con este ardid pensaba ganar unos cuantos días y si durante ese tiempo nevaba, habría ganado semanas enteras y hasta meses.

            Ese era el plan. Desde luego había un sinnúmero de cosas que podían salir mal. Aurelia podía no estar en la casa, aunque eso podría deducirlo según que la yegua estuviera o no en el establo. Podía salir un hombre y no Aurelia, ante lo cual no sabía cómo reaccionaría. Prefería no pensarlo, porque por ella se sentía dispuesto a todo. Alguno de la casa podía oír el forcejeo, verlos salir al camino y seguirlos a caballo, pero era muy improbable. Más probable era que se cruzasen con alguien por el camino; eso sería sumamente peligroso. Tendría que estar muy alerta y a la primera señal de jinetes o carros, internarse en el bosque y, en el peor de los casos, dejar a la yegua y seguir hasta el escondite a pie. Pero era esencial llegar a las pieles cuanto antes o Aurelia se le moriría de frío. Por fin, por pura mala suerte, alguien podía verlos entrar en el bosque, a último momento. Y, por supuesto, no podría contar en absoluto con la cooperación de la cautiva. Lo más probable era que se le resistiese con uñas y dientes y se viera forzado a atarla de pies y manos y llevarla a rastras todo el camino hasta la guarida, como un felino con su presa.

            Todo esto pensaba o quizá soñaba el que fue Andrés Guerra porque a pesar de su lucha por no dormirse profundamente, no pudo evitar caer en una duermevela poblada de sobresaltos y angustias.

            ¿Cómo podía imaginar la posibilidad de derribar a tierra a Aurelia, su Aurelia, maniatarla, amordazarla, llevársela al bosque por la fuerza y separarla violentamente de sus hijos? ¿Quién en su sano juicio podía pensar en aterrorizar a su ser más querido? ¿Se estaba volviendo loco? ¿O era que quizá el nuevo Andrés, el de la otra cara, pensaba y sentía diferente?

            ¿O estaré soñando y todo esto no es más que una pesadilla?

            No me puedo dormir, no me puedo dormir, se repite al tiempo que se incorpora. Le ha parecido oír crujir la nieve o ramas u hojas secas a pocos pasos. Alguien se acerca.

            ¿Cómo es que Monti no ladra?

            Mira en torno y todo está tranquilo: ha cesado el viento y ya no hace frío. Por el camino se acerca un viejo de larguísima barba blanca. Lo acompaña un perro con solo tres patas, un perro que más bien parece zorro, zorro rojo.

            ¡Mi zorra!

            —Buenos días, hijo mío —dice el Santo de la Montaña—. Ven conmigo; quiero mostrarte algo.

            Andrés lo obedece sin titubear. Solo piensa que no recuerda haber visto nunca esa senda del bosque por donde ahora va con el Santo de la Montaña.

            —No te extrañe —dice el Santo como si le hubiera leído el pensamiento—. Es un atajo que solo Dios y yo conocemos.

            ¿Pero por qué no está cubierto de nieve como el resto del bosque?, piensa Andrés.

            —Aquí nunca nieva; aquí no hay invierno —dice otra vez el Santo, que le lee la frente como quien lee un libro.

            —Y no tengas miedo. Vamos a un lugar que muy pronto vas a reconocer. Es un lugar donde va a suceder algo que necesitas ver con tus propios ojos, que necesitas saber para poder salir adelante.

            Así siguen un rato, Andrés pensando —contra su voluntad, porque preferiría que se le vaciara la cabeza— y el Santo contestando a cada pensamiento.

            —No, la zorra no ha venido a buscarme. Estamos juntos porque yo la he buscado a ella. Sabía lo mucho que te importaba a ti y quise conocerla. No, no te guarda rencor. Sabe que has cambiado.

            Llegan al fin a un paraje familiar. Andrés reconoce los altos cipreses que rodean el cementerio del pueblo. Están por enterrar a alguien.

            —¿Quién es el muerto? —pregunta al Santo.

            —¿No lo adivinas? Mira entre los deudos. ¿No ves a ningún conocido?

            Andrés mira con aprensión y no tarda en ver a María Aurelia, vestida de luto, con la pañoleta de satén negro en la cabeza. Le da un vuelco el corazón hasta que ve a sus tres hijos, también de luto. Sigue mirando y ahora ve a Mauricio con su cuñada y sus sobrinos, todos vestidos de negro. Su cuñada lleva en brazos un recién nacido.

            —Tu cuñada no. La cuñada del muerto —le corrige al oído el Santo con dulzura—. Hoy entierran a Andrés Guerra.

            ¡Andrés Guerra!

            Andrés mira sin comprender. Se ha juntado mucha gente: el Sabio, el juez, Juan Ignacio, un amigo de la niñez, Jorge Aguerre, que Andrés no ha vuelto a ver en años y años, y hasta un rival a quien una vez estuvo a punto de dar muerte en una pendencia juvenil.

            Bajan el ataúd a la fosa y cada uno le echa por turno un puñado de tierra encima. María Aurelia echa el último, que cae con estruendo ensordecedor. El eco contesta del otro lado del bosque.

            ¡Andrés Guerra!

            Se despertó angustiado. El viento seguía azotando al bosque con toda su furia y muy cerca acababa de derribar una enorme encina centenaria partida por el rayo.

            ¿Por qué había vuelto el Santo en sueños? ¿Era verdad lo que le había hecho ver? Andrés Guerra, muerto y enterrado.

            ¿Quién soy yo ahora, entonces?

            A la angustia de la pesadilla siguió la alarma de haberse dormido a pesar de su determinación de luchar contra el sueño. Y a ello, la pregunta inevitable:

            Pero si de verdad ya no soy Andrés y soy otro ¿para qué quiero vivir?

            *   *   *

        Pasó al cabo la tormenta y se dispuso a reanudar la marcha, solo que ahora no sabía adónde iba ni para qué. Lo único que sabía era que el frío le llegaba a los huesos. La tormenta había durado toda la noche y el saco de dormir y la manta con que se había tapado la cabeza habían amanecido cubiertas de escarcha y rígidas por el hielo. Tenía los miembros entumecidos; helados los pies y las manos. Necesitaba un lugar seco y caliente; necesitaba un lugar donde guarecerse y hacer fuego.

            Miró en torno. Se maravilló de que hubiera llegado hasta allí con tantos arreos como traía. Si quería encontrar abrigo con las pocas fuerzas que le quedaban tendría que deshacerse de todo lo superfluo. Pensó con tristeza que ya no tenía sentido cargar con las mantas y ropa que con tanta ilusión había traído para la mujer que hasta hacía poco todavía consideraba suya. Guantes, mitones, calcetines, botas, gorro, pieles y hasta sándalo e incienso y unos pétalos marchitos, pero todavía fragantes, que había encontrado en el cajón donde ella guardaba su ropa interior.

            En su sueño enterraban a Andrés Guerra; ahora él iba a enterrar lo poco que le quedaba de ella, de la que fue su mujer y ya nunca volvería a serlo.

            Miró la escopeta. Por ella había estado dispuesto a matar; ahora lo veía bien claro. Por ella… ¿Qué es lo que no hubiera hecho por ella, por su niña de las flores?

            Eso era antes. Ahora es ahora.

            Con la manta que lo había resguardado del viento envolvió la escopeta, las municiones y la ropa de ella, y enterró todo en la nieve, bajo un arbusto. Y por costumbre inveterada, borró el rastro. ¿Qué importaba que alguien descubriese el escondite antes o después? No importaba, porque ahí él no pensaba volver, solo que prefirió no dejar huellas.

            Después recogió sus cosas y emprendió la marcha. Aún no sabía adónde iba ni para qué, ni sabía por qué no se dejaba morir de frío en la nieve. Pero pensó que si Andrés Guerra estaba muerto de verdad, a él, fuera quien fuese, quizá le tocara vivir.

            *   *   *

            Anduvo el resto de ese día, toda la noche y todo el día siguiente. Llegó a la guarida de los osos con las primeras luces del tercer día. La encontró tal como la había dejado.

            Juntó leña, encendió el fuego, puso a secar la ropa escarchada y se quedó dormido.

            Cuando despertó, pensó que debía de haber dormido dos o tres días enteros. Recordaba haberse levantado varias veces para orinar, reavivar el fuego y ponerse un puñado de nieve en la boca para aplacar la sed. Y recordaba que unas veces había sido de día y otras de noche. Además, el hambre que sentía era el hambre de quien lleva días sin comer.

            Salió a buscar más leña y nieve; de vuelta, atizó el fuego y puso a calentar dos jarros llenos de nieve para prepararse un té de jengibre. Mientras se calentaba el agua comió unas bellotas amargas y algarrobas, que, aparte de unas nueces y pasas, era lo único que le quedaba en el morral. Pronto tendría que salir a cazar y aprovisionarse.

            El calor del fuego y del té lo hizo sentirse mejor. Al abrigo de los elementos, con leña y caza abundante, podía pasar ahí el resto del invierno. En realidad, con una o dos visitas al año al salegar más cercano, podía pasar ahí el resto de su vida, como una especie de Robinsón del bosque.

            ¿Era eso lo que quería?

            Pasó lo que quedaba del día juntando leña y derritiendo nieve y, en general, haciendo los preparativos necesarios para una posible estadía prolongada. Había escampado y hacía mucho menos frío, al punto de que esa noche no necesitaría levantarse cada tanto a avivar el fuego.

            Cuando se acostó, afuera aullaban los lobos.

            ¿Estaría su Monti entre ellos? ¿Habría conseguido pareja? ¿Volverían a encontrarse algún día?

            En el camino hacia la cueva había visto rastros de lobo y rastros de ciervo: hembras maduras y cervatillos de siete, ocho meses. La fuerte nevada los había obligado a alimentarse de la corteza de los árboles y eran muy pocos los troncos que no presentaban huellas de su voracidad. Sin duda estaban pasando hambre. Eso era bueno. Para lobos y para cazadores. La presa hambrienta se descuida y es más fácil de atrapar.

            Se quedó pensando cuántas cosas podría hacer con un animal grande. Antes de salir de caza, con todo, esperaría unos días a que la nieve se afirmase en el suelo. A él le resultaría más fácil moverse y a ellos les costaría más encontrar alimento. Entre tanto, podía arreglarse con la fruta seca que le quedaba.

            Durmió tranquilo, sin interrupciones ni sobresaltos, pero tuvo un sueño extraño. Soñó con una mano, que en realidad no era mano, que en realidad era… Bueno, sí, era una mano, pero no de hombre; era una mano de pelaje negro; era la mano que había quedado atrapada en el cepo y que la zorra había cortado a mordiscos para liberarse. En el sueño la mano cobraba vida y le hablaba. Le decía algo importante que él no entendía. ¿Qué podía decirle una mano de zorra? Le pareció todo incomprensible y muy raro.

            El sueño, con variantes, se repitió todas las noches que estuvo en la cueva. Cada vez se despertaba con la desazón de no haber entendido lo que trataba de decirle la mano trunca. ¿Y por qué era la mano y no la zorra la que le hablaba? ¿Por qué no soñaba ya con la zorra? ¿Por qué solo con la mano?

            Llevaba unas dos semanas en la cueva cuando una mañana, durante un alto en la caza, se acordó de algo que había oído decir una vez: si a una salamandra le cortan una pata, el animal es capaz de regenerar la pata entera. Lo que nunca había oído decir, porque a todas luces eso tenía que ser imposible, era que una pata pudiera regenerar al animal entero.

            Entonces comprendió. Él, lo que quedaba del que había sido Andrés Guerra, era como la mano de la zorra. Se sentía cortado y separado del mundo, en un cepo gigante. Había sido y ya no era. Había tenido padres, había tenido mujer e hijos, había tenido un nombre que le habían dado en la pila bautismal. Este, el de ahora, no tenía nada. No había sido, no era y, si se quedaba allí, nunca sería nadie. Una empuñadura sin cuchilla. Una cuerda sin arco. Una mano en el cepo.

            *   *   *

            Ahora lo veía todo muy claro: tenía que asumir esa nueva existencia que le ofrecían. Creía en Dios y estaba convencido de que nada pasa porque sí. Todavía tenía fe. Si Andrés estaba muerto y a él le tocaba vivir tenía que ser por alguna razón. No podía quedarse allí cobardemente y no tratar de descubrirla. Hasta Montaraz, después de ser rechazado dos veces, había tenido el valor de abandonar la protección y la seguridad que le ofrecía el amo y salir a buscar su lugar entre los lobos. ¿Se iba a quedar él atrapado en el cepo sin atreverse a encontrar su lugar entre los hombres?

            Quizá su encuentro con Juan Ignacio no hubiera sido enteramente fortuito. Quizá tuviera que volver a la montaña y buscarlo; tratar de aprender más sobre el movimiento, su organización, sus fines. Juan Ignacio había dicho que necesitaban hombres como él.

            No sería fácil; ¿por dónde empezar? No sabía nada de Juan Ignacio y sus partidarios; tendría que encontrar a alguien que le sirviera de enlace. Eso podía llevar mucho tiempo. Entre tanto tendría que conseguir trabajo. Salvo lo que llevaba encima no poseía más nada en el mundo. Y durante todo ese tiempo no sabría nada de su mujer y sus hijos. Ya llevaba más de dos meses sin verlos; ¿estaba dispuesto a perder todo contacto con ellos? ¿No saber quién cortejaba a Aurelia? ¿Quién empezaba a ocupar el lugar de Andrés Guerra?

            No; era muy pronto para eso. Además, él no era revolucionario. Nunca le había interesado la política. Tenía que volver al pueblo y empezar de cero. Si lo buscaba la justicia, si lo acusaban de la desaparición de Andrés Guerra, tanto peor. Ya vería él cómo se defendía. Y si terminaba en la horca, pues daba igual. Salvo la fe, ya había perdido todo lo que podía perder.

            Partió esa misma mañana, con un mínimo de provisiones. Pensaba ir directamente al juez y contarle lo que había visto en el bosque, o por lo menos la primera parte. No creía que eso perjudicase al caudillo; al contrario. Si lo creían muerto, dejarían de buscarlo. En cuanto a los otros tres, el traidor ya habría recibido su merecido y los dos leales habrían vuelto a su base. Y si con su historia conseguía congraciarse con el juez, tanto mejor. Quizá eso le abriera las puertas para ofrecerle sus servicios como palafrenero. Era arriesgado pero no veía otra posibilidad.

            Antes de emprender la marcha, le quedaba algo por hacer; tenía que pasar por la casa de Aurelia y devolver el machete, que ya no le pertenecía y que siempre había estado destinado a Felipe, el hijo mayor.

            La casa continuaba vacía. Prefirió no entrar y dejó el machete en el cobertizo. Antes de seguir viaje se detuvo un momento en el patio.

            No quería pensar pero no pudo dejar de acordarse de todos los momentos felices que le evocaba ese patio. Allí era donde todos los domingos, si hacía buen tiempo, enganchaba la yegua al “cabriolé” para salir con la familia. Iban al pueblo o a visitar a los primos o a ver gente amiga. Era una gran fiesta para todos: los niños reían y cantaban, como borrachos de alegría; el perro alborotaba y Aurelia lucía radiante sus mejores prendas. ¡Qué gusto tan grande ver a la familia reunida, disfrutar así todos juntos!

            Ya no habría más fiestas ni paseos en familia para él; no volvería a enganchar la Negra al carro; nunca le enseñaría a Felipe a manejar el machete.

            Lo que fue, fue. Ahora es ahora.

            *   *   *

            Se encaminó hacia el pueblo, esta vez por el camino de herradura, donde no se le hundirían las botas en la nieve, apisonada por las caballerías. Se acordó de aquella noche terrible —ya hacía toda una vida— en que había cortado camino a través del bosque, desesperado por encontrar una cura a su mal. Esta vez no había cura. Ni siquiera era Andrés el que volvía. Era un forastero que llegaba por primera vez. Él conocía hasta el último ladrillo del pueblo pero el pueblo no lo conocía a él. En el pueblo en que se había casado, en el pueblo donde había ido a la escuela, en el pueblo donde había nacido, era ahora un extraño.

            ¿Qué diría cuando le preguntasen de dónde venía? ¿Quién era? ¿Qué hacía? ¿Cómo se llamaba? Si decía la verdad, nadie le iba a creer. Y si mentía, tampoco le creerían. Ni siquiera podía afirmar ya, sin sentir que mentía, que él era Andrés Guerra.

            *   *   *

            La llegada al pueblo no fue como se la había imaginado. A la entrada jugaban unos chiquillos con unos trineos; aun antes de verlos había oído sus gritos y risas. Al dar vuelta al último recodo, se encontró con ellos de manos a boca.

            Hizo ademán de saludar pero no alcanzó a articular el saludo. Los niños habían enmudecido. Miraban asustados a aquel extraño que más que ser humano parecía un monstruo escapado de una pesadilla: barba hirsuta, cabello greñudo, piel tiznada de negro por el hollín del fuego casi permanente de la cueva, vestido de pieles y con raquetas de nieve, hacha, cantimplora y jarros de latón sujetos al cinto y los demás arreos y avíos de monte a cuestas.

            Sin decir palabra, dieron media vuelta y desaparecieron a la carrera, cada uno por su lado.

            Por primera vez cayó en la cuenta de la impresión que debía causar en los demás. Llevaba dos meses sin lavarse ni afeitarse ni peinarse. Hubiera debido lavarse y asearse un poco al menos; desenredarse un poco las greñas. Ni se le había ocurrido.

             Mientras pensaba cómo y dónde lavarse, le salieron al paso dos policías, sin duda alertados por los padres de los muchachos. Los conocía perfectamente: Ramón Gutiérrez y Joaquín Tejera, pero se guardó muy bien de decirlo porque ellos no dieron ninguna señal de conocerlo.

            —¡Buenas, amigo! —dijo uno de ellos.

            —¡Buenas y santas! —contestó.

            —¿Viene de lejos?

            —Del Pedregoso.

            —¿Del Pedregoso? ¿Del otro lado del bosque?

            Los policías se miraron; solo sabían de un hombre capaz de cruzar el bosque solo, a pie y en pleno invierno: Andrés Guerra.

            —¿Y qué lo trae por aquí, tan lejos y con este tiempo?

            —Vuelvo de ver al Santo de la Montaña; él me mandó para acá.

            —¿Y lleva mucho andando?

            —Unos dos meses.

            Los agentes volvieron a mirarse. Esa era más o menos la fecha del asalto en casa del juez y de la desaparición de Andrés Guerra.

            —¿Y a quién busca aquí? Quizá podamos ayudarle.

            —Al señor juez.

            —¿Al juez? ¿A don Villarreal?

            —El mismo.

            —¿Y para allí va ahora?

            —Y sí.

            —Oiga, perdone usted —dijo Joaquín—, pero no pensará presentársele así… quiero decir, sin descansar, sin refrescarse un poco antes… ¿o no puede esperar hasta mañana?

            —Sí, claro; no es nada urgente —contestó un poco corrido porque hasta el encuentro con los chicos no había pensado para nada en la necesidad de ponerse presentable—. Solo quería preguntarle si necesitaba a alguien para sus caballerizas. Es que ando buscando trabajo. Pero sí, es cierto. —Y añadió riendo—: ¡Lo que necesito ahora urgentemente es un lugar para lavarme y mudarme de ropa!

            —No se preocupe usted por ello —siguió Joaquín—. Tenemos todo lo que necesita. ¡Hasta cama tenemos! —Hizo una pausa, se sonrió y preguntó después—: ¿Cuánto hace que no duerme en una cama?

            —No sé; como dos meses.

            —¿Y que no come en mesa con mantel?

            —Y… lo mismo.

            —Pues esta noche tendrá usted baño con agua caliente, mesa servida y buen vino.

            —¿Pan también?

            —Pan también.

            —¿Y sal?

            —Toda la sal que quiera —contestó Gutiérrez, riéndose de buena gana con la ocurrencia del forastero. Y agregó enseguida— Gutiérrez, para servirlo.

            Después se presentó Tejera, y cuando le tocó a él presentarse, dijo que se llamaba Aguerre, Jorge Aguerre. De pequeño había pasado un verano con su padre en Pinar del Monte, del otro lado de la montaña, y allí se había hecho muy amigo de un niño de ese nombre, el mismo niño que se le había aparecido en su sueño con el entierro de Andrés Guerra.

            Los policías no conocían a ningún Jorge Aguerre y no tenían idea de quién podía ser ese hombre extraño. Hablaba como ellos pero no había Aguerres en la región. Le preguntaron de dónde era y dijo que de Pinar del Monte y eso los sorprendió aún más: no tenía acento trasmontano. Con todo, le habían tomado cierta simpatía y hasta sentían cierta admiración; salvo Andrés, no había en toda la provincia nadie capaz de hacer lo que este decía haber hecho. Y quizá no fueran dos meses, quizá no viniese desde el Pedregoso, pero que llevaba un buen rato en el monte nadie podía dudarlo. Y durmiendo al raso, porque tienda no traía.

            Lo llevaron a la comisaría y allí lo atendieron como si fuera posada. Después que el viajero se hubo aseado y puesto ropa cómoda, se sentaron a comer y a Gutiérrez y Tejera se sumaron varias personas más; se había corrido la voz por el pueblo de la llegada de un “segundo Andrés Guerra” y nadie quería perderse detalle de la historia de sus aventuras. Querían saber cómo podía un ser humano sobrevivir a la intemperie en un invierno tan crudo como aquel.

            Salvo un mocito de unos 18 años, el “forastero” conocía a todos. Le resultaba muy raro hablarles como si no los hubiera conocido hasta ese día. De algunos de ellos sabía hasta cómo se llamaba la mujer y cuántos hijos tenían. Le dio pena no poder ser más abierto y, en parte para compensar la mentira inocente, en parte para mostrarles su agradecimiento, les ofreció unas lonjas de venado fresco que traía en el morral.

            —¡Venado de invierno! —exclamaron varios a un tiempo. El “venado de invierno” tenía fama de ser más sabroso. Él no creía que lo fuera; pensaba que era más apreciado simplemente porque era más difícil de conseguir.

            Se abrió otra bota de vino y lo que había empezado como simple cena terminó en festín.

            Hubo más cuentos y anécdotas y al final, casi a medianoche, se fueron todos, salvo el oficial de guardia.

            El “segundo Guerra” se despidió, se fue a la celda de los reos, que estaba casi siempre vacía, y se metió en la cama. Descubrió con sorpresa que alguien se había tomado el trabajo de hacerle la cama con sábanas de hilo, que vaya a saber adónde habrían tenido que ir a buscar. Debía de ser la primera vez en la historia del pueblo que el catre de su única celda era agraciada con sábanas, y de hilo nada menos. Jamás se imaginó que su primera noche en el pueblo la iba a pasar en un calabozo, pero no como un reo común sino atendido y agasajado como una especie de héroe.

            *   *   *

            A la mañana siguiente, todavía de madrugada, lo despertó el ruido del choque de hierro contra hierro cuando alguien cerró su celda de un portazo y le echó llave después. Estaba visto que nada bueno duraba mucho. Y como no sabía cuánto tiempo más iba a tener cama con sábanas, se dio vuelta y siguió durmiendo.

            Durante la noche el rumor de que un forastero misterioso, un segundo Andrés Guerra, había aparecido en el pueblo había corrido como pólvora. Al pasar de boca en boca se multiplicaban las exageraciones y no faltaron versiones en que el viajero se había convertido en un negro o moro gigante vestido de oso y con poderes mágicos. Hubo intercambio de mensajes urgentes entre el comisario y el juez y aquel había decidido tomar cartas en el asunto. Echando maldiciones y espumarajos, se apareció en la comisaría esa misma noche y su primera víctima fue el pobre mocito que había quedado de guardia y a quien, como era natural, sorprendió dormido en su puesto.

            El preso no tenía modo de saber entonces pero supo después las razones de tanta conmoción y alarma.

            Unas pocas semanas antes, en esa misma celda, habían estado presos dos de los hombres de Juan Ignacio que él había visto en el bosque. Sucedió que Juan Ignacio, cuando Andrés lo dejó en el camino de la montaña, había jurado descubrir cuál de los tres lo había traicionado y castigar la infamia. Cuando estuvo seguro de quién era el traidor, pese a que fácilmente hubiera podido vengarse por su propia mano, Juan Ignacio había preferido entregarlo a la justicia, convencido de que la horca era el único castigo digno de ese canalla. Juan Ignacio conocía a todos los amigos del traidor, sus escondites y costumbres. Recurriendo a terceros a quienes tampoco pesaría ver a ese sujeto mecerse en el viento, le fue muy fácil pasar a la policía toda la información necesaria y en pocos días lo habían prendido. Desgraciadamente, junto con el traidor, había caído uno de los dos leales.

            Los habían llevado al pueblo y allí les iniciaron juicio por robo y homicidio. Uno de los acusados, el traidor, dijo que el autor del homicidio era Juan Ignacio. Lo creía muerto y estaba seguro de que no podría contradecirlo. Desgraciadamente para él, un testigo había dicho que era él y no Juan Ignacio, que había resultado herido de bala desde el principio del asalto, el autor de los disparos mortales. Y el juez, a quien los actos de los acusados habían afectado muy personalmente porque había sentido verdadera estima por el criado muerto, que había dado hasta el fin muestras de una valentía y lealtad ejemplares, no solo no se declaró incompetente para conocer de la causa sino que se dio el gustazo de condenarlos a muerte en la horca.

            A los pocos días de la sentencia, los reos trataron de escaparse pero sin éxito. Los trasladaron entonces a una prisión más segura, en una provincia vecina, donde había tropas acantonadas y un cuartel con prisión bien guardada. Era esa la única razón por la cual el “segundo Guerra” no había tenido que compartir la celda con ellos.

            Cuando el juez y el comisario se enteraron de la llegada del forastero —a quien por error creían capturado y encerrado en la comisaría como sospechoso y posible delincuente—, pensaron inmediatamente que quizá fuera Juan Ignacio o el responsable de la desaparición de Andrés Guerra.

            Era evidente que había que interrogarlo a fondo cuanto antes. Era posible incluso que con la nueva información hubiera que reabrir el juicio de los bandoleros. En todo caso, juez y comisario convinieron en reunirse al día siguiente y repasar juntos el expediente de la causa antes de interrogarlo.

            Fernando García, el criado del médico, había jurado y vuelto a jurar que un encapuchado, que podría haber sido Juan Ignacio, cabecilla de los bandoleros, se había aparecido en mitad de la noche, por la misma época del asalto, para que su señor, el doctor, lo tratara de unas heridas tremendas. Había dicho ser Andrés Guerra, y llevaba al cinto su machete, pero esa era una gran falsedad y a él no lo engañó por un solo instante porque conocía muy bien a Andrés, con perdón de su Señoría, como si hubieran mamado de la misma teta.

            Pero cuando le preguntaron si le había visto la cara mintió; dijo que no se la había visto, pero no porque no tuviera, sino porque iba embozado.

            En cuanto a la declaración del médico, no había hecho más que aumentar la confusión. Declaró que sí, que efectivamente, la noche de tantos y cuantos, había visto a un paciente que decía llamarse Guerra; por razones de ética profesional no podía revelar la afección que lo había llevado a consultarlo. Diría tan solo, para facilitar la investigación, que no había ido a tratarse de heridas de bala ni de arma blanca. La dolencia que lo afectaba era desconocida de su ciencia y por eso no la había tratado. Le aconsejó, en cambio, que viera al santo de la montaña, del otro lado del Pedregoso. Cuando le preguntaron si conocía a Andrés Guerra dijo que sí. Pero cuando le preguntaron si el paciente que había examinado aquella noche era Andrés Guerra, había vacilado.

            —¿No lo reconoció?

            Silencio.

            —¿O no le vio la cara?

            —No, no se la vi —dijo al fin, después de una larga pausa.

            Por último, estaba el testimonio más reciente de Mauricio Losada, concuñado de Andrés Guerra, hombre de pro y reputación intachable, que no podía pasarse por alto. Según había declarado unas semanas antes, se había presentado en su casa, la mañana de tal y cual, un desconocido, cuya descripción respondía a la del forastero recién llegado al pueblo, que afirmaba falsamente ser Andrés Guerra. Lo que más les había inquietado y afligido era que el machete y la escopeta que llevaba consigo eran, sin ningún lugar a dudas, los de Andrés Guerra.

            —Ah sí, y algo más — había agregado cuando ya se iba, una mano en el picaporte de la puerta entreabierta—; al marcharse se había ido gritando: “¡Andrés Guerra vive y volverá por su mujer y sus hijos!”

            Era muy improbable pero quizá no imposible que Juan Ignacio se hubiera recuperado de sus heridas en el bosque, se hubiera encontrado con Guerra por casualidad, lo hubiera asesinado y se hubiera quedado con sus cosas.

            Pero ¿por qué esa insistencia en hacerse pasar por Guerra? Ante el criado del médico, vaya y pase… ¿pero ante la propia familia de su víctima? No tenía ningún sentido.

            En algunos puntos las declaraciones se confirmaban y reforzaban entre sí; en otros, se contradecían de plano. Solo el forastero, si había tenido algo que ver en el asunto, podría aclarar el misterio. O, como el médico, confundirlo aún más.

            *   *   *

            Una o dos horas después que el comisario, llegaron a la comisaría Tejera y Gutiérrez. Toda la buena voluntad, la estima y hasta la admiración de la noche anterior se habían evaporado. Apenas vieron al Jefe se dieron cuenta de qué humor estaba; en esos casos había que hacer todo al pie de la letra, sin chistar. Y si decía que en la celda tenían un criminal peligroso y depravado, así sería.

            Cuando llegó el juez, acompañado de un secretario, para interrogarlo con el comisario, los dos agentes lo fueron a buscar y mientras uno le apuntaba con el fusil, el otro lo sujetaba con manillas y grilletes.

            “Cabrones”, pensó el preso con rabia. Pero habían sido sus amigos y se calló la boca.

            Cuando lo hicieron entrar en el despacho del comisario, este y el juez lo miraron sorprendidos.

            —Tú no pareces venir de pasarte dos meses en el monte —dijo el juez. A lo cual agregó el comisario—: Más bien pareces venir de la mejor posada de la provincia —y les echó una mirada fulminante a los agentes.

            —Es que nosotros… —empezó a explicar tartamudeando Gutiérrez, cuando el jefe lo cortó en seco—: Tú cállate, que a ti nadie te ha preguntado nada. Y ahora, dirigiéndose al preso:

            —Siéntate en ese banco y dinos todo lo que sabes.

            —No señor.

            —¿Cómo que no? No ¿qué?

            —Que no me siento.

            —Pues no te sientes. ¿Cómo te llamas?

            Silencio.

            —Contesta.

            —No señor.

            —No señor ¿qué? —dijo el comisario, que empezaba a ponerse rojo de ira.

            —Que no me voy a sentar ni voy a contestar ninguna pregunta…

            —¿Y por qué no, cabrón? —interrumpió el comisario fuera de sí.

            —…mientras no me saquen manillas y grillos —terminó el preso impasible.

            El comisario se levantó airado como para tirársele encima y castigar a puñetazos tamaña insolencia, pero el juez lo retuvo cogiéndole una manga de la chaqueta. Le habló al oído y después, dirigiéndose a los agentes, dijo en voz alta:

            —Llévenselo ahora. Y sáquenle esos grillos. Más tarde los llamaremos.

            —¿Cómo que llévenselo? —protestó el interrogado rechazando a los policías—. Llévenselo ¿adónde? ¿Desde cuándo estoy preso? ¿De qué estoy acusado, señor juez? Si mal no recuerdo, estoy aquí por mi voluntad. Dígame su Señoría a qué hora quiere que vuelva y aquí vendré puntualmente sin ninguna necesidad de que nadie me traiga por la fuerza.

            No sabía nada de leyes pero sabía tres cosas: no había cometido ningún delito, no estaba acusado de nada y él mismo había pedido ver al juez ¿por qué iban entonces a tratarlo como a un criminal peligroso?

            Nueva conferencia en voz baja entre el juez y el comisario, no rojo ya sino púrpura de rabia.

            —A las dos de la tarde en punto, aquí mismo. Y le recuerdo que, si no comparece, será usted culpable de desacato —. Y ahora dirigiéndose a los agentes—: Acompañen al señor hasta la salida, por favor.

            —Ya vamos a ver quiénes son los cabrones aquí —murmuró entre dientes el interrogado mientras caminaba hacia la salida—. Los agentes cambiaron una mirada e hicieron como que no lo habían oído. Les estaba volviendo el respeto de la noche anterior.

            *   *   *

            A las dos en punto de la tarde volvieron a reunirse en el despacho del comisario, donde compareció sin falta el interrogado, esta vez sin grillos ni manillas. Y fue el juez, no el comisario, el que lo invitó a sentarse y le dirigió la palabra con cortesía algo exagerada.

            —Siéntese, señor, por favor. Y tú, Tejera, a ver si nos traes una jarra de agua y le das un vaso al señor.

             Andrés Guerra había tratado en varias ocasiones con Fabián Ojeda, el comisario, y se había formado una opinión clarísima de que era un gran cobarde: obsecuente, untuoso, servil con sus superiores, y despótico, brutal y sádico con sus inferiores. Ahora no pudo dejar de notar cómo se le encendían las mejillas de nuevo y cómo se mordía los labios al oír cómo el juez lo trataba de señor y de usted. Era un pequeño triunfo para el interrogado, pero si su opinión del comisario era acertada, sabía que le iba a costar bien caro.

            —El agente Gutiérrez —prosiguió el juez— nos informa de que usted ha venido al pueblo para hablar conmigo. ¿Es así?

            —Así es.

            —Muy bien. Aquí me tiene a su disposición.

            Las horas transcurridas desde la mañana habían permitido al forastero ordenar las ideas y decidir qué parte de la verdad iba a contar y qué parte iba a callarse.

            Dijo que se llamaba Jorge Aguerre y que había nacido en Pinar del Monte, del otro lado de la montaña. Una tarde, revisando unas trampas que había puesto unos días antes en el bosque al este del Pedregoso, se encontró con el rastro de tres jinetes. Y a continuación contó todo lo que había visto y oído, salvo la segunda parte, la historia de los cuidados y la cura de Juan Ignacio.

            —¿Cómo sabía que eran caballos robados?

            —Un overo zaino, un bayo blanco y un alazán tostado; los reconocí enseguida —apenas lo dijo se dio cuenta de que no debería haberlo dicho; pero ya era demasiado tarde—. De sus caballerizas, señor juez.

            —¿Cómo que los reconoció enseguida?

            —Conozco los caballos de sus establos señor juez. Son famosos en toda la provincia. Además de esos, tiene un tordillo plateado, un negro lucero, un zaino melado y una yegua negra preñada de ocho o nueve meses. ¿Digo bien?

            El juez no intentó disimular su asombro.

            —¿Y de qué los conoce?

            —El verano pasado yo estaba en el pueblo por otros asuntos y hubo una feria, una fiesta, no sé bien qué, creo que era el día de San Juan, y ahí estaban sus caballos. O por lo menos eso me dijeron, que eran suyos —explicó, tratando de arreglar el desliz, pero la verdad es que los había visto muchas veces, antes y después de la feria, de mañana temprano, cuando los palafreneros del juez los sacaban a pasear.

            Otro punto del relato que pareció interesarles especialmente era el del herido. Querían saber si estaba muy mal herido, si estaba herido de bala y dónde.

            —Eso no lo sé; quizá en un muslo y un brazo. Por algo no iba en ancas y lo llevaban atravesado sobre uno de los caballos, a pesar de que siempre andaban al paso; o sería que estaba muy débil o sin conocimiento. Había perdido mucha sangre.

            —¿Cómo sabe que había perdido mucha sangre?

            —Por los trapos ensangrentados que vi unos días antes, en el lugar en que habían hecho campamento. Yo los puedo llevar hasta allí si quieren; allí han de estar aún.

            —¿Qué más nos puede decir? ¿Sabe qué rumbo llevaban?

            —Los tres de a caballo tal vez fueran para el vado del norte. Difícil saberlo porque cuando no había sol se perdían y daban rodeos inútiles.

            —¿Cómo “los tres de a caballo”? ¿Y el herido?

            —Lo abandonaron. Cuando volví de una visita al Santo de la Montaña…

            —¿”Volví”? — interrumpió el comisario.

            —Sí, a mis trampas.

            —Bien. Siga —intervino el juez.

            —…me encontré otra vez con el rastro, y ahora las huellas de todos los cascos delanteros eran iguales; no había dos más hondas que las demás, como al principio.

            —¿Está seguro de eso?

            —Tan seguro como si los hubiera visto. No lo llevaban ni atravesado ni en ancas. Tres nada más. Lo que no sé es cuánto tiempo más lo cargaron ni dónde lo abandonaron ni por qué.

            —Has dicho dos veces “lo abandonaron”. ¿Qué te hace pensar que no se les murió y lo enterraron? —preguntó el comisario.

            Otro desliz y este ya no tenía arreglo.

            —Eso bien puede ser. Pero cuando los vi acampar en un claro del bosque, como ya dije antes, dos de ellos discutían a voces; no entendí lo que decían pero me imaginé que estarían discutiendo si lo cargaban o si lo dejaban. Yo sabía que estaban pasando penurias; hasta el agua les faltaba.

            Quisieron saber cómo sabía eso y él les contó lo que había visto.

            —Para mí estaba tan claro como si lo hubiera oído de sus propias bocas.

            —¿Qué has hecho después?

            —Me vine directamente para acá.

            —¿No pasaste por casa de Mauricio Losada?

            —No.

            —¿Conoces a Andrés Guerra?

            —Sí; lo vi en la feria, el día de San Juan. Estaba haciendo una demostración con el machete.

            —Hablando de machetes y volviendo a los días del asalto; alguien te vio entrar en casa del médico una noche, muy tarde. Dicen que llevabas el machete de Guerra. ¿Es cierto eso?

            —No. Nunca fui a casa del Sabio. Sería Andrés Guerra el que fue.

            —¿Dónde estabas tú esa noche?

            —Estaría en mi casa. No me acuerdo.

            —Perdón —dijo el juez mirando las notas del secretario—, ¿de qué color ha dicho que era el caballo de Juan Ignacio?

            La pregunta era una trampa.

            —No tenía caballo. Ya les he dicho que lo llevaban atravesado en uno de los tres que vi; el overo, creo, pero no estoy seguro. Nunca vi rastros del cuarto caballo. Y aunque los hubiera visto, créame, no habría sabido el pelaje —agregó con una sonrisa—; no soy tan buen rastreador.

            “Zaino oscuro”, había esperado que contestara, porque sabían que Juan Ignacio se había escapado montado en un zaino, que había regresado esa misma noche sin jinete, con la montura manchada de sangre; pero no había caído en la trampa. El juez quería estar seguro de que las cosas habían ocurrido como decía el interrogado y de que no sabía más de lo que admitía. Con todo, cuanto más lo interrogaban, más se convencían de que o era el propio Juan Ignacio o un cómplice de su confianza. Siguieron haciéndole preguntas durante un buen rato, saltando constantemente de un punto a otro para ver si se contradecía. Era evidente que ocultaba algo, pero no sabían qué. Otra cosa notable era que un hombre tan impasible como ese, que le había sostenido la mirada al comisario sin pestañear un rato antes cuando este había estado a punto de darle de puñetazos porque se negaba a contestarle, dejara traslucir cierta desazón cada vez que se mencionaba el nombre de Andrés Guerra.

            Cuando terminó el interrogatorio hubo una nueva conferencia privada entre el juez y el comisario, tras lo cual el juez anunció que, en vista de que no se podía descartar la posibilidad de que se tratara de Juan Ignacio, enemigo público No. 1 y sujeto peligrosísimo, ordenaba la detención preventiva del interrogado, que dejaba al cuidado del señor comisario Ojeda, allí presente.

            Viendo la sonrisa de oreja a oreja con que el comisario recibió la orden del juez, “el segundo Guerra” se dijo para sus adentros: “Ahora se la cobra”. Y, desgraciadamente, acertó.

            *   *   *

            —¡Gutiérrez, Tejera! A ver si me ayudan a darle a este trasmontano una lección de buenos modales. Me parece que el mocito no está muy bien enseñado. ¡Sujétenmelo bien con grillos y manillas, y déjenmelo bien pegadito a la reja, no sea que se nos escape el alumno!

            Los agentes, que ya conocían las costumbres del jefe, sabían muy bien lo que él quería: tenían que dejarle al preso atado de pies y manos y esposado a la reja, de manera que quedara completamente inmovilizado e indefenso y el comisario pudiera pegarle a mansalva, hasta caérsele los brazos, cansados de tanto golpear.

            Cuando la víctima estuvo lista, los guardias pidieron permiso para marcharse. Eso era también parte del ritual; al comisario no le gustaba tener testigos cuando “enseñaba”.

            La lección fue más bien corta. Como el preso absorbía los golpes sin emitir un sonido, el comisario no tardó en cansarse; era como pegarle a un muerto o a un costal de harina. Por lo demás, el alumno resultó muy aprovechado, aunque la lección que aprendió ese día tenía menos que ver con los buenos modales que con las ideas que le habían plantado en la cabeza una vez, no hacía mucho, en una cueva de osos.

            *   *   *

            Siguieron los interrogatorios pero no las lecciones. Aunque la mayoría de los puñetazos y puntapiés habían estado dirigidos al tronco, las piernas y los brazos, el maestro, en su celo, había tirado algunos golpes altos y el alumno había amanecido con el labio partido, un ojo cerrado y la cara hinchada. El juez debió de tener una palabra o dos con el comisario porque el tratamiento no se repitió.

            Lo carearon con los dos cómplices de Juan Ignacio, a quienes reconoció enseguida. Uno de ellos dijo que nunca lo había visto en su vida; el otro, ansioso por cambiar soga por rejas, lo identificó sin titubear como Juan Ignacio y lo acusó, como había dicho desde el principio, de haber sido él el que había hecho los disparos mortales.

            Mauricio Losada lo identificó como la persona que había pasado unos días antes por su casa con las armas de Andrés Guerra; y Fernando García, como el encapuchado que había llegado a casa del médico a medianoche, uno o dos días después del asalto, armado con el machete de Andrés Guerra.

            Enviaron un emisario al otro lado de la montaña con el encargo de hacer averiguaciones sobre el supuesto “Jorge Aguerre” y de apalabrar a posibles testigos para declarar en el juicio oral, que se iniciaría no bien se terminaran las indagaciones. Omitieron, en cambio, hacer el menor esfuerzo por encontrar a alguien que pudiera testimoniar positivamente si el acusado era o no Juan Ignacio, lo cual habría sido muy fácil puesto que casi no había cárcel en el país donde no hubiera partidarios del caudillo. No faltaron incluso, antes del juicio, quienes se presentaran espontáneamente diciendo que conocían muy bien a Juan Ignacio y se ofrecieran a declarar. Les agradecieron mucho, sin excepción, su patriotismo e interés pero nunca hicieron comparecer a ninguno.

            Después de consultar con un emisario llegado de la capital, el juez y el comisario habían llegado a una conclusión muy clara. Si el acusado era de verdad Juan Ignacio, su condena y ejecución sería un galardón para el pueblo, y juez y comisario tendrían su futuro asegurado en la capital, donde encontrarían todas las puertas abiertas. Y si no era el caudillo, si era cierto en cambio lo que afirmaba el acusado y Juan Ignacio había muerto en el bosque, nadie sabría nunca que allí se había ahorcado a un falso Juan Ignacio y el resultado sería el mismo. La tercera posibilidad era que Juan Ignacio estuviera vivo, oculto en alguna parte, y en algún momento volviera a encabezar la insurrección contra el gobierno. Pero aun en ese caso les convenía eliminar al acusado, proclamar que habían librado al país del flagelo de Juan Ignacio y que el nuevo caudillo era un falso Juan Ignacio, un impostor que era preciso desenmascarar.

            De todo esto se enteró el preso por Gutiérrez, que le había tomado cierta simpatía y había considerado prudente mantenerlo al tanto de lo que se tramaba en su contra. Andrés, como la mayoría de la gente, había creído siempre que el propósito de la justicia era encontrar a los culpables y castigarlos; proteger a la sociedad de sus enemigos. Y había tenido la ingenuidad de pensar que si uno es inocente, si no ha hecho nada malo, no puede pasarle nada. La idea de que se pudiera procesar a alguien perfectamente inocente y llevarlo a la horca por pura conveniencia política le parecía tan inconcebible como atroz; le parecía un crimen quizá más grave que el más grave castigado por la ley.

            —¿Qué quieres tú? —le dijo Gutiérrez—; mataron a un caballerizo del juez, un juez influyente con conexiones en la capital; alguien tiene que pagar. Me matan a mí o te matan a ti y no pasa nada ¿a quién le importa? Pero un juez es un juez.

            —¿Y eso ha pasado otras veces?

            —¿Que si ha pasado? —y soltó una risotada—. Oye, Tejera, oye que esto está divertido. ¿Sabes lo que este quiere saber? Quiere saber si alguna vez hemos colgado a un inocente sabiendo que lo era— y volvió a reírse con más ganas todavía.

            El otro le hizo señas de que bajara la voz. El comisario había salido; pero últimamente las paredes parecían tener oídos.

            —Las cosas no son fáciles a veces aquí— dijo al fin Tejera—. Uno se entera de cosas de las que sería preferible no enterarse nunca.

            El preso se quedó pensando en lo que acababa de oír. Sabía mucho del bosque y sus animales. ¡Qué poco sabía de los hombres!

            Si lo que el policía le había dicho era cierto, estaba condenado hiciera lo que hiciera. Pensó por un momento en resistirse, luchar como un animal herido, como había luchado la zorra. Quizá todavía pudiera convencer a alguien de que era, o por lo menos de que había sido Andrés Guerra, revelando todo lo que sabía del pueblo y de sus pobladores, y ese alguien podría convencer a otros, quizá…

            —¡Ramón! ¡Ramón! —llamó a gritos al agente que más parecía haber simpatizado con el preso y el que Andrés Guerra había conocido mejor.

            —¿Qué quieres?

            —Ven, acércate. —El otro dudó—. Acércate, hombre. Solo quiero preguntarte algo. Mírame a los ojos. ¿Qué pensarías tú si te dijera que yo sé que tu mujer se llama Rosa? ¿Qué te casaste con ella hace diez años, cuando estaba embarazada de cinco meses de tu primer hijo?

            Ramón Gutiérrez retrocedió un paso al tiempo que se persignaba.

            —¿Que ese hijo se llama Ricardo y tienes otros dos, Lucía y Florencio, y que el padrino de Florencio es tu compañero Joaquín?

            El policía retrocedió otro paso y volvió a persignarse. Se había puesto pálido.

            —¿Que tienes un hermano jugador que ha tenido problemas con la ley? No bajes la vista; mírame a los ojos. ¿Qué dirías si te dijera que yo soy el que te enseñó a manejar el cuchillo con palos tiznados en el patio de tu casa? Sí, ese, Andrés Guerra; Andrés Guerra que ha vuelto cambiado, ¿qué dirías, eh?

            Ramón Gutiérrez, que ya no podía retroceder porque estaba de espaldas contra la pared y junto con el color de la cara había perdido toda su compostura, cayó de rodillas y ahí mismo empezó a rezar avemarías y padrenuestros como si hubiera visto al mismísimo diablo y quisiera ahuyentarlo.

            —¡Ramón, hombre de Dios, no seas necio! ¿De qué te asustas?

            Pero el otro siguió con su oración sin hacerle caso ni levantar la cabeza.

            “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.”

            Viendo el terror que infundía la verdad, el preso pensó que quizá hubiera llegado el momento de hincarse él también de rodillas a rezar a la virgen.

            Ramón Gutiérrez se persignó de nuevo, se irguió y se marchó sin atreverse a mirarlo. Nunca más volvió a mirarlo a los ojos.

            *   *   *

            Después del último interrogatorio, el juez le había comunicado oficialmente que estaba acusado de homicidio y que lo mantendrían preso hasta el final del juicio. También le dijo que el doctor Javier Moncada, letrado de una población vecina, se había ofrecido a presentar su defensa.

            El acusado declinó el ofrecimiento. Después de la reacción de Gutiérrez a su pequeña prueba quedó convencido de que no había defensa posible. Más valía que lo procesaran por caudillo insurgente que por poseído de los demonios.

            *   *   *

            Cuando faltaban pocos días para empezar el juicio, cambió el tiempo, se derritió la nieve acumulada en el invierno, desbordaron los ríos, media provincia quedó inundada y durante semanas no hubo un solo camino transitable.

            Fueron las semanas más largas de su vida. Encerrado entre cuatro paredes trasudadas de humedad y moho, se marchitaba el preso, sin sol ni esperanza. Perdió primero las ganas de comer y después las de vivir. Él era hijo del monte y cada día de encierro se moría un poco.

            Mucho más que los mendrugos del rancho, necesitaba los sonidos y olores del bosque, el viento con sus mensajes de vida y de muerte, las noches pobladas de aullidos y estrellas. Necesitaba abrirse paso con su machete, oír el crujir de ramas secas bajo sus pies, saber que adónde quisiera ir, allí llegaría. Necesitaba internarse en la espesura, seguir un rastro cualquiera y participar con sus hermanos en el drama de cada día: saber quién viviría mañana y quién no.

            Habría dado cualquier cosa por no tener un techo sobre su cabeza. Empaparse con la lluvia cuando lloviera y calentarse al sol cuando escampara. Hacer un fuego al final de la jornada. Dormir al raso otra vez. Volver a la luz, salir a respirar.

            En su tumba de piedra no había albas ni atardeceres. Solo tres horas tenía el día, que se anunciaban con resonar de hierros y botas: las horas de la comida, que tal como se la traían los carceleros, así, sin tocar, la retiraban después. La voz de la domesticidad había reemplazado a la voz del monte; el ruido metálico de las armas, al crepitar del fuego; el ladrido del perro, al canto del lobo.

            Tirado en su catre, las manos bajo la nuca, soñaba el preso con todo lo que había perdido; soñaba sin dormir, porque hasta el sueño lo había abandonado. Solo una cosa deseaba en el mundo: subir de una vez al patíbulo.

            *   *   *

            El juicio fue una mera formalidad. El tribunal quedó constituido por el juez, que no fue recusado a pesar de haber participado en la instrucción de la causa y ser parte interesada, y dos enviados especiales del gobierno central.

            La tesis de la acusación era tan simple como falsa: a muy poco tiempo de haber llegado al bosque herido de bala, Juan Ignacio, sin caballo y separado de sus cómplices, se había encontrado con Andrés Guerra, quien le había ayudado a recuperarse rápidamente. En pago de esa buena acción, Juan Ignacio, con su crueldad y brutalidad conocidas, lo había asesinado sin piedad para quedarse con sus armas y ropa, y hasta su identidad había tratado de apropiarse, pretendiendo hacerse pasar por Andrés Guerra, como había tratado de hacerlo otro Guerra, en un pueblo cercano, hacía mucho, mucho tiempo. Aquel primer falso Guerra había terminado justamente en la horca, y si había todavía justicia en el mundo, lo mismo pasaría con el segundo impostor.

            Declararon solo los testigos de cargo. Los dos trasmontanos, oriundos de Pinar del Monte, declararon que en ese pueblo no había ni había habido nunca ningún cazador o trampero y que el único Jorge Aguerre que ellos conocían había muerto de difteria a los 12 años.

            De los dos cómplices, llamaron a declarar solo a uno. Condenado ya a morir en la horca y viendo que el juicio del falso Guerra era una oportunidad caída del cielo de salvar el pellejo, afirmó categóricamente, sin que nadie lo contradijera, que el acusado era Juan Ignacio, cabecilla del grupo, instigador del robo de los caballos y autor del homicidio del guadarnés de la caballeriza.

            Losada y García afirmaron estar convencidos de que el acusado era responsable de la desaparición de Andrés Guerra, al que presumiblemente había asesinado y despojado de sus armas y ropa.

            El único testigo con quien tuvo problemas el fiscal fue el palafrenero, Segismundo Rosales, que había declarado en el juicio anterior que el autor de los disparos mortales no había sido Juan Ignacio sino uno de sus cómplices y que en el nuevo juicio no se mostró muy seguro cuando le preguntaron si podía identificar al cabecilla de los asaltantes. Con todo, los poderes persuasivos del fiscal no eran pocos y pronto consiguió arrancarle la declaración de que sí, el acusado podía ser Juan Ignacio y sí, el hombre sentado en el banquillo de los acusados podía ser el autor de los disparos.

            El golpe de gracia fue la declaración del testigo más humilde: Pedro Ochoa, de oficio zapatero. Ochoa había estado entre el público que se juntaba en la calle para ver al preso cada vez que lo llevaban de la cárcel al juzgado y lo traían de vuelta y había observado algo que para nadie más que él tenía un enorme significado: las botas de becerro vuelto, es decir, con el pelo hacia fuera, del acusado. Las reconoció apenas las vio; él mismo las había hecho, con sus propias manos, y con piel que le había traído Andrés. Entre todos sus clientes, Andrés era el único que le traía su propio becerro; solo le gustaban los cueros que él mismo había curtido.

            Así como el otro testigo había vacilado, este tenía la certeza absoluta de que esas botas habían sido de Andrés Guerra y no podía haber confusión posible con ninguna otra bota ni ningún otro becerro del mundo. Y para demostrarlo de manera que a nadie le quedara la más remota duda, comparó una de las botas del acusado con otras que había traído, de su mano y de mano de otros zapateros, incluidas sendas botas de los testigos trasmontanos, con lujo de detalles sobre distintas partes de la bota —agujetas y herretes, forro, suela, tacón, horma—, así como sobre las características de la confección y del cuero.

            Ochoa era un hombre honrado y decente, que conocía bien su oficio, y era evidente que decía la verdad. Nadie lo sabía mejor que el propio acusado.

            Cuando le llegó el momento de defenderse se limitó a decir que no era Juan Ignacio, de quien hizo una descripción física detallada y precisa, que dejó algo perplejos a los jueces. “La verdad, señores magistrados —terminó diciendo— es que en esta sala no ha declarado un solo testigo digno de crédito que conozca realmente a Juan Ignacio, por haber servido en sus filas o por cualquier otra razón. La explicación es muy simple: nadie que conozca a Juan Ignacio podría confundirme con él.”

            —Ni soy Juan Ignacio ni maté al guadarnés. No lo pude matar porque nunca estuve en ese asalto ni en ningún otro, aquí o en cualquier otra parte. Nunca maté a un cristiano. He matado, sí, a muchos animales, para vender su piel y de eso me arrepiento. Pero no estoy aquí por eso.

            No negó que las botas fueran de Andrés Guerra, pero dijo cosas extrañas que nadie entendió, salvo, quizá, Gutiérrez.

            —Yo también he oído la historia del falso Guerra que termina en la horca. Hay una historia más reciente, que no se ha escrito todavía, de un verdadero Guerra que vuelve cambiado a su pueblo. Nadie lo reconoce y también termina en la horca. Andrés Guerra y yo nacimos juntos, vivimos juntos y juntos hemos de morir.

            Después habló de salamandras, cepos y zorros rojos y solo recuperó la coherencia hacia el final.

            —Señores magistrados: se me ha preguntado si quería pedir clemencia y digo que no. No pido clemencia. Y no la pido, porque soy inocente. Por mucho que se mitigara el castigo, todavía sería injusto. No he violado ninguna ley; no he faltado a mis deberes de ciudadano y estoy en paz con Dios y mi conciencia.

            Señores magistrados: salvo la fe y el honor, lo he perdido todo. El que todo lo pierde no teme la muerte. Y el que no teme la muerte puede decir la verdad. No creo en este tribunal; no creo en la justicia de los hombres. Cualquier pena que se me imponga será injusta. Y no creo que tengamos que resignarnos a la injusticia de este mundo con la promesa de justicia en el otro.

            Señores magistrados: hoy se me juzga y se me condenará sin duda como Juan Ignacio, el caudillo. Yo no soy Juan Ignacio, pero diré algo que bien podría decir él en estas circunstancias. Este proceso del “presunto Juan Ignacio” y el “falso Guerra”, esta farsa, es la mejor lección de que no podemos esperar cruzados de brazos a que Dios arregle los males del mundo; si queremos un mundo mejor, tenemos que arreglarlo nosotros, aquí y ahora. Eso es lo que él cree, lo que creen las gentes que lo siguen y lo que hoy día también yo creo.

            *   *   *

            Desde su celda, que no estaba muy lejos de la plaza del pueblo, podía el condenado oír los martillazos de los carpinteros que levantaban el patíbulo.

            Pocos meses antes, en medio del bosque, después de ver en su sueño el entierro de Andrés Guerra y a su mujer y sus hijos vestidos de luto llorando su muerte, no había sentido ningún deseo de vivir y bien poco había faltado para que se dejase morir tirado en la nieve. Si no lo hizo fue tan solo por la convicción profunda de que, si bien el primer libro de su vida estaba terminado, quedaba un segundo libro, con todas las páginas en blanco, todavía por escribir.

            Cuando empezaron sus desgracias, lo primero que sintió Andrés fue culpa: estaba convencido de que aquello era un castigo por algo malo que había hecho. Pero por más que buscó y rebuscó, no había encontrado en su vida ninguna verdadera mala acción. Había sido un buen hijo, buen marido y buen padre y siempre había atendido a las necesidades de cuantos dependían de él. Había matado muchos animales, sí, pero nunca por gusto; era su trabajo.

            Después de hablar con Juan Ignacio empezó a pensar que quizá, en definitiva, no fuera ningún castigo; quizá fuera un toque de atención, una señal de que el camino no seguía por donde él iba y había que cambiar de rumbo. Para entender lo que le había sucedido tenía que buscar no entre lo que había hecho sino entre lo que no había hecho; tenía que pensar en todo lo que podía o debía haber hecho y nunca siquiera se le ocurrió hacer.

            No tenía alma de caudillo ni dotes de mando; sin embargo, no todos los que pelean son generales. Él no estaba hecho para cambiar el mundo, pero los que sí podían cambiarlo, como Juan Ignacio, necesitaban para la causa soldados rasos, gente del montón, como él, que dieran lo que pudiesen dar. Quizá, en lugar de venir al pueblo, debió haber ido a la montaña, buscar a Juan Ignacio y alistarse en sus filas. Quizá hasta hubiera podido ayudar como baquiano o rastreador.

            Era un poco tarde para eso ahora. Con cada martillazo quedaba más cerrado el libro que nunca había abierto y ya nunca escribiría. Ni siquiera el primer libro había podido terminar: no le había enseñado a Felipe, su hijo, a manejar el machete y no había embalsamado la zorra manca.

            *   *   *

            Cesaron los martillazos y se acabó la espera. La víspera de la ejecución, bastante después de la cena, ya bien entrada la noche, visitó al reo un padre confesor. El fraile pidió al guardia que lo había acompañado que los dejara solos.

            —No has tocado tu cena.

            —No padre, no me apetece.

            —¿No hay nada especial que quieras probar? Yo te lo puedo pedir.

            —No, gracias.

            —¿Beber?

            —Tampoco, gracias. Estoy bien. No necesito nada.

            —¿Tampoco necesitas ayuda?

            —¿Qué clase de ayuda?

            —Oír palabras que te conforten, confiar algún secreto que te pese. ¿No tienes nada que decirme? ¿No quieres confesarte?

            —Me siento bien, padre. No tengo nada que decir, nada que confesar. Estoy en paz con Dios y con los hombres.

            —¿No te arrepientes de nada?

            —No, padre. No tengo nada de qué arrepentirme.

            —Eso es soberbia, hijo mío. No ofendas al Señor.

            —No, padre. Es la verdad. Soy inocente.

            —Y si eres inocente, ¿no les guardas rencor a los que te han condenado injustamente? —El otro no contestó—. ¿Lo ves? —continuó el fraile—. Mañana te verás frente a tu Creador. ¿No quieres presentarte puro, limpio de rencor, libre de malos pensamientos? Todos necesitamos que nos perdonen. Pero para ganarnos el perdón debemos perdonar primero. ¿No te acuerdas del padrenuestro? “…perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”… Ven, arrodíllate y reza conmigo.

            —No sé ninguna oración, padre.

            —¿Cómo? ¿No crees en Dios?

            —Sí, padre, creo. Es que… es que cuando uno más necesita la fe, más motivos tiene para dudar.

            — Y tú ¿has dudado? —el reo hizo que sí con la cabeza—. ¿Cuánto hace que no comulgas? ¿Que no te confiesas? ¿Que no vas a la iglesia?

            A cada pregunta, el condenado se había encogido de hombros y había hecho ademán de no recordar.

            —¿Meses? ¿Años entonces? Toma, ahí tienes un devocionario. Arrodillémonos y recemos juntos.

            Cuando terminaron las oraciones dijo el cura:

            —¿Comprendes ahora que esta es la última oportunidad que tienes de poner en orden tu vida? ¿Que mañana, al alba, lo que para los demás será un día como cualquier otro será para ti el día de la rendición de cuentas? ¿Estás seguro de que no quieres confesarte?

            —No, ya no estoy seguro. Confiéseme, padre —y el condenado a muerte le confesó al cura las pocas cosas que se arrepentía de haber hecho y, sobre todo, las muchas que se arrepentía de no haber hecho.

            Cuando terminó de oír la confesión, el sacerdote le preguntó si tenía algún mensaje para alguien.

            El reo se quedó pensando; quizá un mensaje para Aurelia: que encontraría el machete de Felipe en el cobertizo y que la piel de zorro colgada para secarse en la cocina… Muy complicado. No, no tenía ningún mensaje.

            El fraile llamó al guardia, dio al reo su bendición y lo dejó a solas con su conciencia y con Dios.

            *   *   *

            Noche de búhos, de ladridos lejanos y aullidos lastimeros; noche de presagios y señales agoreras; noche de sombras mudas y tumulto de cascos; noche de contrición y de malos presentimientos.

            Los perros ladraron toda la noche, como si ellos también hubieran oído conmoción de botas y cascos, movimientos desusados de hombres y bestias.

            Tirado en el catre, en la penumbra de la celda iluminada apenas por un rayo de luna que se colaba por la ventana del otro lado del pasillo, el reo aguardaba el canto del gallo. Se preguntaba qué podía tener tan inquietos a esos perros. En la distancia cantó un búho y un chillido agudo le contestó a pocas varas de la ventana. Seguramente el pajarraco había venido a posarse en el tejado con su mensaje funesto. “Pierdes el tiempo, sabio búho”, pensó el condenado; “vuelve a tus ratones; ya sé que me voy a morir”. Se repitieron a poco los chillidos y el condenado se incorporó de un salto: no eran búhos verdaderos; eran mensajes. Dos o más hombres se estaban comunicando en la noche y uno de ellos estaba afuera, en la calle, a pocos pasos de la ventana próxima a su celda.

            Hubo más chillidos, procedentes de distintos lugares. El preso se acercó a las rejas y trató de escuchar lo mejor que pudo. Se repitieron los chillidos; el preso contó cinco voces distintas. Era evidente que se trataba de hombres apostados que daban a conocer su posición a sus compañeros. Por la dirección, parecían haber rodeado la cárcel. ¿Qué traía a esos hombres a las proximidades de su celda, a esas horas de la noche, cuando el resto del pueblo dormía? ¿Quién daba las órdenes? ¿Qué buscaban?

            Cantó al fin un gallo; a este respondieron otros y, poco a poco, el pueblo empezó a salir de su sueño. Amanecía.

            Oyó pasos en el corredor y a poco se apareció Tejera frente a la puerta de la celda. Sin abrirla le dijo:

            —No hay mucho tiempo. Ya vienen los otros. Toma esto, escóndelo en la ropa —y le pasó entre las rejas un cuchillo envuelto en un pañuelo—. Quizá te haga falta más tarde. Te lo manda alguien a quien no le gusta deber favores.

            ¿Alguien a quien no le gusta deber favores? Creía haber oído esas palabras alguna vez pero no recordaba cuándo ni dónde, como si las hubiera oído en sueños o en otra vida. Hubiera querido preguntar más pero el agente se había marchado. ¿Por qué había arriesgado la vida para ayudarlo? ¿Quién estaba detrás? ¿Qué era lo que se tramaba?

            Llegó la hora y esta vez entraron en la celda Tejera y otros tres agentes armados con fusiles. Tejera le ató manos y pies, dejando suficiente espacio para que pudiera caminar.

            El preso sintió que los nudos no eran muy firmes y le pareció que podría desatarlos sin forcejear demasiado. Ahora estaba convencido de que había un plan y de que Tejera estaba confabulado con otros, quizá los falsos búhos de la noche anterior, para salvarlo. Si era así, alguien, en algún momento, daría la señal; tenía que esperar. Y si no era así, si estaba equivocado, tendría al menos su rayo de luz, su soplo de aire.

            Cruzaron la calle que separaba la comisaría de la plaza y allí vio el reo la horca, al verdugo y a las autoridades y gente del pueblo que se habían reunido para presenciar la ejecución.

            Avanzaban despacio, por los pasos cortos del reo. Ninguna señal todavía.

            Llegaron por fin al cadalso y ahí lo dejaron en manos del verdugo. Este le preguntó si quería capucha. Contestó que no, que quería ver qué cara tenía la muerte.

            El verdugo le puso la soga al cuello y ordenó:

            —¡Sube!

            El reo puso un pie en el primer peldaño pero nunca pasó de ahí. Esa era la señal. Sonaron disparos, irrumpieron en la plaza hombres de a caballo, se soltó el reo, huyó el verdugo, sujetaron al comisario y en pocos minutos se había llenado la plaza de insurgentes armados, que se habían hecho dueños de la situación. El ataque había estado tan bien coordinado que no hubo casi víctimas; solo unos cuantos heridos en la desbandada inicial. Contribuyó al éxito y rapidez de la operación el hecho de que muchos de los insurgentes llevaran uniformes del ejército y los defensores de la plaza, creyéndolos amigos, no reaccionaran a tiempo.

            Después de desarmar al último de los policías y de dejarlo en manos amigas, Tejera trató de llevar al preso recién liberado a un lugar seguro.

            —Es una casa de gente nuestra; ahí estarás a salvo. En cuanto hayamos puesto orden en el pueblo, el jefe vendrá a verte. No quiere que te muevas de ahí.

            —Si piensas que después del tiempo que llevo encerrado me voy a quedar esperando entre cuatro paredes, mientras todos los demás pelean, estás arreglado. Dame un fusil.

            —Son órdenes del jefe.

            —Dame un fusil, te digo. ¿Para qué quieres todos esos fusiles? Solo puedes usar uno.

            —Yo tengo un solo jefe y obedezco sus órdenes.

            —Dame un fusil ¿o me vas a obligar a sacártelo por la fuerza?

            Estaban en eso cuando el jefe, en un zaino oscuro, se detuvo junto a ellos.

            —Déjalo, Tejera. Yo me ocupo de él —dijo al tiempo que desmontaba.

            El jefe lo miró burlón:

            —¿Tan pronto te has olvidado de mí?

            Vio dos ojos clavados en los suyos que no había olvidado ni podría olvidar jamás, y las mismas palabras que le volvían a la memoria con esa mirada, repetía ahora el caudillo:

            —Ya te he dicho que no me gusta deber favores. Prefiero que me los deban a mí.

            —¡Juan Ignacio!

            —¡Andrés! —y lo abrazó como a un hermano—. No tienes idea de lo que ha ocurrido. Tu juicio ha sido la chispa que ha encendido la mecha y ahora estalla la pólvora. El país está alzado en armas. Solo esperan mis órdenes. Más de la mitad de los soldados del acantonamiento vecino han desertado y la mayoría se han plegado a mis filas. Igual con la policía. Ya has visto a varios agentes que están con nosotros, como Tejera. Otros, como Gutiérrez, no vienen por la familia, pero nos apoyan y ayudan. El plan no era solo liberarte a ti. Hemos tomado el ayuntamiento, la comisaría y el cuartel; quizá tengamos que devolverlos, pero por unos días por lo menos son nuestros. La revolución empieza hoy y la señal la has dado tú; la consigna era esperar a que pisaras el primer peldaño. Lo hemos planeado así para sorprender a la plana mayor reunida en la plaza: el juez, el alcalde, los enviados del gobierno, el comisario. Hoy ellos están presos y tú eres un hombre libre. Y ahora hazme un favor. Quédate con el fusil pero vete con Tejera. Detrás de la comisaría hay dos caballos esperándolos. Tenemos mucho que hablar tú y yo.

            —¡Gracias!

            —¡Adiós! —gritó Juan Ignacio, mientras se alejaba al galope.

            —Te ha llamado Andrés ¿por qué? ¿Quién eres?

            —Es una historia larga, Joaquín. Otro día te la cuento.

            El segundo Guerra se fue pensando que, con ayuda de Juan Ignacio, acababa de escribir la primera página del segundo libro de su vida y, si triunfaba la revolución, hasta un lugarcito en la historia se habría asegurado.

            *   *   *

            Esa noche, después de la cena, Juan Ignacio pidió que los dejaran solos.

            —Oye, Andrés. No sé por qué aquí nadie te llama Andrés ni parece conocerte por ese nombre. Ni por qué aquí ahora todo el mundo te conoce como “el segundo Guerra”. He hecho averiguaciones y todo lo que me cuentan de Andrés Guerra casa perfectamente con lo que yo sé de ti. ¿Quién eres?

            —Me gusta lo de “segundo Guerra”. Tienen razón. Y tú también —se quedó un rato pensativo, mirando el piso, sin saber cómo continuar—. Yo fui Andrés Guerra, pero ya no lo soy. En realidad, me he muerto dos veces: una para el mundo y otra vez para mí mismo —y le contó la historia completa, sin omitir detalle.

            —¿Has tratado de contárselo a tu mujer?

            —No es mi mujer; es la viuda de Guerra. Y está convencida de que yo maté al marido.

            —¿Le has escrito? Ella debe de conocer tu letra.

            —¿Y qué le digo? ¿Que no llore la muerte de Andrés pero que Andrés está muerto de todas maneras? ¿Que mis sentimientos por ella y mis hijos no han cambiado pero que todo lo demás sí ha cambiado y el hombre que ella amó ya no existe? ¿Que en lugar de volverme con ellos ahora quiero hacer la revolución a tu lado? ¿Eso le digo?

            —Andrés Guerra no está muerto; ha cambiado, Andrés. Ha muerto solo en el sentido en que un niño deja de existir cuando crece y se hace hombre. ¿No crees que ella se sentiría mejor si supiera la verdad? ¿No quieres que hable con ella?

            —¿Tú? ¿Hablar con ella? ¡Tú tienes cosas importantes que hacer, Juan Ignacio! Gracias; gracias de todas maneras. Algún día, tal vez, más adelante, cuando hayamos hecho lo que tenemos que hacer.

            *   *   *

            “Aurelia, querida mía:

            Conoces la letra y quizá sospeches quién te escribe. No sé si Juan Ignacio habrá hablado contigo alguna vez y te habrá contado mi historia. Conociéndolo, pienso que sí; pero nunca me ha dicho nada, por eso me imagino que o no le creíste o, quizá peor, le creíste y no me has perdonado.

            Andrés quizá no haya muerto, como dice Juan Ignacio. Pero el Andrés que tú conociste y amaste en su momento dejó de existir hace tres años. El Andrés que volvió al pueblo entonces, “el segundo Guerra”, como me llamó la gente, era un hombre cambiado.

            Hay cosas, sí, que no han cambiado y se mantienen intactas: el recuerdo de un tílburi cargado de flores y, a las riendas, una visión de otro mundo; el amor que he sentido por ti desde ese momento; el amor inmenso que siento por mis hijos. Nada de eso ha cambiado.

            Hoy, después de los tres años de campaña por todo el país, después de tanta batalla y tantos trabajos, de ver tanta muerte y tantos horrores; después de toda la amargura y el dolor terrible que he sufrido a diario desde el desgarrón inicial que me separó tan injusta y violentamente de mis seres queridos, hoy creo, por fin, haber encontrado mi lugar entre los hombres y, por primera vez en mucho tiempo, queridísima Aurelia…”

            Como tantas otras cartas que había empezado a escribir Segundo Guerra —que así era como se llamaba ahora oficialmente— desde su regreso a la capital, después del triunfo de la revolución, esta también fue a dar a la papelera. Al llegar al punto en que empezaba a explicar que por fin había encontrado la paz, paraba y no podía seguir adelante. ¿Cómo decirle que a pesar del dolor del muñón incurable, no solo no se arrepentía de nada sino que estaba contento con su nueva vida? ¿Cómo decirle que prefería seguir llenando las páginas en blanco del segundo libro antes que volver al primero? ¿Cómo confesar esa verdad inconfesable?

            Así, escribiendo y rompiendo lo que acababa de escribir y volviendo a empezar otra vez, pasaron dos años más.

            Un día, cinco años después de la toma del pueblo, Aurelia, viuda de Guerra, recibió una carta de la capital. La firmaba Leopoldo Torres, director del museo de historia natural. Decía así:

            “Mi muy estimada señora:

            Como usted sabrá, el nuevo gobierno ha iniciado una ambiciosa campaña de educación popular y, como parte de esa campaña, se están ampliando y reorganizando todas las actividades del museo. El encargado de la Sala de Fauna y Flora Locales, S. Guerra, es un primo segundo de su señor esposo, Don Andrés Guerra. Ha llegado a sus oídos que Don Andrés —de quien tenemos varias piezas excepcionales, incluido un magnífico lince— no llegó a embalsamar un zorro rojo, como era su intención. Don Andrés nos había prometido enviarnos el ejemplar no bien estuviera terminado. Sentía que ese animal, una hembra joven, tenía una valiosa lección que enseñarnos. Si aún conserva pieles de su señor esposo, la reconocerá enseguida: tiene la mano izquierda trunca. S. Guerra piensa embalsamarla y exhibirla en una plataforma, en lugar principal, con una placa que diga:

            Zorro Rojo (Vulpes vulpes)

            El precio de la libertad

            Y una breve explicación de cómo se libró el animal del cepo.

            En pocos días viajará a su pueblo un representante nuestro. Por favor tenga la bondad de mostrarle todas las pieles que conserve. El museo se las pagará generosamente y usted nos habrá hecho un gran servicio.”

            Seguían un saludo de despedida y esta posdata, de otra mano:

            “En el verano tenemos cursos muy interesantes para niños de la edad de sus dos hijos mayores. Hacemos excursiones diarias al monte cercano, que yo mismo dirijo, y en ellas les enseñamos a reconocer las plantas y hierbas medicinales, los rastros de distintos animales y el canto de diferentes pájaros. Si decide mandar a los niños, podrían alojarse conmigo, aquí mismo, en el museo. Estoy seguro de que Andrés se sentiría muy feliz de ver que sus hijos aprenden con otro Guerra lo que no pudieron aprender con él.”

            Seguía una segunda posdata, escrita aún más de prisa:

            “Aunque mi habilidad no se compara con la del primer Guerra, también me gustaría poder iniciar a Felipe en el uso del machete.

            Su fiel y seguro servidor, siempre suyo, S. Guerra.”

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