Méritos de la caca (1993)
(Reflexiones escatológicas sobre la creación literaria)
En Amadeus, la pieza de Peter Shaffer, hay una escena en que Salieri se maravilla de que las partituras originales de Mozart no tengan ninguna tachadura, ningún cambio, ninguna corrección; de que la creación haya salido perfecta de su pluma, como si Mozart —piensa Salieri— hubiera estado tomando dictado directo de Dios.
No sé cuál será el equivalente literario de Mozart. ¿Shakespeare? ¿Cervantes? No me extrañaría que más de una página del Quijote y más de una escena de Hamlet o Macbeth hayan salido de la pluma de esos gigantes tal como han llegado hasta nosotros.
Pero bajando dos o tres peldaños, cerca de Dios todavía, aunque ya no a Su lado, ¿qué pasa con los Borges, los Cortázar, los Benito Lynch, los García Márquez de este mundo? ¿Qué pasa cuando las creaciones que manan de sus plumas son obras maestras, sí, pero no obras perfectas; cuando, en suma, lo que escriben es la palabra de meros escritores, no la palabra de Dios?
Y sabiendo que la obra no es perfecta, que un Shakespeare o un Cervantes, mirando por encima del hombro, podría señalarles multitud de pequeños defectos, ¿cómo no atormentarse ante la imposibilidad de mejorar sus creaciones, tan cercanas a la perfección pero aún imperfectas? ¿Cómo no atormentarse al saber que, por mucho que se acerquen, nunca llegarán a hablar con la voz de Dios?
No es extraño entonces que, persiguiendo una meta inalcanzable, tantos de ellos, infortunados Salieris de la letras, hayan terminado muertos por su propia mano, locos, borrachos, presos (o en algún organismo internacional, que no es muy distinto).
Bajando ahora el resto de los peldaños, a ras de tierra, ¿qué nos encontramos? El escritorzuelo, el plumífero, el cagatintas o, mejor llamado en la era electrónica, cagateclas.
¡Ah! Pero ¡qué distinta es la perspectiva desde aquí abajo! ¿Qué es lo que brota de nuestras aporreadas e infelices teclas? ¿Creaciones memorables? ¿Obras tan logradas que solo las más ligeras imperfecciones nos separan del Supremo Escribidor?
No. Aquí abajo nadie corre peligro de volverse loco ni de quedar emocional o moralmente tullido buscando imposibles. Porque lo que sale de nuestras impresoras incontinentes, día y noche, es, en una sola palabra, caca. Pura caca.
Chirle, seca, moldeada, diarreica; monumental, de elefante, larguirucha y negra, de gato; en una sola pieza, gorda y robusta, o estrellada en perdigón; cagajón equino o cagarruta bovina; por su nombre o por otro —excremento, estiércol, guano, bosta— olorosa siempre, caca al fin.
¿Y qué más fácil que mejorar la caca? ¿Quién no es capaz de vigorizar un soretito escuálido o de aligerar un soretón elefantino? ¿Quién no es capaz de rociar su obra con Lysol (¡o creolina!), o de cubrirla de talco y hacerla pasar por gran oruga empolvada o nívea flor exótica? ¿Qué teclífero no es capaz de envolver el negro fruto de sus tripas en el más primoroso de los paquetes, de manera que nadie sospeche (ni huela) lo que hay dentro? ¿Quién no es capaz de convertir, con el más ligero toque de una tecla, con el simple cambio de una sola letra, sus endebles soretes en sorites, sólidos pilares de la lógica? ¿La materia fecal en materia focal? ¿Las heces en haces, y no de fibras sin digerir sino de luz?
Así, pues, no es de sorprenderse que el teclífero se pase la vida al pie de la computadora haciendo y rehaciendo, elaborando y reelaborando, humedeciendo, secando, amasando, moldeando, desinfectando, perfumando, empolvando, empaquetando: mejorando siempre, casi sin esfuerzo, el producto inicial.
Y así, mientras Borges se desespera por no poder alcanzar la cima cercana pero inaccesible, el teclífero, al pie de la montaña —demasiado lejos para ver la cumbre— vive feliz y contento al comprobar que, casi con solo tocar cualquier tecla al azar, sube un pasito más.
Lección para teclíferos, chupaláseres, guaníferos, estercolistas, bostófilos, coprógenos, excrementeros y demás cagachines, merdilunes, soretineros y tripones del mundo:
Lo importante no es llegar, lo importante es subir.
Por eso lector amigo, este teclífero, impulsado por el tecleo bienhechor de su computadora bienamada, sube y sube y sube, cada vez más alto, en un ascenso sin fin.
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