Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

La potranca, las orquídeas y el viejo (2003)

            El viejo estaba cansado de vivir.

Ya no le interesaban los cielos azules, ni los campos de girasol, ni la inmensidad del mar. Ni el olor de los tilos en primavera ni el de los pinos en verano. Ni siquiera un cielo estrellado. Ni siquiera el milagro de un zunzún suspendido entre las flores de su jardín.

            El viejo estaba cansado de vivir.

            Una tarde, mientras regaba su huerto, por pura fuerza de la costumbre, como todo lo que él hacía entonces, porque ya nada le importaba, vio que alguien había volteado parte del cerco.

—Malditos chiquilines —pensó, seguro de que otra vez habían entrado los hijos del vecino a robarle fruta.

Dejó la manguera a un lado y, todavía maldiciendo, porque el viejo, aparte de estar cansado de vivir, hay que decirlo, era un viejo malhumorado y gruñón y vivía en guerra perpetua con sus vecinos, se fue a examinar sus frutales, pensando ya en la denuncia que haría a la policía. Pero ahí se encontró con que todo estaba intacto: ninguna fruta caída, ninguna rama rota, ninguna planta pisoteada.

—Y si no fueron esos bandidos, ¿quién, entonces?

            Volvió al cerco y lo miró con más atención. Ahora se daba cuenta de que eso no era travesura de niños: parecía más bien que un animal grande había derribado la tabla de arriba de un golpe al saltarle por encima.

            ¿Ciervos? ¿Ciervos en Brooklyn? pensó desconcertado. Sabía que eran plaga en los condados vecinos de Nassau y Suffolk, pero que ya hubieran llegado a Nueva York le parecía increíble. De todos modos decidió inspeccionar el huerto. Empezó por el rincón de las hortalizas. Ahí tampoco nadie, humano o animal, había tocado nada. El viejo se sintió más tranquilo. Sabía que si hubieran entrado ciervos no le habrían dejado una planta en pie y hasta la corteza de los árboles le habrían devorado.

            Sin saber más qué pensar, decidió seguir investigando. No tuvo que andar mucho.

            —¡Mis flores! —gritó asombrado.

            El ladrón había entresacado unas pocas, sin romper la armonía de los canteros, como para hacer un ramillete. Unos tulipanes aquí, unas azaleas allá, dos o tres lilas y rododendros por aquí y unos pocos narcisos y azucenas por allá.

            ¿Un enamorado en mi jardín? se preguntó aún más desconcertado. Él mismo había juntado flores para alguien especial, hacía muchísimo tiempo, pero flores silvestres, porque entonces no tenía jardín. Le alegraba el corazón que alguien le hubiera traído un soplo de amor a su casa. Sí, sí, muy bien. Pero… ¿y el tablón caído?

            El viejo se arrodilló, se sacó las gafas y se puso a investigar en serio. Los tallos no presentaban el corte limpio de un tijeretazo ni habían sido arrancados de cuajo. Recogió unos pétalos caídos. Los comparó con hojas y tallos. Los rastros eran idénticos; pero no eran de manos humanas; los rastros eran de dientes. Dientes grandes y fuertes. ¡Alguien había estado comiéndose sus flores!

            —¿Qué ser extraordinario derriba un cerco con la fuerza de un toro y escoge flores con la picardía de una colegiala? —se preguntó atónito.

            La respuesta le llegó en forma de relincho. El viejo, que estaba todavía de rodillas junto a sus canteros, alzó la vista y creyó estar viendo visiones: a unos pocos metros, mordisqueando una magnolia, una potranca soberbia, negra como la noche, lo espiaba con el rabillo del ojo por entre las crines sedosas que, cada tanto, se apartaba de los ojos sacudiendo, nerviosa, la cabeza. Las narices dilatadas, las orejas tiesas y alerta, resoplando fuerte, rascaba impaciente la tierra con la mano izquierda. La piel sudada le brillaba con destellos de acero, le temblaban los ijares. Sin duda venía de lejos; seguramente había tenido que saltar más de un cerco y hasta alguna tapia para llegar hasta su jardín.

            ¿De dónde había salido ese ser fantástico? No llevaba bozal ni cabestro y mucho menos freno y montura. Copete enorme, crin hasta la paleta, cola larguísima; todo en ella parecía proclamar la necesidad de libertad sin riendas del animal cerril, como si acabara de escaparse, no de un establo, sino de una tropilla salvaje. Pero esto era Brooklyn, ¡no era Montana!

Reaccionando al fin, el viejo se levantó para acercarse y ver mejor aquel portento, pero no alcanzó a dar un paso cuando la bella arisca ya había desaparecido en una nube de polvo. Como se desvanece un sueño.

A partir de ese día el viejo no pudo pensar en otra cosa. Quería hacerse domador y jinete. Quería volver a verla. Quería poder acercársele sin asustarla. Quería que fueran amigos.

            El viejo dejó una abertura permanente en el cerco y la potranca volvió, pero siempre cuando él menos la esperaba. Venía de tardecita o de madrugada, cuando él había salido o estaba durmiendo. Comía unas cuantas flores, se bebía el agua que él le dejaba y desaparecía.

El viejo se pasaba horas y horas escondido en el jardín, al acecho, con la esperanza de volver a verla. Pero bastaba que él la esperase para que ella no viniera. Por fin, al comienzo del verano, cuando se inundó el aire del olor a la alheña de los setos vecinos, el viejo se llevó una bolsa de dormir al jardín y allí empezó a montar guardia noches enteras con la esperanza de verla alguna vez.

Una noche soñaba que ella se le había acercado y le hablaba al oído cuando sintió muy cerca una presencia viva. Con los ojos cerrados, pero despierto ahora, se quedó muy quieto, esperando. Tenía que ser ella.

Oyó un resoplido suave; sintió la proximidad de sus belfos, el calor húmedo de su aliento en plena cara. Otro resoplido, más suave y más cerca. Sintió —adivinó— que lo olfateaba: cara, pelo, manos, ropa. La tenía al lado, a pocos centímetros, pero no se atrevía a hacer el menor movimiento, ni siquiera a abrir los ojos.

¡Qué distinto sería todo si ella no fuera tan asustadiza, si, viéndolo dormido, se le hubiera acercado para despertarlo! ¡Con qué alegría se levantaría a recibirla! ¡Con cuánta dulzura le apartaría las crines de los ojos! ¡Con cuánta ternura le daría palmaditas en la cara y en el cuello! Y fue pensar eso y volvérsele loco el corazón dentro del pecho. Y aunque no había movido un músculo, bastó ese galope desbocado en sus entrañas para que ella pegara una espantada. Cuando abrió los ojos, ella se perdía ya en un resonar de cascos alarmados. El viejo no podía consolarse de que lo hubiera traicionado su propio corazón. Pero no se desanimó. Cada noche volvía a su puesto y cada noche, después de dos o tres horas de vigilancia inútil, terminaba quedándose dormido. Y cuando al día siguiente lo despertaban el canto de los pájaros y el primer sol de la mañana, estaba seguro de haberla visto durante la noche pero nunca sabía si la había visto de verdad o solo en sueños.

            Con todo, poco a poco fue conociéndola mejor. Su flor preferida era el girasol y lo que más le gustaba beber era agua con pétalos de rosa. Pero también comía petunias, jazmines, pensamientos, caléndulas, malvones y begonias. Nunca comía las flores al azar sino más bien por turnos: un día jazmines; otro día, pensamientos.

A veces venía tres noches seguidas y a veces desaparecía semanas enteras. Y cuando ella no venía, salía él a buscarla. Armado de unos terrones de azúcar o de un girasol o de una rosa, recorría los parques de Brooklyn o se apostaba en una esquina cualquiera a esperar.   Y así, esperando y volviendo a esperar un poco más, se pasó el verano.

Cuando empezaron a caerse las hojas y en el jardín solo quedaban crisantemos, cuando el frío de las noches lo obligó a volver a dormir bajo techo, el viejo se dio cuenta de que ya faltaba poco: pronto se acabarían las flores y, junto con las flores, también se acabarían las visitas.

Nunca había vuelto a verla con la claridad del primer día y eso le parecía muy injusto. No toleraba la idea de no verla hasta la primavera siguiente y quizá no verla nunca más. Siempre había estado seguro de que un día ella perdería el miedo y se dejaría ver. Por eso él había esperado y esperado y esperado. Pero ahora se acercaba el invierno, él se quedaría sin flores y ella no volvería más. Nunca le perdería el miedo y nunca se harían amigos. ¿Cómo podía hacer para tener siempre flores y que ella siguiera viniendo?

El viejo se sintió abatido y desalentado. Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de no perderla. ¿Qué hacer?

Le preguntó al coreano del barrio que vendía flores. El coreano le dijo que le preguntara al camionero que se las traía. El camionero se ofreció a llevarlo al vivero donde las cargaba.

Y fue poner pie en el vivero y creer el viejo que pisaba el Paraíso. Ahí había desde las flores más delicadas y exóticas hasta girasoles gigantes, suficientes para iluminar mil inviernos. Con flores así, ella seguiría viniendo todo el año; con flores así, tendría un pedazo de cielo en su jardín de Brooklyn.  Y para eso, todo lo que necesitaba era… ¡un invernadero!

El viejo se entusiasmó. Consultó a otros viveristas; habló con fabricantes y distribuidores; sacó libros de la biblioteca; contrató a un jardinero. No sería fácil decidirse: había invernaderos de todas clases, tamaños, materiales y precios, y podía comprarlo prefabricado o mandarlo a construir especialmente, quizá usando alguno de los muros de la casa. Además, la orientación era fundamental: sin suficiente sol no habría girasoles y sin girasoles no habría más visitas.

Consultó a un arquitecto. El arquitecto no era optimista: habría que hacer sitio para el invernadero, redistribuir el espacio, trasplantar arbustos y plantas, y, desde luego, talar el roble centenario. Y aun así era posible que el terreno no alcanzase. En realidad, el terreno del vecino estaba mucho mejor orientado que el suyo. ¿No podría comprárselo o al menos comprarle una parte? ¡Ahí sí que se podría construir un señor invernadero!

El viejo se sintió tentado. No iba a ser fácil y llevaría tiempo. Tendría que hacer las paces con el vecino, granjearse su buena voluntad, convencerlo de que vendiera, negociar un buen precio… Pero no era imposible y cuando tuviera su invernadero —su señor invernadero— no solo podría cultivar flores todo el año, podría cultivar flores tropicales, podría cultivar…

            ¡Orquídeas!

            Del entusiasmo pasó al paroxismo. No dudó ni un instante que a ella las orquídeas le gustarían aún más que los girasoles. Con las orquídeas, tendría aseguradas sus visitas el resto del año, quizá el resto de su vida.

Sin pensarlo más, llenó una canasta con sus mejores manzanas y se las llevó al vecino de regalo. A esa visita siguieron otras. Llamó a un abogado. La compra llevaría cierto tiempo; había que estudiar los títulos, negociar el préstamo del banco. El arquitecto y el jardinero también pedían más tiempo. El jardinero, especialmente, opinó que había que pensar en la posibilidad de producir las orquídeas en gran escala y ayudar a financiar la inversión. La idea lo fascinó. ¡Qué maravilloso sería llevar la belleza de las orquídeas a otros como él y así, quizá, darles un poco de felicidad! ¡Compartir con ellos su pedacito de cielo!

Consultó a ingenieros agrónomos y fitogenetistas, a firmas de asesoramiento financiero y de investigaciones de mercado y hasta a un experto en relaciones laborales. Consideró sus finanzas por enésima vez, consultó su horóscopo, estudió la alineación de los astros, observó las constelaciones y, como los signos parecían propicios, vendió todo lo que tenía, hipotecó la casa y se gastó hasta el último penique de sus ahorros.

Con el cambio de planes, todos pidieron más tiempo todavía. Él mismo necesitaba más tiempo que nadie. ¡Ah, si los días tuvieran 72 horas, si él tuviera otra vez 25 años!

Volvió a la biblioteca, sacó más libros, esta vez sobre orquídeas. Quería leer todo lo que se hubiera escrito, enterarse de todo lo que se supiera sobre los 800 géneros y las 25.000 especies de orquídeas. Hasta es posible que tuviera que hacer un viaje a Irian Jaya o Zamboanga para ver con sus propios ojos esa deslumbrante variedad. Y cuando terminara con las orquídeas, seguiría con los libros de economía y finanzas y derecho laboral. No tenía minuto que perder.

Por fin no quedó en el jardín helado ni una hoja ni un pájaro ni una flor. Y un buen día, la ciudad entera amaneció blanca de nieve.

A esa nevada siguieron otras y a esas otras más hasta que al fin empezaron a irrumpir en la última nieve los primeros colores de campanillas y azafranes. Pero tan enfrascado estaba el viejo en sus lecturas, tan desbordado por tantas ideas que estudiar, problemas que resolver y decisiones que tomar, que de nada de eso se dio cuenta.

Como no se dio cuenta tampoco de que hacía meses ya que alguien había cerrado el cerco y la potranca esquiva no había vuelto, ni siquiera en sueños.        

***

            Cuando se murió el viejo de las orquídeas, vino una sobrina del Uruguay para ocuparse de la sucesión y la venta de la casa de Brooklyn. Nunca había visto un caos de papeles tan grande ni desorden mayor. Y por mucho que se esforzó, ni aun con la ayuda de su abogado y amigos, pudo encontrar ninguno de los dos papeles importantes que buscaba: el testamento y el título de propiedad de la casa. Encontró en cambio, pegado a la puerta principal con cinta adhesiva, este recordatorio, que el viejo sin duda leía cada vez que salía a la calle, escrito con pulso firme en una hoja arrancada a un cuaderno escolar. 

            “Por los barrios de Brooklyn anda suelta una potranca bella y arisca. Anda suelta porque no soporta riendas ni ronzal ni freno ni montura. Si la quieres ver bien, ni se te ocurra acercártele; solo conseguirás espantarla. Siéntate tranquilamente en una esquina cualquiera, con el brazo bien extendido y un terrón de azúcar en la mano. Asegúrate de que te vea. Asegúrate de que vea el terrón. Dale tiempo. Asegúrate de que entienda que no eres impaciente, que sabrás esperar. 

            Si al fin se acerca, parando las orejas, dilatando las narices, mirándote desconfiada con el rabillo del ojo, lista a salir al galope a la menor señal de peligro, quédate muy quieto. Háblale paso. Deja que ella sola se acerque a tu mano, te la huela, se convenza de que el azúcar es azúcar y está ahí, para ella; de que no vienes con trampas, de que no escondes en la otra mano un cabestro o un lazo. 

            Cuando se lleve su azúcar, lo hará muy rápido. Por el más fugaz de los instantes sentirás el calor de sus belfos trémulos y querrás acariciarle la cara, el cuello, la crin. No importa que lo pienses: no te dará tiempo. Antes que puedas decir “¡Ven!” o “¡No te vayas!”, ella habrá vuelto las grupas, se habrá echado a trotar y la habrás perdido de vista. 

            No desesperes. Vuelve a tu esquina. Ella sabe que estarás ahí esperando con tu terrón de azúcar o con un girasol o una rosa. Un día te habrá perdido el miedo. Es posible que entonces te permita ponerte en pie, a su lado, sin espantarse; es posible que te permita, mientras con una mano le das su azúcar, acariciarle el cuello con la otra. Y si alguna vez se inquieta, relincha, se alza de manos, no temas: quizá se haya asustado solo de una sombra, de un recuerdo o de un relámpago de ansiedad que vio en tus ojos. Los dos tendrán que perder el miedo: ella de ti y tú de asustarla. 

            Pero nunca te olvides: un caballo salvaje no es un perrito faldero. El potro ama la libertad; el perro tiene vocación de esclavo. El potro no tolera amo ni jinete. El perro sin amo se muere. Y cuando tú te acercas, uno menea la cola, el otro se encabrita; cuando quieres echarles una soga al cuello, uno se deshace en fiestas, el otro sale disparado. Mientras uno te sigue por toda la casa, el otro nunca sacia su sed de horizontes. Mientras que uno nació para ser domesticado, el otro nació para galopar y beberse el viento del mundo.

            Recuerda bien todo eso y quizá un día tú y la bella potranca arisca sean buenos amigos.” 

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