Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

Observado* (1956)

Se publicó en 1993 con el título Un héroe en acción. En realidad, no se trata de ningún héroe y no hay ninguna acción. Se trata más bien de un tipo tímido, o más que tímido, pusilánime, y algo paranoico. Un pobre diablo, en suma, que, sabiéndose observado —y así, Observado, se llamó la historia en su primera versión—, trata desesperadamente de ajustar su conducta en todo momento a un modelo convencional que, según se imagina,  merecerá la aprobación de los que lo observan.

Lo he dejado para el final porque, en realidad, no es un cuento. Es más bien una disección de un síndrome psicológico.

Y, como todo lo que he escrito, es autobiográfico. Cuando lo escribí, a los 24 años, trabajaba como traductor para la Editorial Paidós y por esa época solía viajar a Buenos Aires, por término medio, una vez por mes. Entregaba mi traducción y volvía con otro libro para traducir.

No me gustaba nada ir a Buenos Aires. Otro hubiera estado encantado de tener un pretexto para ir a la capital, comer afuera, ir a un museo, ver una obra de teatro. Para mí, nada de eso. Iba, entregaba mi traducción, recogía el libro para traducir y tomaba el primer tren de vuelta a La Plata.

¿Por qué?

Fundamentalmente, por el temor de hacer papelones. Por ejemplo: el personaje —yo— ve un taxi a la distancia. ¿Lo llamo o no lo llamo? Si lo llamo a gritos y después resulta que estaba ocupado, hago un papelón. Se oye un tranvía que se acerca. ¿Corro o no corro? Si corro y después resulta que era un tranvía de la diagonal, hago un papelón. En una ventanilla hay cola y en la otra no. ¿Voy a la ventanilla sin cola? Si voy a esa ventanilla y después resulta que ahí no venden boletos, hago un papelón. Y así ad infinitum.

Cuando escribí la historia, estaba seguro de que algo parecido tenía que pasarle a otras personas. Yo estaba seguro de no ser el único tímido/pusilánime/timorato del mundo, temeroso de hacer papelones.

Le di el relato —más que relato disección— a un par de psicólogos. Ninguna reacción. Al parecer, era la primera vez que se encontraban con ese tipo de análisis del torrente de pensamientos/temores que pasan por la trastienda del pensamiento consciente de ciertas personas.

Hoy, 29 de abril de 2021, unos 65 años después, descubro por fin que este problema no es ningún invento mío y que se trata de un síndrome que hoy día afecta, en mayor o menor medida, a 15 millones de norteamericanos. Empezó a estudiarse en serio alrededor de 1985. Se llama trastorno de ansiedad social (TAS) o fobia social (social anxiety disorder (SAD) o social phobia, en inglés).

El ejemplo de Observado es un caso leve, pero presenta los síntomas principales: temor al juicio de los demás; temor de hacer el ridículo; temor de ser considerado torpe o estúpido; temor de no estar a la altura de lo que la sociedad espera de uno. Además, el personaje traspira profusamente y ¡hasta se pone colorado!

Una última aclaración: el viaje que se describe aquí no tiene nada que ver con mi trabajo para Paidós. Me había inscrito en un curso de teatro en Fray Mocho, a cargo de Oscar Ferrigno, y ese día se iniciaban las clases.

Observado

(La azarosa travesía de La Plata a Buenos Aires, con su infinitud de obstáculos casi insuperables y otros tormentos para el viajero inexperto, en los tiempos del tranvía y los andenes copados por turbas de forajidos.)

            —Acaban de avisar por teléfono. Dicen que es hoy a las siete.

            —¿Hoy?

            —A las siete.

            ¡Hoy tan luego! Miro el reloj. Son las tres. Calculo que tendré que tomar un tren de alrededor de las cinco. Dispongo de dos horas todavía. Pero, ¿qué se puede hacer en dos horas? Cuando uno tiene que terminar de corregir veinte páginas de traducción y tiene que pensar en cambiarse totalmente de ropa y quizá en bañarse también, porque da pena ponerse una camisa impecable sobre la piel sucia (tengo cutis graso), y afeitarse, porque esta barba está bien para entrecasa pero para salir ni soñarlo, y lustrarse los zapatos, porque hace semanas que no ven pomada y el cuero de mis dos pares utilizables (tengo otros abarrotando la mesa de luz, pero están rotos y cubiertos de moho porque ya hace dos o tres años que dejé de usarlos, y si no me decido a desprenderme de ellos definitivamente es porque siempre me queda una esperanza de poder volver algún día a ponerlos en condiciones —para lo cual bastaría, a lo mejor, con mandarlos al zapatero— pero, ¿quién pone en orden esa mesa de luz y se anima con el polvo y la humedad de años enteros? Y además, ¿cuándo? Si no tengo un minuto libre…) y el cuero de mis dos pares utilizables —decía— está tan raspado a los costados por mi maldita costumbre de pisarme un pie con otro, que necesitaría hacérmelos lustrar con tintura para disimular sus grandes lamparones grises (solo que para eso tendría que ir al centro, a la calle 7, y tratar de dar con un lustrabotas, y esto ya supondría vestirme especialmente —¿bañándome quizá? ¿o sin cambiarme, poniéndome el sobretodo encima y la bufanda para procurarme una apariencia más o menos presentable?— nada más que para hacerme lustrar los zapatos. Además, no sé cuánto se paga, ni sé si tendrán una tarifa fija o si, por el contrario, la retribución estará librada al criterio de cada uno y habrá que acertar con un delicado término medio que no lo haga parecer a uno ni tacaño ni idiota, pero exponiéndolo, de cualquier manera, a pasar un mal momento con el chico, delante de todo el mundo. Por otra parte, ni pensar en esto cuando a uno le avisan de improviso y solo cuenta con dos horas para hacer todo. Tal vez con más tiempo, en algún café, con un ambiente más íntimo, donde no se esté expuesto a la mirada de tantos curiosos…). Bueno; cuando hay todas estas cosas por delante —decía— ya el tiempo no alcanza para nada y uno daría oro para no tener que viajar y poder concluir tranquilamente sus tareas.

            —¿A las siete, dijiste?

            —¿Quéééé?

            —¡Si dijiste a las siete!

            —Síííí.

            ¡Y ni sé a qué hora habrá tren! No sería nada difícil que tuviera que salir antes de las cinco. Palpo el bolsillo trasero del pantalón en busca de la billetera, donde guardo el horario. Pero claro, la billetera está en el otro pantalón, el del traje para salir. No voy a tener más remedio que suspender mi trabajo, levantarme, abrir el ropero, revisar las perchas y buscar el horario. Son estas interrupciones las que me retrasan. El capítulo que estoy corrigiendo debiera haberlo terminado hace ya varios días. El trabajo se acumula y termina por absorberlo a uno; las horas libres se convierten en una quimera, ¡y hay tantas cosas que uno quisiera hacer en las horas libres! En fin; quedará para el fin de semana. (Otra quimera.)

            …                                                              

            Miro el horario: no hay escapatoria. O tomo el tren de las 16 y 50 y tengo que empezar ya mismo a vestirme, o tomo el de las 17 y 33 y llego indefectiblemente tarde.

            Por un lado prefiero llegar temprano aunque tenga que esperar media hora, porque hoy es la primera clase. Pero por otro, si el tren no se atrasa, solo llegaría diez minutos tarde y eso no me perjudicaría gran cosa (en la primera clase siempre se habla de generalidades). Pero… ¿y si se atrasa? No, no. Evidentemente es mucho riesgo. A menos que… Sí; podría sacrificar el baño y tomar el primer tren. Con eso ganaría tiempo. Pero si me baño no me quedará otra alternativa que llegar tarde. Sin embargo, ahora que las cosas dependen del baño el panorama parece haberse aclarado. Es cuestión de decidir solamente si me baño o no.

            ¿Tendré verdadera necesidad de bañarme? Claro que si me hubiera bañado ayer sería cosa decidida: no me bañaba y me iba en el de las 16 y 50. Pero la verdad es que ayer no me bañé. Ni el domingo (¿para qué, si no salí a ningún lado y con el frío uno no traspira casi?). Debo haberme bañado el sábado (antes de ir al cine) o el viernes de noche. ¡Hum! De modo que… Bueno. En el peor de los casos tendré que lavarme los pies y las axilas. (Yo traspiro mucho.) Y el problema de la ropa. ¿Me mudo o no me mudo? ¡Es tan desagradable ponerse ropa limpia y oler y andar sucio por dentro! Y el pelo. Para estar realmente limpio, lo que se dice limpio, y sentirme a gusto, tendría que lavarme el pelo. Y además, ir a la peluquería. Hace como un mes que no me lo corto. Pero ni soñar ya. Hoy está visto que tendré que resignarme a muchas cosas. Claro que después me da la sensación de que huelo y que todos se dan cuenta y se hacen señas; pero esto debe ser impresión mía, y además ¿qué voy a hacer si no tengo tiempo? (Pero los pies sí, Eduardo, eso sí; es IMPRESCINDIBLE.)

            A las 16 y 50 entonces. Tendré que salir de casa a las cuatro y media a más tardar. ¡Cómo! Prácticamente dentro de una hora. ¿Y qué puede hacerse en una hora? ¡Yo no sé cuándo voy a terminar esta traducción! Pero pagué $150… Es la primera clase… estoy sucio… no puedo ir de cualquier manera… Además, tengo que comer algo antes de salir. Hasta las doce de la noche o más no probaré bocado; tengo que preparar el portafolios, buscar el cuaderno, un libro para leer en el viaje, cargar la lapicera (puedo quedarme sin tinta en cualquier momento y después, ¿a quién le pido un lápiz? Allá no conozco a nadie…).

            Me fijo un límite para comenzar a prepararme. Me quedan cinco minutos. Y como en cinco minutos no se puede ni empezar a pensar en trabajar, decido aprovechar para echarle un vistazo al último número de Mundo Argentino que alguien dejó sobre la mesa y que todavía no tuve tiempo ni siquiera de hojear. De todos modos, la tarde está perdida. Y me entretengo, y pasan los cinco minutos y diez y quince, y entonces son los apurones.

            Desvestirme, lavarme, afeitarme (muerto de frío); vestirme, perfumarme, lustrarme los zapatos (muerto de calor, precisamente cuando ya estoy cambiado y es esencial que evite todo esfuerzo capaz de hacerme traspirar); tomar —¿tengo tiempo? ¿no tengo? tengo— el café hirviendo, recordar de golpe que no me había cepillado los dientes, que no llevaba la billetera ni la llave ni la lapicera; cepillarme los dientes, recoger la billetera y la llave, enjuagarme la boca, cargar la lapicera, orinar, buscar —¿me lo pongo? ¿no me lo pongo? me lo pongo— el sobretodo, la bufanda y los guantes y salir a la carrera, agitado y sudando, el portafolios en una mano y los guantes en la otra (no he tenido tiempo de ponérmelos), con apenas quince minutos de margen para llegar.

            —¡Hasta luegoooo!

            Salgo como una exhalación. Salgo… y ahí mismo me desinflo. ¿Voy a pie? ¿Voy en tranvía? ¿Voy en taxi? Si voy a pie, debo ir por la calle 4, a mi derecha. Si voy en tranvía o en taxi, por 5, a mi izquierda. Me gustaría ir caminando. No se depende de nadie y uno puede calcular el tiempo justo que va a demorar. Pero son quince cuadras y, si bien hace frío, para recorrerlas en menos de quince minutos (hay que sacar el pasaje y —a lo mejor— hacer cola) tendría casi que correr y llegar sofocado y exhausto (aparte del asuntito de la traspiración). Con todo, podría encontrar un taxi en el camino, probablemente en diagonal 80. Pero no; sé que esto es utópico, porque o bien no encontraré ninguno, o bien, aun cuando lo encuentre, consideraré que después de haber caminado seis o siete cuadras no vale la pena tomarlo.

            Y ya estoy caminando hacia 5. Me he decidido por el tranvía, que pasa seguido y no tarda más de ocho o diez minutos en llegar a la estación.

            Pero si ahí, ahí a mitad de cuadra ¡un taxi! ¿Desocupado? ¿Podrá ser? Estoy a punto de llamarlo. Pienso que a lo mejor grito, atraigo la atención de la gente (no me he fijado en nadie en particular, pero sé que tiene que haber alguien mirándome en la calle —el verdulero, las chiquilinas de en frente, ¡qué sé yo!—) y luego resulta que, al fin de cuentas, no era un taxi (soy corto de vista) o era, pero iba ocupado. ¡Lo llamo de todos modos!… Pero no; se ha alejado, y no me va a oír. Gritaré como un energúmeno para nada. Y de repente: “¡TAAXI!” Inútil. Ya para, ya se abre una puerta, ya lo toma alguien que lo ha llamado antes, sin hacerse problemas, sin desgañitarse, con la desenvuelta, firme y tranquila decisión del que sabe hacer esas cosas. ¡En mis propias narices! Me sube una oleada de rabia impotente. Me pongo colorado. Sé que me están mirando. ¿Quién pudo no haber visto mi impulso, mi vacilación, mi derrota? Pronto: afectar indiferencia, mirar el reloj, acelerar el paso como si nada pasara, como si supiera perfectamente adónde voy.

            Por otra parte, sé muy bien que en realidad, si hubiera querido, lo podría haber llamado: me hubiera bastado gritar. Pero no estoy para gastar en taxis. Bastante ya con viajar en primera, con los gastos de transporte en Buenos Aires y con la cuota del curso, aparte de la revista que uno siempre compra para leer en el tren. Todavía no vivo para pagarme taxis. ¡Yo no soy burgués!

            Me digo, y miro altanera, ferozmente, a una jovencita de unos dieciséis años que está en la puerta de la casa con el novio. (Me imagino que será el novio.) ¡Cómo quisiera obligarla a aceptar mi desdén! ¡Cómo quisiera que me admirara por cualquier motivo! Que me comparara mentalmente con el novio (¿quién va a ser, si no?) y reconociera mi indiscutible superioridad… Sé que no soy elegante, ni buen mozo; por eso ni intento erguirme. Al contrario, quizá me agobio un poco más (sobre todo después de lo del taxi); pero no importa. Debo tener cierta aureola heroica, cierto aspecto de remota dignidad intelectual. ¿No lo están diciendo bien claro mi desaliño, este sobretodo anticuado (tiene cinco años), los pantalones desplanchados de botamanga ancha (por lo menos debe hacer dos años que se usan angostos), mi imponente portafolios (quizá algo excesivo para mi modesta figura), mi paso decidido, casi enérgico, los mismos anteojos?… Me lamento amargamente de tener el pelo sucio y haber tenido que mojármelo y peinármelo como si usara gomina. Así, produce la impresión exactamente contraria de la que debería, como cuando lo llevo seco y románticamente revuelto.

            …

            Cuando me falta todavía para llegar a la esquina, se oye el ruido de un tranvía que se acerca. ¿Corro? Si no corro lo pierdo irremisiblemente, como un estúpido, y con el tranvía, probablemente también el tren. Y si corro y no es el tranvía o bien es el 7, el único que no me lleva a la estación, no quedaré muy lucido que digamos. ¿Y qué le dirá entonces al novio, o a quien sea, mi linda vecinita, que un momento antes se deslumbraba con mis incomparables méritos? ¿O el verdulero, a alguna de esas viejas, amigas de mi suegra, que andan por la calle curioseándolo y criticándolo todo? Además, aun cuando perdiera el tren, siempre me quedaría el de las 17 y 33. ¡Pero después de haber sacrificado el baño —que me hacía tanta falta— y de haber postergado el trabajo para llegar a tiempo, por lo menos hoy que es la primera clase!… No, sería humillante. Y sin embargo… ¿Podría llegar a tanto? Apresuro el paso. Pero nada de correr por ahora. Aunque, en realidad, cuando uno va visiblemente a la estación —el portafolios me denuncia a la legua— tan estúpido como correr el tranvía y después no tomarlo, ya sea porque no lleva a la estación o porque —¡Dios no lo permita!— uno no corrió lo suficiente, es quedarse lo más chato y dejarlo pasar sin correrlo. De modo que ya no se trata de hundirme poco más poco menos, ante mis propios ojos, ni de perder o no perder el tren a pesar de haber dejado el trabajo sin terminar y todo lo demás (ya hace mucho que aprendí, desgraciadamente, que cuando las cosas apremian no hay escrúpulos ni remordimientos que valgan: con uno mismo siempre es fácil llegar finalmente a un acuerdo); se trata sencillamente de que si no corro me puedo embarrar tanto como corriendo. Claro que mientras el tranvía no sea más que un ruido a la distancia, no voy a cometer la locura de correr. Recién a último momento, cuando ese ruido se haya convertido en una trepidante e inapelable realidad, y de golpe sienta que me falta la tierra bajo los pies y que ya no quedan alternativas capaces de sacar a flote mi dignidad hundida, recién entonces, como quien cierra los ojos y se tira al océano, correré: a pesar del sobretodo, de la traspiración, del portafolios, de mi aureola romántica y de mi admiradora adolescente. Está decidido.

            Pero esta vez tengo suerte: solo era un tranvía de la diagonal.

            El peligro ha pasado.

            …

            Tengo tiempo, así, de llegar a la esquina caminando normalmente y hasta con cierto aire de triunfo. (Porque hay que reconocer que más de uno en mi lugar se hubiera echado a correr como loco al primer signo inquietante. Después de todo, ya ves que no por nada uno tiene la fama que tiene.)

            Me detengo, pues, en la plazoleta de 5 y 55, en la parada de los tranvías. Estoy seguro —bueno, casi seguro— de que todas las líneas, salvo la del 7, llevan a la estación. Y sin embargo, me sorprendo de pronto preguntándoselo a una vieja que espera como yo, pero que evidentemente es sorda o sabe menos que yo. No entiendo lo que me contesta y no me animo a insistir. No importa; de todos modos, le puedo preguntar al guarda (porque, aunque esté casi seguro, ¿qué tiene de malo hacerle una pregunta al guarda?).

            Aparece por fin un tranvía que es el 7, o al menos eso creo yo, pues aún no alcanzo a distinguir muy bien. Esperaré a que esté un poco más cerca para bajarme a la calle. Deseo con toda mi alma que lo tome alguna otra persona, especialmente la vieja, pues sé que de este modo el coche detendrá la marcha y eso me dará tiempo para fijarme si en el cartelito con el itinerario dice “Estación” o, en caso negativo, para preguntarle al mótorman, lo cual me parece menos complicado. Porque como prácticamente no tiene nada que hacer mientras el tranvía está detenido, no hay ninguna razón para que la pregunta lo importune. Además, no me gusta subir al tranvía o bajarme cuando está andando.

            Una vez, de chico, me di un tremendo porrazo por bajar de un tranvía en movimiento y desde entonces me quedó un resquemor invencible. Claro que a mi edad, si estoy solo en una parada, no me queda más remedio que apechugar y subir. Pero de buena gana lo dejaría pasar o me fingiría rengo o impedido para obligarlo a parar del todo. Por la época en que me di el golpe, en cambio, para mí era fundamental tomarlo o bajar andando, y cuanto más rápido mejor, pues todavía era un chiquilín de pantalones cortos y ante unas amigas de mis primas, que me llevaban dos años, tenía sumo interés en parecer mayor e igualar en todo a los muchachos ya grandes que las cortejaban. ¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?, dirás vos. Quizá no mucho; pero por entonces yo estaba convencido de que los tranvías me brindaban una magnífica oportunidad para elevarme ante los ojos de ellas. Mis primas vivían a mitad de cuadra y yo, en lugar de bajarme como todo el mundo, en la esquina —donde el tranvía se detiene o por lo menos aminora la marcha— prefería hacerlo espectacularmente, a toda velocidad, frente a la puerta misma de la casa, ante su dulce alarma de débiles mujeres. Y como los otros muchachos hacían lo mismo —o lo habían hecho alguna vez— para mí, más que un acto de arrojo, era ya un expediente absolutamente necesario para dejar en salvo mi honor masculino. ¡Cómo iba a tener la cobardía de bajarme en la esquina y caminar de más! ¡Nunca! El día que me caí llevaba en la mano una valija que, al rodar yo, se abrió, dejando desparramar en medio de la calle calzoncillos, zapatillas, pañuelos, medias, camisetas: lo peor. Y para colmo de males, el guarda, que debió asustarse, hizo parar el tranvía para ver si me había lastimado. No sé si mis primas y sus amigas me vieron, ni sé si el episodio circuló o no furiosamente por el barrio; lo que sé es que para mí fue como si todo el mundo hubiera estado ahí para verme, y con eso ya tuve bastante: nunca más repetí la hazaña.

            Felizmente ahora no hay ningún peligro y todo sucede como yo quería. El tranvía no trae itinerario, sin embargo, y entonces me apresuro a preguntarle al mótorman si va a la estación o no. Pero no se lo pregunto lo bastante fuerte por temor de que me oiga la vieja o algún otro de los que esperaban junto conmigo, y puedan pensar que soy retardado, que necesito preguntar varias veces lo mismo. Y como es natural, el mótorman no me oye, y ahí me quedo en blanco, parado en medio de la calle, sin decidirme a subir. Sin embargo, un señor maduro, muy cortés, me ha oído —¡precisamente lo que yo no quería!— y al tiempo que sube me tranquiliza, confirmándome que, efectivamente, va a la estación. “Para la próxima vez ya sé” —me consuelo— y recién entonces me acuerdo de que ni siguiera he prestado atención al número del tranvía. Pero ya está por arrancar, no voy a volverme atrás ahora. ¿Le preguntaré al guarda? “¡Qué número…” No. Absolutamente ridículo. Me contestaría si soy ciego o si todavía no he aprendido los números. La próxima vez, en todo caso. Con más tiempo…

            …

            Termino de subir —en último término, pero por cierto antes de que arranque el coche— y comienzo a preparar unas monedas para el boleto. Esto no me resulta del todo fácil pues para ello tengo que sacarme los guantes, que debo sostener en la misma mano en que llevo el portafolios y buscar con la otra —¡vaya a saber dónde se han metido!— de modo que no tengo cómo sujetarme, y trastabillo con el vaivén del coche, viéndome forzado a recostarme en algún individuo paciente, porque no hay lugares libres contra el tabique ni contra la parte posterior. Además, justo en este momento, mi nariz se ha acordado de su alergia y reclama un pañuelo imperiosamente, aunque, claro está, no puedo ocuparme de ella por ahora. Es una carrera a muerte. Sé que se ha comenzado a formar gradualmente una gota casi líquida (me doy cuenta por el molesto cosquilleo que me hace dar ganas de estornudar), la cual, de no enjugarla a tiempo, habrá de terminar por caer de su propio peso (me ha sucedido, y en público). La cuestión es apurarse y no darle tiempo a cobrar dimensiones visibles. Así que mientras busco precipitadamente y aumenta el cosquilleo, trato de descubrir por la mirada de los otros si la gota ya comienza a verse o no, al tiempo que me esfuerzo por combatirla mediante violentas inspiraciones. El guarda se impacienta (siempre le cobra primero al que ha subido último, que es el que menos tiempo tiene para preparar el cambio), la gente se impacienta, uno se pone nervioso y vacila —puede caerse, incluso, pero ya nada importa absolutamente con tal de encontrar esas monedas de una vez— y busca que te busca en el sobretodo, y nada; lo desprende, busca en el saco y nada; desprende el saco, busca en el pantalón y nada; cambia de mano el portafolios y los guantes, para probar en el otro bolsillo, y siempre, nada, nada. Pero la nariz ya no espera más. Y de pronto me siento derrotado. Entonces tengo que apelar intempestivamente al primer pañuelo que encuentro (en casi todos los bolsillos llevo alguno) para no ofrecer un espectáculo lamentable. No me atrevo a sonarme como debiera porque esto sería prácticamente eterno. Me limito, pues, a restregarme la nariz vigorosamente tres o cuatro veces —demasiadas, a juzgar por el gesto del guarda, aunque insuficientes para mí— solo para procurarme un minuto de tregua y volver a la carga. Por fin, milagrosamente, aparecen en alguna parte unos níqueles. ¡Pero precisamente en el mismo momento en que el guarda, cansado, ha decidido cobrarle al caballero maduro, que desde hace buen rato está tendiendo la mano, sonriente, sin duda con el cambio exacto!

            Por un lado me alegra, pues esto me da todo el tiempo necesario para la operación, pero por otro me mortifica porque no deja de ser el reconocimiento oficial de que me he demorado en exceso.

            Para colmo, ahora descubro que las monedas son pocas. A juzgar por el tamaño hay muchas de cinco. ¿Alcanzará? A ciencia cierta no sé cuánto cuesta el boleto —quizá haya aumentado sin que yo me enterara (¡viajo tan poco y leo tan poco los diarios!)— y podría dar de menos. Vuelvo entonces precipitadamente al sobretodo (ya ha terminado con el señor maduro), donde desde un principio sé que tengo una moneda de 50 centavos, celosamente atesorada hasta ese momento para no tener que hacer cola en el subte al llegar a Buenos Aires. ¡Paciencia! Es cien veces preferible dar de más y no de menos. Por otra parte, ignorando el precio exacto del boleto, me conviene asegurarme. Todavía no puede valer 50 centavos; debe costar entre 30 y 40. Pero hay más. ¿Cómo dar, sin ponerse en evidencia, cinco monedas de 10 centavos o tres de 20 si el precio del boleto es de 40, en cuyo caso bastarían menos monedas? Prefiero, pues, no arriesgar. Y como no sé si debo esperar vuelto o no, después de pagar trato de adoptar la actitud más neutra posible, para que no parezca ni lo uno ni lo otro. Total, si cuesta menos de 50 —como creo— y viéndome distraído el guarda se queda con los 10 centavos de diferencia, ¿qué pierdo? Mucho peor sería que, después de lo sucedido, me quedara con la mano tendida, esperando el vuelto, o que lo reclamara, y que el boleto costara, después de todo, 50 centavos. Mientras finjo mirar el boleto atentamente (para enterarme, de paso, de cuánto cuesta), el guarda me devuelve finalmente los 10 centavos que recibo sin violencia, serenado y hasta satisfecho del buen resultado de mi método.

            …

            En realidad, todo esto me pasa por quedarme en la plataforma; pero me parece poco solidario y masculino pasar directamente al pasillo y hacer que el guarda vaya a cobrarle a uno al asiento. Pienso que quedándose se le ahorra un trabajo inútil, y siempre he tenido la esperanza de que él lo aprecie, sabiendo distinguir entre los que tenemos y los que no tienen esa consideración. Además, ¡es tan de hombres quedarse parado en la plataforma habiendo asientos libres en el interior del coche! (De chico, cuando viajaba con mi familia, siempre tenía que ir derecho a sentarme o al pasillo, mientras que cuando viajaba solo o con amigos mayores —especialmente a lo de mis primas— invariablemente me instalaba en la plataforma, por lo menos en el tramo final del recorrido, aunque más no fuera para demostrar que, si quería, mi lugar no estaba adentro, con los chiquilines y las mujeres, sino en la plataforma, dominio exclusivo del guarda, del canillita, del agente de policía, de los muchachones que fuman, de los obreros que ya conocen al guarda de viajar todos los días y hasta se permiten hacerle bromas a voz en cuello y, en una palabra, de todos aquellos que saben realmente cómo se viaja en un tranvía; no como uno, que ni siquiera sabe si el guarda verá con buenos o malos ojos que uno toque la campana por su cuenta, ni cuántas campanadas hay que dar para indicar si el que sube o baja es hombre o mujer, joven o viejo, y por consiguiente, si hay que detener el coche por completo o solo aminorar la marcha.) Claro que actualmente, casado y con una hija, ya he vivido lo bastante para que, salvo esos momentos iniciales, me atraigan más los asientos que la plataforma.

            …

            Sin embargo, no quiero apurarme a sentarme en cualquier sitio, como un chambón atolondrado. Y hago lo que se supone que haría cualquier pasajero de experiencia en esa situación: esperar hasta 5 y 50, donde el coche se vaciará prácticamente, como de costumbre, y habrá asientos de sobra para elegir, incluso al lado de la ventanilla. Esto me tienta, además, porque más de un pasajero poco experimentado puede pensar que uno procede tontamente al quedarse parado, cuando ahí y allá han quedado dos lugares libres (en efecto, no tienen por qué pensar que uno los ha visto tan bien como ellos); lo cual me permitirá demostrarles con infinita suficiencia, apenas unos instantes después, que el que tenía razón era yo, y que si no me sentaba era, simplemente, porque planeaba algo mejor, que ellos ni siquiera habían sospechado.

            Sin embargo, a último momento, me falta el temple necesario y apenas se desocupan los primeros asientos me encandilo como una criatura y, completamente olvidado de mi sabio plan, me apresuro a sentarme en cualquier sitio, incapaz de esperar a que se desocupen los mejores para poder elegir.

            En mi atropello, ni siquiera he elegido un buen compañero de viaje (un chico tímido, un adulto insignificante o una mujer joven) sino —tan luego— a la señora vieja, cuya imagen familiar debe haber obrado como imán. De modo que al llegar a 5 y 50, cuando efectivamente se desocupan toda clase de asientos más cómodos, vacilo, sin saber si cambiar de sitio o quedarme donde estoy, con poco espacio y del lado del pasillo (aparte de que siempre es violento viajar con un desconocido, sin tener nada que decirse e incomodándose mutuamente, cuando sobran lugares vacíos). Claro que quisiera con toda mi alma sentarme al lado de la ventanilla, en un asiento para mí solo pero, ¿cómo voy a hacerle eso a la vieja? Indudablemente se sentiría ofendida. Pensaría que cambio de lugar por aprensión a su persona, a su vejez. Además, apenas hace unos minutos, hasta le he dirigido la palabra. ¿Cómo me voy a levantar ahora para sentarme en el asiento de enfrente? Si por lo menos no fuera tan vieja, quizá no se ofendiese. Pero ella misma se encarga de solucionarme el problema, pues, pidiéndome permiso con todo descaro, se levanta y —bueno, era de prever— se sienta a sus anchas en ese mismo asiento de enfrente. Me quedo corrido y bajo la vista. Quisiera que el tranvía estuviera desierto, que el guarda no existiera, que la vieja fuera un sueño. Inevitablemente me pregunto si estaré tan sucio, o si tendré mal aliento, o si mi costumbre de resoplar por la nariz me dará aspecto de enfermo (en realidad, ni siquiera me he sonado; apenas un poco de coriza, como siempre). Miro de reojo a la vieja, pero ella, tranquila y satisfecha, no deja traslucir la menor emoción. Exploro —por primera vez— el tranvía con cautela. No me causaría ninguna gracia encontrarme ahora con un amigo. Sin embargo, la gente o no ha visto nada, o disimula bien. Como si dijeran: “No hay que tomarlo tan a pecho. Eso le pasa a cualquiera”. Pero, ¿por qué justamente a mí? ¡Vieja inmunda! ¡Ojalá te aplaste un camión!

            Miro la hora: las cinco menos dieciocho. Llego bien. Me saco los guantes y le echo otra ojeada al boleto. En parte, para tenerlo listo si sube un inspector y, en parte, para espiar el número. Pero con mucho disimulo; no vaya a ser que la gente crea que soy supersticioso y que para mí es cuestión de vida o muerte que sea capicúa. Mientras miro, lo enrollo en un dedo como si, en realidad, solo estuviera jugueteando. No es capicúa.

            Comienzo a calcular cuántas personas no tendrían que haber subido para que mi boleto fuera capicúa. Son demasiadas. Me pierdo. Más fácil me resultaría adquirir los 18 boletos que faltan para llegar al 93. Me pregunto si el guarda me los vendería. Me gustaría verle la cara. Y al fin y al cabo, no serían más que $7,20.

            Y $7,20 gastados así, una sola vez en la vida, ¿qué significan? Calculo cuánto puede gastar un hombre de mi clase social al cabo de una vida de unos sesenta años (tengo esperanzas de vivir más, por supuesto, pero no quisiera arruinar mis excelentes perspectivas fijándome un plazo demasiado generoso). A $40 por día —o $50 o más: no tengo idea de cuánto puedo gastar en ropa y comida— serían al mes $1.200 y al año unos 14.000 y pico, y eso por 60… Bueno, no sé bien, pero de todas maneras debe ser una suma bastante fabulosa como para que a su lado los $7,20 no signifiquen absolutamente nada. Lo que se dice “matemáticamente despreciable”. Entonces, si se demuestra matemáticamente que no me cuesta nada y tengo ganas de tener un capicúa, ¿por qué no lo compro?

            “—¡Guarda! Deme 18 boletos más.

             —¿¡18!?

             —Sí, 18. ¿Qué tiene? Ya hice el cálculo; son $7,20.

             —Ud. perdone, señor. Pero me parece que no le entendí del todo bien.

             —Digo que quiero 18 boletos más para llegar al 39293, que es capicúa. ¿Entiende?

             —¿Y va a pagar $7,20 por un capicúa?

             —Claro. ¿Qué tiene de malo?

             —De malo nada. Pero está prohibido.

             —¡Cómo que está prohibido!

             —Ud. viaja solo, y si viaja solo no puedo venderle más de un boleto.

             —¡Ah! ¿Entonces quiere decir que la Compañía prefiere dejar de ganar con tal de que yo no me saque el capicúa?

             —La Compañía lo único que quiere es que no se cometan irregularidades en el servicio y para eso me hace presentar planillas y me manda inspectores que controlan la numeración de los boletos.

             —Bueno: todo lo que Ud. quiera. Pero supongo que nadie puede impedirme, si se me antoja, invitar a los próximos 18 pasajeros que suban y pagarles el boleto. ¿O eso también está prohibido?

             —Ud. puede invitar a todos los pasajeros que quiera. Pero no puede obligarlos a que le acepten la invitación. Además, ¿cómo sabe que no va a subir ningún inspector antes de que hayan subido los 18 pasajeros? No señor. Perdóneme que se lo diga, pero se nota que Ud. no está muy al tanto de los pormenores del servicio. Yo no le niego que tenga toda la razón del mundo; pero lo que Ud. me pide es sencillamente imposible.”

            Sí. Estoy seguro de que el muy imbécil no se animaría a vendérmelos y ya se ve que no le sería nada difícil ampararse en cualquier subterfugio reglamentario. Y eso mientras no se le diera por insultarme directamente. Porque el tipo jamás tendría suficiente valor para ponerse a mi altura y sacar ridículamente una tira interminable de boletos de su presuntuosa maquinita, convertida así en un frívolo juguete, ante la expectativa densa y burlona de todo el tranvía.

            Y con razón; porque, ¿quién no se daría cuenta, por lo menos oscuramente, de que mi acto aparentemente infantil no hace más que proclamar a gritos que cuando uno razona con amplitud de criterio y con lógica matemática, lo que a primera vista parece tonto o imposible, no siempre lo es, y por lo tanto las posibilidades de un individuo superior siempre son mayores y hasta imprevisibles?

            ¿O hay quien dude que para pensar que $7,20 solo pueden equivaler a 18 viajes en tranvía se necesita una lóbrega e irremediable estrechez mental? Yo creo que hasta el guarda se daría cuenta.

            Así que desisto del proyecto, y me conformo sobriamente con sentirme capaz de comprar los 18 boletos, con lo cual queda a salvo mi superioridad potencial sobre el obstinado guarda y el pasaje miope.

            No faltará ocasión, algún día, de hacerlo de verdad. Solo es cuestión de tiempo.

            Y ahora me pongo a investigar cada cuántos boletos hay un capicúa. No es tan sencillo y una vez más vuelvo a perderme. Llego a la conclusión de que depende del número con que la compañía inicie la emisión. ¿Todos ceros, quizá? Me pregunto quién decidirá estas cosas. (¿Tendrán en cuenta la frecuencia de los capicúas? ¿Habrá algún técnico encargado de calcularlo todo? ¿Cada cuánto tiempo renovarán las series de boletos?) Lo que es indudable, me digo, es que algunos capicúas son mucho más hermosos y perfectos que otros. Alguna vez me gustaría sacarme el 00000. Aunque dudo que exista. Además, es seguro que lo tiraría o lo perdería en seguida. De chico, en cambio, quizá lo hubiera sabido apreciar en todo su valor. La verdad es que ya no me interesan los capicúas; hasta hay veces que tiro el boleto sin siquiera haberme fijado en el número.

            Guardo el boleto, me pongo los guantes y miro tranquilamente por la ventanilla.

            Paso por el Mercado, por el Colegio Nacional, por la Facultad de Ingeniería. Faltan tres cuadras y ya me dan ganas de comenzar a prepararme para bajar. Me alegra estar cerca de la estación, y quisiera instalarme en la plataforma para sentir asegurada la llegada. Porque aunque el tranvía se quedara sin corriente o tuviera cualquier otro percance, estoy tan cerca, que podría llegar por mis propios medios. Pase lo que pase, el tren ya no lo pierdo.

            …

            Falta una cuadra todavía. Algunos se levantan. Media cuadra. Pasamos velozmente frente al garaje de automóviles. Voy a dar una prueba de flema —me digo— y no me levanto hasta llegar casi a la esquina. Y ahora se produce el conflicto habitual.

            Hay algunos tranvías —ignoro cuáles— que siguen derecho por la calle 1 y que dejan frente a la puerta misma de la estación del ferrocarril, en tanto que otros (creo que la mayoría) doblan por 44. Si el guarda grita: “¡Estación!” al llegar a 44, no hay problema: el tranvía dobla y hay que bajarse allí. Pero si no avisa, pueden suceder dos cosas: que el tranvía siga derecho o, simplemente, que el guarda haya juzgado innecesario avisar por considerarlo sabido, y que el tranvía, sin embargo, doble. Esta vez el guarda no ha dicho nada y por las dudas yo, que a esta altura ya estoy en la plataforma delantera, listo para bajar, le pregunto al mótorman si “Este sigue derecho…” y ahí hago una pausa esperando la respuesta, pero como no contesta de inmediato —seguramente para darse importancia— agrego: “¿o dobla?”, para tratar de obligarlo a prestarme atención, y entonces sí contesta, pero con un no, a secas, lo cual no me dice absolutamente nada porque no sé a cuál de mis dos preguntas se refiere.

            De manera que me quedo sin saber lo que quería, pues ya no es posible insistir. Si sigo, corro el riesgo de que el tranvía doble y me obligue a bajarme en marcha, sin esperar la parada, para no hacer camino de más y no llegar tarde. Aparte del bochorno que supone pasarse. Así que opto por bajarme rápidamente, pues aun en caso de que siga derecho mi conducta puede justificarse de este modo: se trata de una esquina de mucho tránsito y por lo general es necesario esperar a que el varita dé paso, aparte de que muchas veces hay que hacer el cambio de vías con la aguja. De modo que es bastante razonable que si un individuo está realmente apurado por tomar el tren, no espere a que el tranvía continúe, prefiriendo caminar de más con tal de ganar tiempo. Y esto es, precisamente, lo que finjo hacer yo. Sin volver la vista, sin detenerme a averiguar para otra ocasión si ese número sigue o da vuelta, aprieto el paso como si estuviera en serio peligro de perder el tren, sorteando con bastante zozobra los vehículos que amenazan desde todos los ángulos. Mientras cruzo, le echo una rápida ojeada al reloj de la estación: todavía tengo unos cinco minutos (el mío adelanta). Pero de pronto, quizá porque he visto que alguien pasaba corriendo a mi lado, echo a correr yo también, como loco, y llego jadeante a la ventanilla.

            Aunque, en realidad, son dos ventanillas. En una hay una cola de tres personas. En la otra no hay nadie. El cartelito de ambas dice: A Pza. Constitución vía Quilmes. (De chico hubiera titubeado, pero ahora sé que Pza. Constitución y Buenos Aires es lo mismo en este caso.) Lógicamente mi impulso es ir hacia la ventanilla vacía. (Si he venido corriendo, se supone que estoy muy apurado.) Pero, ¿por qué no hay nadie? Por algo la gente —que suele saber mejor que yo lo que hace— forma cola en la otra ventanilla. Y con todo sé positivamente —porque los he comprado yo mismo— que en las dos despachan boletos equivalentes (aunque de distinto tamaño y color; lo cual siempre me hizo pensar que, después de todo, a lo mejor hay alguna diferencia que yo ignoro). Por lo menos debieran hacerlo; lo dice bien claro el cartel. Y sin embargo… ¿Estoy realmente tan apurado? Miro el reloj. Tengo prácticamente cinco minutos. Bueno, digamos cuatro… Me pongo en la cola. (Mientras a un señor que llega después que yo y que pide sonoramente en la ventanilla de al lado: “¡A Plaza, ida y vuelta, primera!”, lo atienden en seguida.) Y bueno, esas cosas tienen que pasar. ¿No les ha pasado acaso a los que están antes que yo? Ahora ya elegí la cola. No me voy a estar cambiando de un lado para otro como un chico.

            Por otra parte, la operación de pagar no es tan simple (similar a la del tranvía, aunque con variantes propias) y la cola me da tiempo para los preparativos indispensables. Primero: sacarme los guantes, que trato de poner en el bolsillo izquierdo del sobretodo (la derecha siempre la tengo ocupada con el portafolios) para conservar la mano izquierda libre. Pero son de cuero, forrados con piel: demasiado grandes, no entran, y corro peligro de que se me caigan y perderlos ($145, hace tres años). Por nada del mundo. Los sostengo fuerte con la derecha, mientras sujeto el portafolios debajo del brazo. Segundo: sacar la billetera y buscar un billete de $10 (el pasaje cuesta 7,50 u ocho y pico, no sé bien; quizá ya lo hayan aumentado). Llega mi turno y repito la fórmula del señor de al lado que juzgo satisfactoria: “A Plaza…”, mientras extiendo el billete. Me dan el pasaje y el vuelto en monedas y un billete de $1. En la mano derecha sostengo los guantes y la billetera abierta. (Me alegro de llevar poca plata por si algún carterista me la está “relojeando”.) Dispongo de la izquierda para recoger vuelto y pasaje. En primer término, el pasaje. Es difícil encontrarle un sitio totalmente seguro. (Si se pierde hay que pagar una multa formidable; no sé exactamente cuánto, pero tengo idea de que es mucho, quizá más de lo que llevo encima.) Pienso en la billetera. Me la pueden robar (y si eso me sucede en Buenos Aires, sin plata y sin pasaje, ¿cómo vuelvo?). En el sobretodo tengo pañuelos y, al sacarlos, podría perderse. Además, es probable que me lo quite al subir al tren (tengo bastante calor). Lo guardo en el pantalón. Y al tiempo que lo hago, descubro que lo he puesto junto con un montón de papeles y boletos viejos (con riesgo de presentar un boleto vencido cuando el inspector me lo reclame). Pienso que mi madre tenía razón cuando de chico me decía que no juntara basuras. Pero ya es demasiado tarde para cambiar: ahí está el vuelto, esperando que yo lo recoja; el empleado tamborileando con impaciencia y alguien detrás mío, temeroso de perder el tren, empujándome para ocupar la ventanilla. No tendré más remedio que verificar después cuál es, guiándome por la fecha (que no siempre puede leerse por no hallarse bien impresa). Recojo las monedas con dificultad y estoy a punto de tirar una al suelo, aunque consigo evitarlo; hubiera querido poner esa de 50 centavos que me han dado en el sobretodo, para tenerla a mano cuando suba al subte; pero ya no es posible y las guardo todas juntas en el pantalón, sin discriminar. Por fin, el peso; lo pongo en la billetera, que para eso la he tenido abierta (no lo dejo suelto en cualquier bolsillo por el inconveniente de los pañuelos), mientras abandono la ventanilla y me dirijo hacia el tablero con los horarios y números de andenes

            Ahora paso frente al quiosco de las revistas, y nuevamente se me ocurre que podría detenerme a comprar algo; una revista, un diario, cualquier cosa para leer, pues en definitiva me he olvidado de traer el libro; y otra vez vuelvo a decirme que no tengo tiempo, que el tren debe estar por salir, que no es cuestión de perderlo ahora, que sería todo un trastorno elegir la revista o el diario, sacar la billetera, pagar, esperar el vuelto, recogerlo, guardar la billetera, encontrarle ubicación a la revista bajo el brazo y correr —porque el tren acaba de partir— y agitarse para alcanzarlo, y aun así descubrir que en el apuro uno ha pagado de más o ha comprado algún mamarracho que le hará arrepentirse todo el viaje; y por un momento pensar locamente en volver para reclamar y hacer valer su derecho, y vacilar y detenerse y casi estar por dar vuelta, pero en seguida reaccionar y, a pesar de todo, lanzarse nuevamente a la carrera, porque el tren no da tregua y se aleja, y correr, correr siempre y cuando todo parece perdido, con las últimas fuerzas, dar un salto y… y…

            …

            Y ya estoy frente al tablero. 17 —— RÍO SANTIAGO —— No; no. Plaza, Plaza. Sí, ahí. 16.50 Pza. CONSTITUCIÓN (¡Es el mío!) v. QUILMES —— Andén … ¿Vía Quilmes, con seguridad? Sí; vía Quilmes) Andén 7.

            Bien. Andén 7. Ya no puedo perderlo. Faltan unos minutos todavía. Levanto la vista. Miro. Voy a apurarme… Nada.

            El tren no está puesto todavía.

            …

            ¡Como para conseguir asiento ahora! ¡Con toda esta gente!

            Me abro paso como puedo pero sin saber dónde detenerme. Trato de deducir por la ropa y el aspecto de la gente la zona en que habrán de quedar los vagones de primera. Me esfuerzo por arrimarme al borde del andén, aunque con cierto remordimiento, pues sé que así le estaré sacando el lugar a alguien que había llegado antes que yo. Espío de soslayo para ver si alguna mujer (los hombres que revienten) me mira con reproche. Claro que nadie dice nada. ¿Qué van a decir? ¿Acaso pretenden que uno se quede último? Pero lo miran a uno de un modo… Y bueno; que se aguanten. Yo no me he excedido ni un centímetro. Hago lo que haría cualquiera. Soy humano. Estoy en mi derecho.

            Lo que realmente me preocupa es el lugar elegido. ¿Demasiado atrás? ¿Demasiado adelante? Como no entiendo mucho de trenes, trato de imitar en todo a los que parecen conocer más a fondo los problemas de la llegada —los abonados— y tienen ya cierto instinto para saber dónde habrán de quedar las puertas.

            Ese individuo de gris, por ejemplo, que está ahí, a unos pasos, silbando tranquilamente con un diario doblado bajo el brazo, ese seguro que no se queda sin asiento. La engominada precisa, el bigotito, la raya del pantalón, los zapatos rabiosamente lustrados, todo en él inspira confianza.

            De modo que decido vigilarlo muy de cerca para tener una guía y no proceder a ciegas.

            Y aquí llega el tren.

            Pero no bien se ven las primeras volutas de humo y se oye el silbido de la locomotora, mi hombre, sin prisa, quizá hasta con cierta indolencia o hastío indefinibles, cruza las vías. Y con él, otros muchos se apuran a hacer la misma maniobra. Unos con calma; precipitada y ruidosamente otros, como si esta fuera la primera vez y festejaran la ocurrencia.

            —¡Mirá qué indios!— ha exclamado airadamente una mujer.

            El plan es sencillo: mientras que la gente del andén debe esperar a que bajen los pasajeros del tren para subir, los que cruzan las vías pueden hacerlo del otro lado, inmediatamente.

            Y yo, ¿qué hago? El hombre de gris nos mira desde el otro lado de las vías con mirada ausente. Yo me siento abandonado, solo. Y entre tanto, el tren se acerca silbando. Siguen cruzando más hombres. Todos los que cruzan son hombres. Yo soy hombre. Tendría que cruzar. No tengo por qué temer la multa —¿a quién se la podrían aplicar; cómo, en qué momento?— ni el salto (soy bastante ágil) ni el cruce, pues todavía habría tiempo (el tren viene despacio). Señores maduros, muchachitos, estudiantes y empleados han cruzado y miran tranquilos el arribo del tren, con la tranquilidad que da la ejecución de una tarea de rutina. Tienen el asiento asegurado.

            ¿Cruzo? Lo malo es que yo no soy abonado; viajo una vez cada tanto y no tengo la experiencia de esa gente. Además, para ellos, que viajan a diario a sus empleos, el viaje forma parte de sus obligaciones; ¿hasta qué punto, si cruzara, no les estaría usurpando algo que les pertenece por derecho? ¡Y las mujeres! Lo de “indios” también me alcanzaría a mí. Por otra parte, hay algunos hombres que no han cruzado: hombres respetables que están con su familia, o que no quieren aprovecharse de ese ardid poco limpio, o para quienes simplemente no es de vital importancia sentarse. Me digo que es más correcto, más caballeresco, quedarme donde estoy. ¿Por qué voy a hacer lo mismo que un estúpido compadrito engominado?

            Pero el tren ya está encima de mí y ahora me da vergüenza no haber cruzado. Trato de razonar que, después de todo, quizá no hiciera falta; si me tocara una puerta… Adopto un aire lejano, indiferente, como si estuviera más allá, infinitamente más allá de todas esas minucias (para eso me ayuda el ser considerablemente más alto que la gente que me rodea).

            Y ahora sí: el tren para; ahí viene la puerta. Pasa, se va; hay que apurarse. Se produce un empuje en masa hacia los coches. ¿El de adelante, el de atrás? ¿Han parado o seguirán moviéndose? Estoy casi a mitad de camino entre dos puertas y me dejo arrastrar. Inútil. He quedado entre los últimos.

            De los vagones baja la marea humana. La gente se ha arracimado a los costados de las puertas, esperando afanosamente a que se produzca el primer claro para invadir el tren. Por un momento pienso forcejear para ganar posiciones, pero me doy cuenta de que en mi situación no me serviría de nada. Más importante sería saber en qué puerta habrán de comenzar a subir primero. Claro. Si alguien pudiera saberlo… Pero eso también es imposible. Y entonces, de repente, pierdo todo interés en la lucha. “Chusma”, me digo. Y con heroísmo definitivo, me separo altivamente del grupo. ¡Que se maten entre ellos! ¡Por un asiento!

            …

            Subo por fin y una vez en el pasillo —por supuesto no quedan más asientos— intento seguir hacia Segunda por una remota posibilidad de que haya lugares libres.

            Pero no tardo en detenerme porque adelante también se agolpa la gente y además es esencial verificar cuanto antes si tengo el boleto en el bolsillo. El tren está por arrancar y, una vez en marcha, si descubriera que me falta ya no podría tirarme. Al menos sería peligroso. Y tendría que esperar dócilmente hasta que el inspector me lo reclamase. ¿Y qué le diría entonces? Sé muy bien que ponen multas elevadísimas. Seguro que la plata que llevo no me alcanzaría… Además, no hay que esperar ninguna clemencia por parte de los guardas o jefes de estación. Siempre se descuenta la mala intención del pasajero. Me pregunto si alguien de los que me rodean podría servirme de testigo. Recuerdo, inquieto, que nadie me ha visto con el pasaje, o sacarlo, por lo menos. ¿Qué seguridad podrían dar de que no miento, de que mi intención no era viajar “de arriba”? Aquí nadie me conoce. Me han dicho que cuando el sujeto no puede pagar la multa, lo obligan a bajarse en la primera estación y lo detienen ahí mismo o lo llevan a una comisaría. Y sin la plata y sin documentos siquiera, ¿qué podría esperarme? Por lo menos perder toda la tarde y quizá la noche también (para escarmiento), por más que me demudara y todo mi aspecto fuera el de un pobre infeliz. Para colmo mi traza desaseada, el traje arrugado y sin cepillar, los zapatos a la miseria… ¿El portafolios? ¡Pero si prácticamente lo llevo vacío! Un cuaderno en blanco, eso es todo; ni siquiera un libro, una revista técnica que pudiera dar testimonio de mis verdaderas ocupaciones… Así, ¿quién va a creer en mi solvencia moral? ¡Bonita iniciación de cursos! ¡Y con lo que necesito el tiempo!

            Se oye la señal del guarda. El tren sale. Hurgo nerviosamente en el bolsillo; papeles de toda clase (entradas de cine, boletos de tranvía, programas viejos, hojas arrancadas de la libretita de notas) se me pegan a los dedos traspirados. Debiera dejar el portafolios y los guantes en alguna parte para poder vaciar completamente el bolsillo —o todos los bolsillos, porque a lo mejor creí ponerlo en el pantalón y lo guardé en otro lado— y revisar luego cuidadosamente los papeles, uno por uno, tirando los inservibles (tarea que, sin embargo, nunca llega a cumplirse). Pero no ahora, en medio del coche, por supuesto (hasta los chicos saben que en los países adelantados nadie tira basuras en el suelo.). La sola búsqueda del boleto es ya bastante llamativa de por sí, para que siga atrayendo la atención de la gente con esta nueva y repudiable operación. Además, con el portafolios debajo del brazo y la mano derecha ocupada con los guantes, no podría hacerlo a conciencia. Pero no puedo dejar el portafolios en el piso, entre las piernas (constantemente tengo que comprimirme contra un asiento para dar paso a los que se dirigen hacia los vagones de adelante) ni en el portaequipajes. (Tendría que pedir permiso —depender, por lo tanto, de alguien—, molestar, seguir llamando la atención, correr el riesgo de que me lo roben o de olvidarlo, y todo, ¿para qué? A lo mejor para retirarlo en seguida —si decido pasar a Segunda o simplemente cambiar de vagón— y volver a pedir permiso, molestar, llamar la atención, etc.) Ni pensarlo.

            Tras las sacudidas características, el tren ha comenzado a avanzar lentamente. La ansiedad por hallar el boleto, la corrida desde el tranvía, los apretujones para subir, la atmósfera caliente y viciada del vagón y el sobretodo, que aún no he podido sacarme (¡en qué mano lo iba a llevar!) me han hecho sofocar y traspiro copiosamente. Por fin acierto a tocar un cartoncito rectangular y duro (¡tan insignificante y tan tranquilizador a la vez!) entre los pliegues de un papel —seguramente un programa de cine—; lo palpo y estoy a punto de sacarlo para mirarlo; pero de pronto pienso: ¿y entonces qué? ¿Volver a guardarlo? Es un gesto pueril. Si yo mismo he comprado el boleto y yo mismo lo he guardado en el bolsillo izquierdo del pantalón, tiene que estar en el bolsillo izquierdo del pantalón. ¿Cómo podría haber desaparecido? El bolsillo no está roto. ¿Robarlo? La billetera todavía, pero ¿quién iba a robarme un boleto? ¿Un enemigo? ¿Y para qué? ¿Para beneficiarse, o solamente para mortificarme? ¿Y en qué momento, además? Evidentemente está allí. Todo el tiempo ha estado allí y me he inquietado inútilmente. Bastará con palparlo bien. Pero… muy bien. No vaya a ser que después de todo… No; por la forma y el tacto se nota evidentemente que es un boleto. Y además se nota que es nuevo y que no ha sido picado. Bueno, todo está en orden ahora. Puede venir no más el señor Inspector, que ya me verá esgrimir mi boleto perfectamente en regla.

            Pero, pero… ¿y si me hubieran vendido un boleto con la fecha falsificada? Se supone que el pasajero tiene la obligación de verificar la corrección del boleto en ventanilla, y si no lo ha hecho entonces, después ya no es posible reclamar. (En todas partes es así.) Claro que yo nunca lo hago. Y he descontado siempre que los demás tampoco lo hacían. Pero, ¿y si me equivoco? ¿Por qué presumir tan a la ligera que todos confían ciegamente en lo que les dan a través de una ventanilla dos manos anónimas? Al fin y al cabo no sería nada improbable que detrás de esas manos hubiera un estafador; se ha dado el caso (yo mismo lo he leído: salió en los diarios). Y en estas circunstancias, ¿qué más natural que controlar el pasaje? Verdaderamente, es muy posible que yo esté en un error. ¡Hay tantas normas, tantas pequeñas acciones convenientes que uno omite por pura ignorancia! En este caso, ¿qué justificación podría dar? “No me fijé…” ¡Menuda risa le daría al inspector! Y aparte de eso, si por un azar cualquiera fuera el mío el único boleto con la fecha cambiada, ¿a quién convencería de que me lo han vendido así, en la misma ventanilla en que han expendido otros cientos de boletos en regla? ¿Cómo haría para probar que no estoy complicado en el fraude, para demostrar mi buena fe o, mejor dicho, mi ignorancia (lo cual, de todos modos, ya no sería un objetivo muy envidiable que digamos)? Y si antes no hubiera podido encontrar un testigo, menos podría encontrarlo ahora.

            Claro que tampoco hay que exagerar. Al fin y al cabo, aun cuando exista, la probabilidad de que eso suceda debe ser pequeñísima. (No obstante lo cual, cuando se descubrió la estafa de que hablaron los diarios, algún pasajero de carne y hueso, desprevenido como yo, habrá tenido que pasar por todo eso…) Y con mirar el boleto no ganaría nada, porque ni siquiera sé la fecha en que estamos. Sé que es martes y que hoy se inicia el curso. (¿Seguro que se iniciaba el martes? ¿Y si nosotros hubiéramos entendido mal? Porque si bien desde un principio se había hablado del martes, alguien —el encargado, creo— me dijo después que había cierta posibilidad de que empezara el viernes. Aunque si se tomaron el trabajo de avisarme desde Buenos Aires, sería efectivamente el martes. Y hoy es martes. Tiene que ser, porque ayer… ¿qué hice ayer? Sí; di clase en el Instituto. Y viernes no era porque en ese caso hoy no hubiera trabajado. Es martes, decididamente, y hoy se inicia el curso.) Pero tanto puede ser 13 como 14 ó 15. ¡Qué sé yo! ¡Si por lo menos hubiera comprado un diario! Pero, ¿cuándo? ¿dónde? Esto me pasa por salir siempre a último momento. Si fuera más ordenado, si preparara mis cosas con más tiempo, si me preocupara por tener todo resuelto con cierta anticipación, no me vería en estos apuros. El pelo grasiento y largo (lo siento sobre las orejas y el cuello de la camisa; hasta es posible que en algunas partes cubra ligeramente el borde de la bufanda); sin bañarme; los pantalones sin planchar, con rodilleras, y las botamangas descosidas y tan gastados que parecen de otro color que el saco.

            …

            Entre tanto estoy aquí, como un tonto, parado en medio del paso, en lugar de ir a Segunda, donde al fin y al cabo a lo mejor sobran asientos.

            Avanzo, pues, resueltamente, y entro en el otro vagón, cuando por el extremo opuesto veo venir una cantidad de personas en dirección precisamente contraria. Esto me indica con toda claridad que en los vagones de adelante hay más gente todavía. Entonces, en parte porque ya no tiene objeto mi avance y, en parte, para no parecer completamente ajeno a este hecho (en realidad, nada perdía con probar) del que los otros están bien al tanto, giro sobre mis talones e inicio la contramarcha. Pero me violenta volver a entrar en un vagón por el que acaban de verme pasar. Es reconocer mi derrota. Lo menos que podrían pensar es algo por el estilo de esto: “¡Ah, el hijo pródigo! Te creías que adelante ibas a estar mejor, pero ya ves que tuviste que volver ¡y bien pronto! Y además, no te hagas ninguna ilusión, querido, porque aquí tampoco te vas a sentar. Nosotros estamos muy cómodos así y hasta resulta reconfortante ver a alguien parado al lado nuestro”. No, no estoy dispuesto a sufrir que nadie me mire con esa benevolencia envenenada. Me resta una única salida: quedarme afuera, entre dos vagones. Claro que así pierdo prácticamente toda probabilidad de sentarme (y tengo hora y media de viaje), pues aunque se desocupe algún asiento en las estaciones intermedias estaré demasiado lejos y no faltará quien me gane de mano; pero no tardo en convencerme de que, de todos modos, la atmósfera viciada y el humo del cigarrillo del interior son sumamente perjudiciales para mi alergia y que, por lo tanto, me conviene el aire puro —aunque indudablemente bastante fresco— de la plataforma.

            Salgo y allí encuentro otro pasajero, ya instalado. Esto por un lado me disgusta, pero por otro me hace pensar que mi elección no debe haber estado tan errada.

            Yo me recuesto en frente, contra la pared del vagón de atrás, a un lado de la puerta; dejo el portafolios en el suelo, entre los pies. Por más que no pesa casi nada; pero el otro, que no la sabe, si me viera con él en la mano podría pensar que soy un estúpido al cargar con su peso, pudiendo dejarlo en el suelo. Además, aunque por el momento no me aferre de la puertita de hierro (estoy del lado derecho, del que no baja ni sube la gente) me gusta sentir la mano derecha libre: nunca se sabe lo que puede pasar.

            Y aquí estoy, ubicado al fin, respirando un poco de aire puro como una bendición. Sin embargo el viento sopla con fuerza y, como está nublado, pronto empiezo a sentir el frío de la tarde (cuando lleguemos ya va a ser de noche), sobre todo en las orejas. Claro que estoy perfectamente pertrechado contra el frío; aparte del sobretodo, la bufanda y los guantes, llevo calzoncillo largo, camiseta de abrigo, medias de lana y los dos pulóveres de rigor. ¡Si solo pudiera taparme las orejas con la bufanda! Pero la verdad es que ni siquiera me he atrevido a subirme el cuello del sobretodo porque mi vecino, sin sobretodo, ni bufanda, ni guantes, ni todo lo demás, seguramente, no parece tener el más mínimo frío. Por lo menos fuma muy tranquilo y no resopla por la nariz ni recurre al pañuelo a cada momento, como yo.

            Entonces descubro que entre su posición y la mía hay una diferencia esencial: mientras que él avanza de espaldas y el vagón, por lo tanto, lo protege considerablemente del viento, yo, del otro lado de la plataforma, lo recibo de frente, en pleno pecho. Basta para darse cuenta, con mirar su pelo y el mío. Mientras que él sigue tan peinado como al principio, el mío se ha convertido en una horrible maraña (y lo peor es que no tengo peine y, sucio como está, ya no podré volver a darle una aspecto ni medianamente decente).

            Como el lugar simétrico al que ocupa mi vecino está libre, me siento tentado de cruzar y estoy a punto de hacerlo varias veces. Pero… Es un poco infantil elegir un sitio con plena conciencia, instalarse (¡si por lo menos no hubiera puesto el portafolios en el suelo!) y un minuto después, alzando los bártulos, trasladarse al lugar de en frente. Además, me molesta tener frente a mí a ese individuo y encontrar involuntariamente su mirada a cada rato. Y como pienso que él debe sospechar que eso me fastidia, no me atrevo a cambiar de sitio porque podría atribuir mi maniobra, precisamente, a ese fastidio. Por otra parte, el hecho de que él esté bien ubicado y yo mal ubicado le concede una innegable superioridad. Si él ha elegido ese lugar conscientemente (que es lo más probable, pues de otro modo no viajaría de espaldas), al elegir yo el mío se habrá reído mentalmente de mi error, diciéndose que no tardaría en pagar las consecuencias. Y si ahora yo cambiara de lugar, en cierto modo no haría sino darle la razón, haciendo definitivo su triunfo.

            Felizmente, abrigado como estoy, me encuentro en condiciones de mantenerme firme en mi puesto por un buen rato todavía, sin acusar los impactos del frío. Claro que eso no me va a resultar fácil, porque las orejas no van a tardar en helárseme; y además, cuando se me abre la bufanda, el viento penetra fácilmente a través de la lana, atacando una zona vulnerable. Y en estas circunstancias, ajustarse la bufanda, cerrarse las solapas del sobretodo o alzarse el cuello equivaldría a una completa capitulación.

            Lo malo es que esta vez mi inexperiencia, mi poca lucidez al elegir el sitio, mi precipitación habitual, podrían costarme un buen resfrío. (Y en mí por lo general un resfrío degenera en gripe, sobre todo en esta época del año.)

            Por eso estoy nuevamente a punto de resignarme y declararme vencido —no parcialmente, levantándome el cuello, por ejemplo, que sería mucho más bochornoso, sino abiertamente, con toda honradez—, alzando el portafolios y cambiando dócilmente de lugar. Lo que me aterra es el momento de agacharme a recogerlo. En ese momento, cuando mi postura no pueda ser más miserable, el otro va a tener para sí toda la conciencia y el sabor de la victoria. Adviértase bien que él podrá mirarme y sonreírse a voluntad, que yo ni siquiera sabré si me mira o no, si disfruta o no de su triunfo. Y sumisamente tendré luego que erguirme y cruzar delante de él, sin atreverme a alzar los ojos ni mirarlo, so pena de enrojecer irremisiblemente.

            O bien tendré que hacer un comentario alegre en voz alta, como si la violencia de la situación me hubiera resbalado plácidamente por un costado: “¡Huyyy! ¡Qué frío (¿o qué tornillo? a lo mejor aprecia más una salida chabacana) hace de este lado!”.

            Pero claro que un exabrupto de esta índole jamás podría resultar natural, después de haber permanecido tieso —aparentemente inmune al frío— durante largos minutos. Y como método encubierto de disimular mi derrota sería simplemente deshonesto. Aparte del peligro evidente de que ni siquiera se dignase responderme. Por otra parte, ¿qué pasaría si tuviera el valor necesario para decir la frase con ciertos visos de legitimidad y el otro la interpretara como un deseo de trabar conversación? Decididamente, no. Si como enemigo apenas puedo tolerarlo, de amigo ocasional me resultaría sencillamente enfermante. Antes prefiero una barrera de hielo entre los dos y una mudez digna, que una pegajosa componenda sentimental. Aunque me cueste un resfrío.

            Y ahí me quedo firme, impávido, mirando decorosamente las vacas irreprochables, como si nada pasara.

            …

            Entonces alguien ha abierto la puerta, a mi lado (¿el inspector, ya?) y una cálida bocanada de aire ha llegado hasta mis pobres orejas, desde el tibio interior del vagón. Esto me hace sentir lo duro de mi sacrificio en sus justas proporciones; pero al mismo tiempo tengo mi compensación cuando una dama muy elegante, sentada en uno de los primeros asientos, se arrebuja en su abrigo de piel, al abrirse la puerta. ¡Ella está adentro y tiene frío! Y no puedo dejar de pensar que al verme a mí, completamente despeinado, erguido en medio del viento, tiene forzosamente que sentir admiración. “Sí, ya lo ves; aquí me tienes. Sin miedo, sin frío; puro como el aire que me enfría el rostro (lo único malo es que debo tener la nariz totalmente colorada… ¡bagatelas! ¿quién se va a fijar en eso?); incontaminado; estoico; ejemplar; hi…” Pero la puerta se ha cerrado de golpe. Y un señor muy pulcro se ha instalado en frente, en el mismo sitio que yo venía codiciando calladamente hasta ahora. (En efecto, me doy cuenta, así, de que no había descartado por completo la posibilidad de claudicar finalmente y ocuparlo, en caso de que el frío se hiciera realmente intenso.)

            Y ahora lo único que me resta es desear que abran seguido la puerta, que haya el mayor movimiento posible de pasajeros, que el tren pare en la mayor cantidad de estaciones (con las consiguientes treguas), que la bufanda… ¿Y si entrara al vagón?… ¡Entrar al vagón! ¡Eduardo! ¿Y tu orgullo? ¿Cómo se te ha podido ocurrir?

            En primer término: ¿Qué pensaría de ti tu vecino? ¿Él, que si bien ocupa un sitio privilegiado en comparación con el tuyo, no tiene sobretodo, ni bufanda, ni guantes; él, que tan bien ha podido sondear tu flojedad y tu inexperiencia, y que, pese a todo, aún te atribuía un resto de amor propio? (Aparte del caballero pulcro, porque ¿no quedaría mal que habiendo llegado él recién, tú te fueras, aparentemente sin ninguna otra razón?)

            En segundo término: ¿Qué quedaría de tu pomposa pureza, incontaminación, estoicismo, hidalguía, etc., etc., ante la delicada dama de las pieles que tiritaba en su asiento mullido, mientras tú desafiabas al viento? Aparte de que el papel de hijo pródigo tú sabes muy bien que no te sienta.

            En tercer término: ¿Qué pasaría con tu alergia? ¿Y con tu sobretodo? ¿Por ventura te atreverías a sacártelo y exhibir tus vergüenzas? ¿O te resignarías humildemente a dejártelo puesto y achicharrarte, y quizá estornudar, y traspirar y dar un espectáculo por todo concepto lastimoso?

            La situación es delicada. Pero yo siento que si me quedo aquí me voy a resfriar irremediablemente y es una estupidez enfermarse por haber carecido de la decisión necesaria en el momento oportuno.

            Y entonces me armo de coraje y ya estoy por vencer mis escrúpulos, cuando se abre la puerta y aparece el inspector.

            Por un momento me felicito de haberme quedado, pues me ha asaltado la loca esperanza de que los inspectores no revisen los pasajes de los que viajan en las plataformas, ya sea por solidaridad o por no considerarlo justo o por tratarse generalmente de abonados, cuyos rostros, a fuerza de verlos todos los días, terminan por hacérseles familiares, y con quienes, a veces, hasta llegan a cambiar palabras amistosas.

            Pero claro está que la ilusión no tarda en disiparse. Y me doy cuenta de que no tendré más remedio que extender mi boleto. Sin embargo, no quisiera apurarme demasiado, pues esto podría dar la sensación de que me falta madurez para calcular el momento justo en que debo presentarlo, sin gastos inútiles de energía. Además, el ademán mecánico y colectivo de los pasajeros cuando resuena la voz del inspector: ¡Abonos y boletos! me ha hecho siempre una pobre impresión de rebaño obediente, y aunque mi primer impulso sea sacarlo de inmediato, trato de retardar el gesto todo lo posible. Por otra parte, apresurarse demasiado equivale a confesar públicamente el temeroso respeto que infunde el inspector —lo cual lo pone a uno prácticamente a su merced— y, al mismo tiempo, el afán infantil de ponerse cuanto antes a cubierto de cierto vago peligro. Lo ideal sería armarse de sangre fría y esperar imperturbablemente a que el inspector le reclamase a uno dos o tres veces el boleto, y recién entonces exhibirlo, con la vista perdida en otro punto, como si el inspector estuviera en Marte y uno en la Luna. Y como siempre sueño con el triunfo que esto significaría —solo que nunca me he atrevido a desafiar tan abiertamente la autoridad del inspector— ahora cometo la imperdonable tontería de no sacar en seguida el pasaje, sin darme cuenta, en un primer momento, de que aquí, en la plataforma, la situación es completamente distinta.

            En efecto, no he previsto que siendo abonados los otros dos pasajeros —el tipo sin sobretodo y el señor pulcro— la tarea de control no insumirá casi ningún tiempo, de modo que cuando el inspector se vuelve hacia mí yo recién me estoy quitando un guante para sacar —y esto es lo peor— el boleto del bolsillo. Porque si al menos yo también pudiera ostentar displicentemente un carnet de abonado (a distancia, con incomparable dignidad, pues ya se sabe que el inspector no lo toca siquiera, conformándose modestamente con verlo desde lejos), mi actitud no carecería de cierta altura; pero después de este compás de espera —mínimo, aunque suficiente para justipreciar exactamente la situación— mi insignificante cartoncito no puede bastar para redimirme, y aunque esté en regla solo servirá para acusarme de ser ahí un perfecto intruso.

            Intruso. Esa es la palabra. Porque ahora los tres me están mirando con ojos críticos, de muda desaprobación, mientras parecen esperar que de golpe se descubra algún fraude que yo debo haber tramado solapadamente.

            Y dejándome llevar por sus recelos, yo también temo haber cometido realmente alguna grave irregularidad. Además, mientras el inspector retiene el boleto, no puedo sentirme más indefenso. ¿Qué hago si no me lo devuelve? O si me dice de pronto que no me sirve (y que, por lo tanto, tengo que pagar la multa) porque —por ejemplo— he tomado un tren equivocado que no va a Buenos Aires, que él lo lamenta mucho, que comprende mi error —aquí, cambio de gestos irónicos con los otros dos— etc., etc., pero que reglamentos son reglamentos y él no hace más que cumplir con su deber —fatigoso e ingrato, por lo demás— etc., etc., y que sus superiores y que su responsabilidad —yo debo comprender— y que su mujer y que sus hijos, y que lo siente mucho y que etc., etc. Y yo: que naturalmente, y que por supuesto, y que paciencia, y que a cualquiera le pasa y que qué sé yo cuántas cosas más.

            Y entre tanto el inspector ha mirado el boleto, me ha mirado a mí y ha vuelto a mirar el boleto. Y todavía no lo pica. ¿Rutina? ¿Desconfianza? Quizá los abonados ya lo sepan; pero yo, menos avezado, no sé aún a qué atenerme y ya creo que jamás llegaré a recuperar mi boleto. Por fin me lo devuelve, pero claro está que no sin cierto desdén. Porque, veamos un poco: ¿quién soy yo, que viajo “de boleto”, es decir, una vez cada tanto, para permitirme esos desplantes de arrogancia con el inspector, haciéndole perder un tiempo precioso con mi indolencia acartonada que a nadie engaña, cuando debiera respetarlo más que nadie? ¿Qué puedo yo saber de estas cosas, si ni siquiera sé en qué estaciones para el tren, ni qué retraso llevamos, ni cuáles son los lugares más convenientes para instalarse, ni cuáles las paradas en que el tren se llena o se vacía de ordinario, ni dónde están los baños, ni si lleva o no coche comedor, ni si las detenciones que se producen a campo raso obedecen a la necesidad de dar paso a otros trenes o a inconvenientes mecánicos, ni si… en una palabra: si no sé nada de toda esa pequeña ciencia que es patrimonio exclusivo —y orgullo— de los abonados?

            Por eso, si me hubiera apresurado humildemente a presentar mi pasaje, reconociendo mi calidad de viajero inexperto, mi actitud habría pasado casi inadvertida o bien habría inspirado cierta simpatía condescendiente. Pero ahora prácticamente me he sentenciado para todo el viaje, ganándome la inquina —bastante justificada— de los otros dos.

            Y al irse el inspector, como para hacer aún más definitiva mi soledad, uno de ellos ha comentado de improviso:

            —Parece que quiere llover.

            Y como lo ha dicho mirando hacia el cielo, sin dirigirse a nadie en particular, por un momento me pregunto si tendré que contestar algo o no. De modo que aunque hasta ahora ni se me había ocurrido pensar en el tiempo, levanto también la vista —claro que no para verificar la corrección de su pronóstico y discutirlo con aire de entendido, porque ni lo soy ni quiero aparentar serlo, sino simplemente para darle más fuerza a mi asentimiento— y estoy a punto de decirle cortésmente que sí, que es muy cierto, y hasta quizá, también, que este invierno está lloviendo mucho (¿o poco?), para no producir la impresión de que solo le contesto por compromiso, cuando se escucha la voz aplomada e inapelable del otro, que confirma:

            —Vamos a llegar con lluvia.

            Y entonces descubro de golpe que los individuos ya se conocían de antes, que los dos estaban pensando lo mismo y que su entendimiento mutuo es tal, por su experiencia común de tantos y tantos viajes compartidos, que ni siquiera necesitan mirarse para comprenderse. Es como si sellaran ante mis propias narices una alianza contra mí. Porque el solo hecho de que el autor del primer comentario no haya mirado a su compañero para hacerme entender que no debía darme por aludido, significa claramente que me ha excluido sin más de la situación, como si cualquier comentario de mi parte hubiera tenido que estar forzosamente fuera de lugar. Claro está que en estas condiciones mi actitud —con la vista clavada inquisitivamente en el cielo— no puede ser más desairada. Es exactamente como si hubiera tomado para mí algo que le ofrecían a otro.

            “¿Recién te avivás, pavote? ¿No ves que cuando vos vas, nosotros ya hace rato que estamos de vuelta?”, parecen decirme con la mirada.

            Y como ya no puedo volverme atrás y fingir que he estado mirando algún aeroplano, trato rápidamente de encontrar una justificación a mi actitud. ¿Acaso no puedo mirar el cielo, si se me da la gana y cuando se me da la gana? Así que vuelvo a escudriñarlo con terquedad deliberada y entonces, tomándome la revancha, hago un gesto de duda bien visible e impertinente, como diciendo: ¡Habrá que ver eso de la lluvia!

            Pero ellos no parecen darse por enterados (o bien tratan de hacerme comprender que de ningún modo puede afectarles mi crítica) y tranquilamente prosiguen una conversación más o menos lacónica e intermitente, de la cual entiendo muy poco y que, si bien supone una victoria para ellos y a mí me deja solo con mi resentimiento, hasta cierto punto me devuelve la libertad. Y ahora me alegro en el alma de que finjan haberse olvidado de mí.

            …

            Noche cerrada. Por la plataforma empiezan a desfilar los pasajeros más apurados hacia los primeros vagones. A través de la puerta entreabierta alcanzo a percibir la inquietud general de la gente, en el interior del coche. Hay cierta búsqueda de abrigos y bultos, y algunos hasta abandonan los asientos, sin que nadie se moleste en ocuparlos. Evidentemente, ya no puede faltar mucho para llegar. Salvo que se tratara de otra estación intermedia. Pero en ese caso habría que suponer que toda esa gente que ha empezado a prepararse y toda la que viaja de pie piensa bajar allí. Imposible; sería demasiada casualidad. Me pongo alerta. Miro la hora. Inútil, pues no sé el atraso que llevamos. Sin embargo, siguen pasando hombres y más hombres por la plataforma y, según veo, ya nadie se acuerda del frío ni se preocupa por cerrar la puerta; así que no puede faltar mucho.

            Lo primero que se me ocurre hacer es precipitarme hacia cualquiera de los dos o tres asientos libres (ahora hay para elegir), porque la verdad es que ya estoy todo dolorido de viajar parado; pero inmediatamente desecho la idea. En primer término, podría sucederme que me llevara un chasco y que los ocuparan antes que yo. Al fin y al cabo, no tengo ninguna certeza de que los que están más cerca no piensen sentarse a último momento. En segundo término, sería un engolosinamiento infantil penetrar en el coche y renegar de toda mi conducta anterior, después de haber hecho arrogantemente todo el viaje afuera y de pie, solo para gozar de un vulgar asiento unos pocos minutos. En tercer término, sería reconocer abiertamente que todo el trayecto me he venido lamentando de viajar parado, y que si no me senté fue, no porque no quise —como me gustaría que todos creyesen— sino porque no pude. En cuarto término, sería confesar que no he resistido la prueba tan bien como pretendo. En quinto término, me haría acreedor al justo desprecio de los que están a un paso de los asientos libres (hay hasta mujeres) y que, pese a ser presumiblemente más flojos que yo puesto que no han viajado a la intemperie, desdeñan sentarse. Por último, sería degradante quedarse con las migajas del festín que otros desprecian. (Quizá los que se levantaron lo hicieron, no tanto por estar apurados, sino con toda la intención de tentar perversamente a la necesitada ralea del pasillo, que todo el viaje ha venido suspirando desvergonzadamente por un mísero asiento. Como si dijeran: “Tomen, muertos de hambre; ahí tienen, no lloren más”.)

            Así que me quedo bien quieto, lleno de dignidad.

            Pero todavía no sé si permanecer donde estoy hasta el final, o si incorporarme a la corriente de los que avanzan para ganar tiempo.

            Por un lado, no tengo demasiado apuro, de modo que no tiene sentido sacrificar la tranquilidad de los últimos momentos para lanzarme a un forcejeo que, a lo sumo, podrá reportarme una ganancia de uno o dos minutos. Pero, por el otro, tampoco me gusta quedarme apoltronado, como si solo anduviera de paseo y llevase el portafolios de adorno. La situación podría resumirse así: es estúpido tratar de ganar tiempo si uno no está apurado, y aun estando apurado, es estúpido empezar a los codazos con la gente, abrir y cerrar puertas (no todas estarán abiertas y a lo mejor alguna se traba y no consigo abrirla o cerrarla —no sé bien qué sistema de cerrojo tendrán— y si uno la encuentra cerrada tiene que dejarla cerrada; por lo menos yo no soy de esos tipos guarangos que dan un portazo y ni les va ni les viene que quede cerrada o abierta y que la gente proteste por el frío), pedir permiso y molestar a medio mundo y todo para aguantarse parado un buen rato todavía —hasta que se detenga el tren— detrás de una cantidad de gente que le ha ganado a uno de mano (porque ellos, que tenían un verdadero apuro, no se han entretenido en trivialidades como yo y han ido directamente a ocupar los primeros puestos) y, en definitiva, no ganar —como decía— más que uno o dos minutos. Pero también es estúpido, teniendo ocupaciones (nadie viaja parado a Buenos Aires porque sí, y menos con un formal portafolios), no adelantar algo la llegada, cuando con eso no se pierde nada, ni siquiera un codiciado asiento, y quedarse entre los últimos, con las mujeres y los retardados.

            De manera que si bien no debo precipitarme desatentadamente hacia adelante, tampoco debo quedarme ahí hasta el final, mirando la luna, como para que la gente piense que no me he dado cuenta de la llegada. Por eso recojo el portafolios con deliberada parsimonia, dando la impresión de que hace rato que sé el momento exacto del arribo, y de que lo tengo todo calculado desde un principio. Y ahora, portafolios en mano, ya no puedo quedarme en el mismo lugar, pues eso equivaldría a admitir que el ademán ha sido prematuro e innecesario, denotando una impaciencia irracional, típica de sujetos vulgares, pero imperdonable en gente aplomada y lúcida como yo. (Además, me interesa sobremanera demostrar a mis dos rivales de enfrente que yo también entiendo de estas cosas.) Inicio, pues, la marcha con paso tranquilo, detrás de un individuo resuelto que pasa en ese momento y que seguramente se encargará de ir abriéndome el paso. Pero al entrar en el vagón, inesperadamente, mi hombre se detiene, mira en torno, da media vuelta, me pide permiso y se instala, muy fresco, en la plataforma, exactamente en el sitio que yo acabo de dejar. Entonces me doy cuenta de golpe de la situación, pues ya es tanta la gente agolpada en los vagones de adelante (para adivinarlo basta mirar cómo va la gente en el pasillo) que conviene más quedarse atrás, pero cerca de las portezuelas laterales, para bajar entre los primeros.

            Me quedo cortado, sin saber qué partido tomar. Hago un balance relámpago de mi situación: ya es demasiado tarde para volverme atrás y mendigar un segundo puesto, cuando indiscutiblemente me correspondía el primero; por lo tanto: SEGUIR; hay que seguir a toda costa; convencer de que el equivocado es el otro. Y sigo como puedo, empujando y empujado, porque todos buscan lo mismo que yo y a nadie le gusta quedarse último, y el pasillo está prácticamente atascado, y un señor y otro señor se interponen macizamente delante de mí, de espaldas, dispuestos a no ceder un palmo y a avanzar ellos primero, y nada más que ellos. Pero yo sé que desde atrás me están mirando y no puedo quedarme aquí, estancado, esperando cien años hasta que se produzca una utópica brecha que me permita llegar penosamente hasta la otra puerta del coche, donde seguramente ya no me verían y lograría así que jamás supieran si había bajado antes o después que ellos. Por eso, como no me queda otra salida y tengo que encubrir de algún modo mi torpeza, me armo de todo mi valor y acudo al último recurso que me queda: sentarme.

            ¿Ven? ¿Quién les manda creer que lo que yo quería era bajarme antes? Embrómense. Ya ven cómo se equivocaban. Al fin y al cabo, ¿qué tiene de raro? ¿No tengo derecho a sentarme si estoy cansado, o si se me da la gana? ¿O se creen que soy tan imbécil que tengo vergüenza de sentarme, como ustedes? Vamos, ¡por favor!…

            …

            Y no bien me siento, llega el tren. Decididamente, hoy no tengo suerte. Si a pesar de todo, por lo menos hubiera podido descansar un momento… Pero ni eso. Y además, mi conducta cada vez se va haciendo más indefendible. ¿Quién va a creer que me senté nada más que para mantenerme al margen de los empujones y tropelías del descenso? Si fuera un tipo realmente impasible o barrigón o si tuviera cierta edad… Por otra parte, el aire con que entré en el coche no creo que fuera el de alguien que piensa esperar pacíficamente a que todos hayan bajado para bajar él. Y ese forcejeo… Si al menos no se hubiera notado que hice lo posible por avanzar… Y bueno; al fin y al cabo podría haber cambiado de opinión. ¿O uno no es libre de sentarse y esperar tranquilamente a que bajen los demás si comprueba que hay que luchar a brazo partido por minuto más o menos? Mucho peor es llevarse todo por delante por la sencilla razón de que eso es lo que hace todo el mundo. Yo, lo que es, no me voy a dejar arrastrar así no más. Los corderitos a la majada. No, señores. No seré abonado, no seré muy diestro en algunas cosas, no siempre haré lo más correcto, pero tengo mis ideas, pienso. Si me creían otra cosa, allá ustedes. Por mí, pueden correr, matarse, sudar, gritar, si eso les gusta. A mí no me gusta. ¿Qué quieren que le haga? Yo nunca pretendí ser como ustedes. Así que, piensen lo que piensen, de aquí no me muevo.

            Me digo, y justo entonces descubro que en la estación nos espera una turba renegrida y salvaje, lista para abalanzarse sobre el tren.

            —¡Eh, dejen bajar, bárbaros!— gritan los primeros y los de atrás redoblan su presión para abrirse paso, mientras apremian los de abajo y alguno hasta se trepa como loco por una ventanilla.

            Si me quedo sentado, no bajo más.

            Es una verdad maciza como una casa, que se me viene encima de golpe. Pero está ahí y no puedo hacerme el desentendido.

            Porque está bien guardar las apariencias, conservar la dignidad, remontarse a las alturas, etc. etc. Pero ahora se trata, simplemente, de sobrevivir; y no se le puede pedir a uno que renuncie a tanto. Espero que sean lo bastante caballeros para darse cuenta; yo en el lugar de ustedes lo hubiera comprendido. Es lo menos que… En fin; no queda otra alternativa.

            Y ahora el rebaño está completo.

            …

            Una vez en el andén, el simple hecho de que haya muchísima gente más rezagada que yo me hace olvidar como por encanto mi reciente derrota.

            Mi mayor ambición, ahora, es pasar al de adelante, meterme ágilmente en aquel claro, burlar al gordo del perramus, correrme hacia la derecha y, filtrándome entre los dos viejos, ponerme por fin a la par de la rubia de negro. Seguir, entonces, un trecho a su lado, con paso cómodo, sin prisa. Hacerle creer que nuestras fuerzas son parejas, que el azar nos ha puesto juntos para darle una oportunidad a su cuerpo delicado de salir airoso de la confrontación con el mío, viril. Y entonces, cuando su vanidad femenina se hinche de placer y, ensoberbecida, esté a punto de intentar pasarme ella a mí, hacerle sentir, casi imperceptiblemente al principio, con rigor más y más inexorable después, el ritmo superior e insostenible de mi marcha masculina. Y dejarla finalmente pasmada, desprendiéndome de ella de pronto, con toda facilidad, y escurriéndome como un relámpago entre los de adelante, justo a tiempo para esquivar limpiamente —contra todo lo previsible y a fuerza de pura inspiración— al atolondrado que viene en dirección contraria y que, seguramente, se ganará en mi provecho todo el desprecio de la rubia. Por último, para coronar mi maniobra con un alarde de virtuosismo, desviarme sorpresivamente hacia el andén de enfrente, perder al parecer un tiempo precioso en enigmáticos zigzagueos y luego, otra vez, en fulminante embestida, reincorporarme espectacularmente a la corriente principal, varios lugares más adelante, tras haber sorteado astutamente un sector estancado. Y aguijoneado por el éxito, apurar, apurar aún más el paso, pensando siempre en mi rubia; apurar y sentir entre roces y cortadas que la rubia y la flaca y la vieja y el viejo y el gordo y la gorda y todos, todos los que he dejado atrás, los que voy dejando atrás, los que voy a dejar en seguida, los que dejo, los que dejé, miran perplejos cómo me alejo y achico prodigiosamente, con bruscas apariciones y reapariciones, entre la muchedumbre detenida y atónita.

            Digo que esa es mi ambición, y si bien en la práctica no me va del todo mal, es indudable que un tropezón aquí, un encontronazo allá, un falso cálculo más allá, restan a mi demostración parte del lucimiento.

            De todos modos, llego rápidamente al tablero de informaciones y allí decido vertiginosamente, para no aminorar la marcha, cuáles serán mis próximos pasos.

            En primer lugar, CABALLEROS.

            No al de enfrente, porque a ese lo conozco menos y hay empleados de guardapolvo, especialmente para atenderlo a uno, y hay que darles propina; o bien no darles ni un centavo, porque uno no necesita para nada sus servicios y eso es lo que corresponde, pero exponiéndose entonces a pasar por tacaño —cuando en realidad se trata de una cuestión de principios—; aparte de que también creo que hay peluquería y salón de lustrar y podría entrar allí por error y verme en la situación de volverme atrás confundido, como un pajuerano, o someterme pasivamente a sus servicios —que seguramente han de cobrar mucho más que en La Plata— para lo cual no estoy preparado. (No quiero ni pensar en la cara que pondría el peluquero al pasarme el peine por el pelo grasiento; ni en la del lustrabotas al ver los lamparones de mis zapatos. Además, sería absurdo venir a Constitución y esperar turno para cortarme el pelo o lustrarme los zapatos, cuando eso puedo hacerlo en la mitad del tiempo, en la esquina de mi casa y, sobre todo, con gente que conozco. Claro que algún día, cuando vaya con tiempo y ya lo tenga decidido de antemano, a lo mejor bajo a ver cómo es eso, porque la verdad es que me intriga bastante —dicen que hasta hay una sala de baños— y sería una tontería quedarme sin conocerlo.)

            Y ya estoy bajando de a dos escalones —no es tanto por el apuro sino porque me hace sentir superior— hacia el baño de siempre, gratamente familiar y cuya ENTRADA y SALIDA conozco hasta el punto de que puedo darme el lujo de mirar con el mayor desprecio a los infelices que se equivocan de lado.

            ¡Bestias! ¿Para qué está el cartel?, me dan ganas de gritarles. Porque me indigna que cuando hubo un arquitecto que se tomó el trabajo de proyectar el local con dos pasajes distintos para entrar y salir; cuando hubo un funcionario que se ganó su sueldo mandando poner los carteles, bien visibles; un dibujante que los diseñó, un grabador que los fundió y un obrero que dedicó parte de su jornada a colocarlos —nada más que para nuestra exclusiva comodidad—, cuando hubo todo este trabajo, me indigna, repito, que el primer gaznápiro vaya y lo eche completamente a perder con su estupidez. Por eso, amparado en la legalidad, bajo a todo lo que doy con la esperanza de asustar a alguno que venga a contramano y darle una buena lección. Pero esta vez no tengo oportunidad de anotarme esa pequeña victoria y, jadeante aún, elijo sobre la marcha el mingitorio más apropiado. (No es cuestión de que un tipo que entre después haga una elección mejor.) Los requisitos son: que esté cerca de la salida; que esté seco; que no estén ocupados los adyacentes. Pero no hay muchas alternativas y voy a dar al lado de un crápula zaparrastroso que —estoy seguro— va a tratar de espiarme. Esto me pone fuera de mí. No porque tenga mayores escrúpulos con respecto a mi virilidad sino, sencillamente, porque opino que nadie debe meterse en lo que no le importa, sobre todo en estas cuestiones. Y menos un individuo de esa calaña. Para colmo, no sé qué me pasa, que me estoy ahí parado, esperando impacientemente, con toda la necesidad acumulada en el viaje y el deseo de librarme cuanto antes, y… nada.

            ¡Y el muy cretino que mira de reojo! ¿Qué esperás ver, papanatas? Eso y algunas otras cosas, le diría. Pero, ¿no será un degenerado? Es sabido que muchos van a los baños de hombres a buscar candidatos. (A un amigo mío, de chico, un viejo, sin darle tiempo a nada, le agarró el miembro y de repente, diciéndole que era un pibe muy lindo, se ofreció a masturbarlo ahí no más.) Conmigo vas muerto. A la menor insinuación, te rompo la cara.

            Lo malo es que yo sigo sin novedad y ya empiezo a ponerme realmente nervioso. Porque, vamos a ver, ¿qué puede hacer en un mingitorio un individuo que no está orinando? No se necesita haber oído un cuento truculento como el de mi amigo para imaginarse lo peor. ¿Y si el tipo se cree que me estoy tirando un lance? Después de todo, ¿no fui yo el que se ubicó al lado de él? Ojo; mucho ojo. No vaya a ser que el negro este… Y bueno; si esto se prolonga, me doy media vuelta y me voy. Si no tengo ganas, ¡qué voy a hacer! Claro que eso sería mucho más sospechoso todavía. Como si realmente hubiera ido con segundas intenciones y me volviera chasqueado. No. Tengo que insistir.

            Entonces respiro hondo, recurro a mi mejor cara de perro para cortar de cuajo cualquier sospecha insidiosa y me concentro en la operación. Pero todavía estoy agitado; el corazón me late a razón de unas 120 pulsaciones por minuto y no he recobrado totalmente el aliento. Hasta que —¡gracias a Dios!— el crápula se va y al instante mi sufrida vejiga empieza, por fin, a vaciarse plácidamente, procurándome una voluptuosa sensación de poderío y bienestar.

            Ahora he quedado solo, dueño del campo.

            Ya tranquilo, se me ocurre pensar qué pasaría si al darme vuelta viera a una mujer. Probablemente tendría que echármele encima, como todos los demás. ¿Qué otra cosa podría esperar ella de nosotros? Una nena de esas no va a meterse en el baño de hombres porque sí. Además, ¿cómo quedaríamos nosotros si siguiéramos de largo, lo más campantes? Miro de reojo. No hay nadie. Naturalmente. Salvo que… A lo mejor, en uno de los baños cerrados, y me chista al pasar. ¿Qué haría entonces? ¿Entrar? Apuro no tengo. Pero no llevo preservativo. Además, ¿si nos pescan? ¿Qué dirían los otros? ¿Lo tomarían a risa o se pondrían furiosos? ¡Bah! ¡Qué va a haber!

            Entre tanto, a mi izquierda, se instala un señor que, por lo que alcanzo a ver de reojo, parece muy correcto y expeditivo. Al principio no me preocupa mayormente, pero después de unos momentos trato de apurarme, porque lo lógico es que si yo entré antes, también salga antes. Lo malo es que con la demora inicial, con el frío, con las dos horas que llevo desde que salí de casa y con el café con leche —en taza grande— que tomé antes de salir, no me va a resultar tan fácil.

            Y mientras yo vuelvo a ponerme nervioso, el señor de al lado, que sin duda debe tener una vejiga pequeñita y aristocrática, ultima la operación con rapidez y desenvoltura. ¡Y yo, entre tanto, en veremos, como si fuera algún viejo achacoso con quién sabe qué enfermedad encima!

            El mal se agudiza realmente cuando el mismo lugar vuelve a ser ocupado por otro individuo, esta vez menos correcto. Porque si este también llega a terminar antes que yo, va a dar la impresión de un verdadero desfile a mi lado, mientras yo sigo requetefirme en mi puesto, como si hubiera venido aguantando desde hace una semana.

            Felizmente no era para tanto y esta vez gano yo. Aunque al final sobreviene la complicación de costumbre, porque no puedo dejar de acordarme del cartelito que escribieron una vez en el baño del Colegio, aludiendo a esta situación: “NO AVIVARSE. MÁS DE TRES SACUDIDAS ES PAJA.” Y como a mí, digan lo que digan, nunca me bastaron tres, por más que me abstengo celosamente de una insistencia sospechosa, siempre me excedo y concluyo con cierta sensación de culpabilidad (y con el chorrito inevitable que, a pesar de todo, se escurre inoportunamente a último momento).

            ¡Parece mentira que seas tan chiquilín! ¿Todavía no aprendiste? ¡Grandote zonzo!

            Menos mal que nadie parece haberse dado cuenta. Porque ya es de por sí bastante humillante sentirse húmedo por dentro y ensuciar el calzoncillo —y quizá también hasta el pantalón— para que además todo el mundo sospeche que uno se orina encima.

            En fin; es cuestión de apurarse a prenderse para tapar cuanto antes cualquier huella que pueda haber quedado, y disimular, confiando en que el calor del cuerpo y las leyes de evaporación hagan el resto.

            ¡Jurá que es la última vez que te pasa!

            Pero claro; no soy tan imbécil. Con tener un poco más de cuidado…

            Y con esta promesa formal, ya casi completamente reconciliado conmigo mismo y perdonada la torpeza anterior, termino escrupulosamente de abrocharme el sobretodo y me encamino hacia la salida.

            Una vez en el hall, descubro que afuera ha empezado a llover.

            …

            Esto trastorna completamente mis planes, pues pensaba ir en subte hasta Retiro y de allí hacer las seis o siete cuadras restantes a pie. Ahora, evidentemente, tendré que buscar un medio de transporte más directo. Pero no sé de ninguno; de modo que tendré que ir a Ronson (o Rudson o Rawson) a preguntar. Lo malo es que ni siquiera sé si hay que pagar, ni cuánto, por la información. Según me dijeron solamente 20 centavos, pero es tan poco que parece increíble. Bonito papelón haría presentando mis 20 centavos ceremoniosamente, si la información fuera gratis o costara $1, o algo por el estilo. Y si pregunto antes cuánto cobran, podría dar la impresión de que —suponiendo que solo fueran, efectivamente, 20 centavos— mi intención al preguntar es asegurarme de que solo cuesta 20 centavos, para prescindir, en caso contrario, del informe; porque es evidente que un individuo que pregunta cuánto cuesta una mercadería antes de adquirirla, lo hace reservándose la posibilidad de no comprarla si encuentra que el precio es excesivo; como si yo no estuviera dispuesto, por ejemplo, a pagar 30 o 40 centavos, lo cual es mucho peor. Además, si realmente voy hasta Ronson y, de una manera u otra me procuro el informe, cuando me den el papelito con la indicación de algún ómnibus o troley (creo que hay un troley directo), no tendré más remedio que tomarlo. Y tomar un colectivo o troley, o lo que sea, que no se ha tomado nunca, no es nada simple. Porque veamos: hay que acertar con la parada justa, no equivocarse de cola, hacer las preguntas de rigor para asegurarse de que uno no anda extraviado, dejando la impresión de que, efectivamente, uno anda extraviado; viajar colgado en el estribo, o adentro, hecho papilla y expuesto a que le roben la cartera; ingeniárselas, a pesar de todo, para encontrar el cambio necesario para pagar un boleto que no se sabe cuánto cuesta (lo cual ya es, de por sí, una complicación; porque supongamos, por ejemplo, que en mi caso particular pidiera hasta Posadas al 1000, y que el micro en cuestión no fuera por Posadas o ni siquiera se acercara a ese barrio —en el caso de que, después de todo, me hubiera equivocado de número, o la infalibilidad de Ronson fuera un mito—; y bien, ¿qué me quedaría entonces por hacer? ¿Proclamar a los cuatro vientos que no soy de la capital, que —perdonen— no sé exactamente cómo se va a tal parte, que —si fueran tan amables— necesitaría que me indicaran dónde tengo que bajarme y qué tengo que tomar, etc., etc., y, en una palabra, que —por favor— alguien me lleve de la nariz porque en caso contrario me perderé irremediablemente como buen pajuerano que soy?) y por si todo esto fuera poco, después de haber pagado, de una u otra manera pero descubriendo siempre el lugar adonde uno se dirige, bajarse antes o pasarse de largo, o bien, para evitar este riesgo —que lo expondría a uno a las burlas de todo el mundo— confiarle su desamparo al guarda y pedirle que le avise dónde debe bajarse, quedando por entero a merced de su buena voluntad —que, lejos de buena, suele ser sencillamente pérfida— y hacer todo el viaje sobresaltado, pensando que el guarda se olvidará de avisarle o, lo que es peor, que se acordará, pero se callará la boca y disfrutará viendo cómo uno se pasa de largo en su impotente ignorancia, nada más que para vengarse por haberle creado un trabajo extra y, en definitiva, bajarse antes y mal porque ya no es posible tolerar esta incertidumbre y, y, y… Ni pensarlo. Por directo y cómodo que sea el troley, prefiero mil veces mi subte, y empaparme si es preciso, pero al menos por propia decisión. Nada de experimentos raros con ese Ronson o Rudson o Rawson, que ni siquiera sé cómo se llama.

            Y allá me voy, hacia el subte, tranquilamente y resuelto por fin, pero no satisfecho, pues en el fondo sé que acabo de desdeñar gratuitamente los beneficios de una excelente organización —¡por nada más que 20 centavos, y en estos tiempos!— sin haber solucionado nada en definitiva. Efectivamente, por agradable que sea el subte, siempre están esas siete u ocho cuadras que tendré que recorrer de algún modo (¡si parara de llover!). Y bueno; en último caso tomo un taxi o cualquier micro o tranvía que me deje bien; total, ya me las voy a arreglar.

            …

            Tal como lo había previsto, las cosas se desenvuelven sin tropiezos y hasta tengo la suerte de conseguir un asiento cerca de una puerta.

            Claro que ahora empiezo a acordarme de mi baño postergado; de mi cutis grasiento; de mi coriza, tan poco sociable; de los lamparones de mis zapatos; de mi corbata con el nudo manchado de grasa; de mi botamanga descosida y mi pantalón sin raya; de mi pelo largo, sobre la bufanda; del cuello arrugado y ordinario de mi camisa; de mi sobretodo gastado y sin forma. ¡Si por lo menos me hubiera puesto la camisa de seda, de cuellito moderno! O si tuviera un libro especializado o un diario inglés, cualquier cosa que mostrara claramente quién soy… Porque al fin y al cabo, un portafolios lo puede llevar cualquier comisionista de mala muerte. Menos mal que tengo los guantes buenos, forrados de piel. Es un solo detalle, sí; pero basta y sobra para que cualquiera se dé cuenta de que no los llevo por casualidad. Lo que pasa es que soy un intelectual desprolijo, muy por encima de esas pequeñeces; y sería capaz de llevar algo realmente valioso —como los guantes, por ejemplo— con la mayor desaprensión del mundo. Los problemas que me preocupan a mí son mucho más importantes. Toda mi presencia lo está diciendo a gritos, ¿no es así? ¿O creen que puede faltarle plata a un individuo de mi capacidad? ¿No tengo un juego Parker 51 legítimo, que mi hermana trajo directamente de Norte América? ¿O qué creen que es esa agarradera de oro que se ve en mi bolsillo? ¿No tengo un reloj Tissot? ¿No tengo una billetera de cuero de cocodrilo con un monograma de oro 18 (la acabo de sacar para buscar un dato en el horario de trenes)? ¿Y entonces? Ya ven que esas nimiedades a las que ustedes les dan tanta importancia no significan absolutamente nada. Yo quisiera saber cuántos de ustedes tienen una preparación siquiera mediana. Mejor harían en estudiar y desembrutecerse un poco, en lugar de fijarse si tengo o no planchada la raya del pantalón. ¡Infelices!

            Y después de hacerle bajar la vista a una vieja vulgar e insolente, dejo vagar mi mirada perdida, sin rencor, como conviene a alguien melancólicamente distante de la mediocridad ciudadana.

            SAN JUAN, INDEPENDENCIA, MORENO, AVENIDA… RETIRO.

            Nuevas prisas, nuevos tumultos, nuevas indecisiones y frenesíes; y una vez fuera: sigue lloviendo.

            Sigue lloviendo; sin atenuantes, como una verdad inconmovible desprendida lentamente del cielo. Y es inútil que nos amontonemos en los portales, bajo toldos y balcones, bajo cualquier reparo, cara arriba, mirando lo que le pasa al mundo. En realidad, no le pasa nada. Y las nubes no piensan confiarnos ningún secreto. Así que podemos mirar y remirar tercamente, con impaciencia o con filosofía, que, de todos modos, va a seguir lloviendo.

            Y sigue lloviendo.

            Siguió lloviendo toda la tarde y buena parte de la noche. Cuando llegué a La Plata, a eso de las 2, todavía no había parado.

            Podría detallarte largamente aún todo lo que me pasó ese día en Buenos Aires. Cómo llegué a Fray Mocho, donde Ferrigno dictaba un curso de teatro; cómo supe que no había clase ese día; cómo me metí en un continuado para hacer tiempo; cómo en lugar de cenar me empalagué con cafés-crema y una libra entera de chocolate blanco; cómo me fui a un teatro para no tener la sensación de haber hecho el viaje en vano, y me levanté después del primer acto porque la obra era inaguantable; y cómo se repitió al volver, por último, toda la odisea que vos ya conocés: subte – tren – tranvía.

            Pero lo cierto es que mi historia se ha hecho mucho más larga ya de lo que yo pensaba y, si me entretengo contándote estas y otras muchas cosas, te aseguro que me veré en un serio aprieto para ponerme al día con esa dichosa traducción de que te hablé al principio. Y como comprenderás, no puedo faltar a mis compromisos editoriales.

            Porque, en honor a la verdad, jamás hubiera podido contarte ni siquiera lo anterior, de no haber sido por los dos o tres días de descanso forzoso que me impuso la gripe que me pesqué a raíz de la mojadura.

            Sin embargo, no descarto la posibilidad de que algún día, si me veo menos apremiado por el trabajo o vuelvo a tener alguna enfermedad benigna, dé fin al relato interrumpido.

            Por si acaso, rogá por mi salud.

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