Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

La pluma de la verdad* (1956)

En su primera versión se llamaba El juez, y con ese nombre se publicó en Asesur, en 1993. Aunque en casi todos los cuentos hay un toque fantástico u onírico, éste es probablemente el más fantástico de todos.

Lo inspiraron tres elementos centrales: 1) la imagen de Anubis, en mi libro de historia, con cabeza de chacal, pesando el corazón de los muertos contra la pluma de la verdad,  2) mi relación con varios perros en el curso de mi vida y 3) el pensamiento inevitable, al tenerlos hechos un ovillo, durmiendo a mis pies: ¿qué lotería perversa decide quién nace humano y quién perro? ¿Por qué es él y no yo el que está echado en el suelo, hecho un ovillo?

https://en.wikipedia.org/wiki/Book_of_the_Dead#/media/File:El_pesado_del_coraz%C3%B 3n_en_el_Papiro_de_Hunefer.jpg

En la religión egipcia solo se pesaban contra la pluma las malas acciones. Si en tu vida no habías hecho nada malo, te ganabas la inmortalidad. Las buenas acciones no contaban. Esto parece ser de una indulgencia extraordinaria. No hacía falta haber sido bueno; bastaba no haber sido malo. Con todo, ya sabemos lo liviana que es una pluma.

            En la segunda versión, de 1987, bastante más larga y más trabajada, el dueño del perro es un viejo irascible, Don Rafael, que se ha aislado del mundo y no tiene, desde luego, ninguna virtud que lo redima a la hora de rendir cuentas. Que es, con todo, lo único que le preocupa:

            “Don Rafael profesaba no creer en Dios y mucho menos en la otra vida, pero tenía un gran miedo de morirse. Y más miedo todavía, nunca confesado, de no morirse del todo y tener que responder un día de sus actos, actos que ningún juez, sentía él, por indulgente que fuera, podría perdonar.

            …

            A medida que se multiplicaban los pequeños problemas de todos los días, de fácil solución pero cada vez más acuciantes, él solo se preocupaba por los grandes problemas del más allá, que ni él ni nadie podía resolver. Por fin, con los pies en este mundo y la cabeza en el otro, cerrados los ojos a lo inmediato y abiertos solo a lo quimérico, el viejo había terminado suspendi­do en la irreali­dad.”

            …

Pero quizá lo que más pese en la balanza contra Don Rafael no sean su crueldad ni sus actos o palabras hirientes. Lo que se le reprocha más bien es su egoísmo: no haber tenido nunca el más ligero acto de bondad; literalmente, no haber hecho nunca nada por nadie.

            Con todo, el personaje más interesante —totalmente descuidado por el autor— es Alicia, la sobrina del viejo, “la sobrina que no era su sobrina” porque, en realidad, era sobrina de la finada. ¿Por qué lo visita regularmente? ¿Por qué le paga las cuentas? ¿Por qué le lee el Libro de los muertos? ¿Por qué, en fin, le tiene tanta paciencia? ¿Será quizá un ejemplo de pura bondad, eso que nunca conoció el tío?  

No es uno de mis cuentos preferidos, pero me gusta el título.

La pluma de la verdad

            …cuando un hombre se cree cerca de la muerte, le asaltan temores e inquietudes que jamás tuvo antes; las historias de otro mundo y de los castigos que allí se infligen por lo que hicimos en éste (…) le atormentan ahora por la posibilidad de que sean ciertas… Abrumado por sospechas y zozobras, empieza a cavilar en el mal que ha hecho a los demás y (…)  muchas veces despierta en la noche sobresaltado, como un niño, lleno de sombríos presentimientos.

Platón, La República, Libro primero

            Don Rafael se despertó tosiendo, con la impresión de que había oído una campanilla.

            ¿El despertador?

            Era una tos cavernosa y brutal, que parecía querer desga­rrarle el pecho.

            Sacudido todavía por las convulsiones, aturdido, se quedó escuchando.

            Solo se oía el tic tac del reloj y, en el baño contiguo, la gotera de la ducha.  En el fondo, una especie de ronquido áspero y entrecortado; seguramente el perro, otra vez con arcadas. Mucho más lejos, en la calle 7, una motocicleta a todo escape.

            ¿Lo habré apagado en sueños?

            No se acordaba de haber puesto el despertador.  ¿Para qué lo iba a poner? Si no iba nunca a ninguna parte. En otra época lo ponía por lo menos una vez por mes, cuando iba a pagar sus cuentas y a cobrar la jubilación, pero ya hacía años que Alicia, una sobrina de la finada, le hacía todos los trámites. Además, dormir era lo que le costaba, no despertarse.

            Zapatos.  Zapatos viejos.

            Ése era el olor que lo había sorprendido al despertarse. Incluso antes de despertarse.  Una mezcla inconfundible de cuero, medias sucias y moho.  Lo había sorprendido por lo intenso y lo próximo.  ¿Dónde estaba?

            Esa noche se había acostado temprano, sin cenar, porque andaba medio engripado.  Recordaba haberse calentado un poco de leche, haber tomado una aspirina o dos y haberse acostado ense­gui­da, demasiado cansado para sacar la basura o fijarse, como todas las noches, si la puerta de calle y las ventanas del frente habían quedado bien cerradas.  Ahora que lo pensaba, ni siquiera había vuelto a poner el hervidor en la heladera.  Ni siquiera…

            Otra vez te olvidaste de darle agua al perro.

            Lo que iba de la noche no había sido de sueño reparador como él había espera­do.  Se había despertado varias veces, unas tiritando, otras empapado en sudor, y siempre en medio de extra­ñas pesadillas, causadas sin duda por la fiebre.

            Y ahora ese olor que no podía explicarse y esa campanilla que todavía le hería los oídos y que él parecía haber soñado.

            ¿O habrá sido el teléfono?

            Pero, ¿quién va a llamar a estas horas?

            Estaba seguro de que era muy tarde.  Tenía la sensación de llevar una eternidad ahí tirado.  ¿Qué hora podría ser?

            Trató de ver el reloj guiándose por el tic tac, que parecía venir de atrás y mucho más arriba de lo acostumbrado; pero en aquella oscuridad ni siquiera distinguía la mesa de luz.  Lo que en cambio le llegaba con toda claridad era el olor de los zapa­tos, que tenía prácticamente encima, mezclado con el olor difuso de la madera y, más lejano, cerca del tic tac, el olor de la dentadura postiza en su vaso con agua.

            Buscó a su alrededor y comprobó que, en efecto, la mesa de luz no estaba donde tendría que haber estado. Y esa superficie dura y fría que arañaba con las uñas no era el vidrio de la mesa sino el piso de mosaico.  Evidentemente no estaba en la cama, como había creído, sino echado en el suelo, sobre la alfombra.

            ¿Cómo vine a parar aquí?

            No se sentía incómodo ni dolorido. Solo cansado y con sed.  Pero el cansancio tenía más que ver con la fiebre que con el piso. La sed tendría que esperar.  En todo caso, ahí estaba más fresco que en la cama.  Cambió de posición, se hizo un ovillo y trató de volver a dormirse. Por lo menos había resuelto el misterio del olor.  Y el teléfono —si había sido el teléfono— no había vuelto a sonar.

            Claro.  Equivocado, como siempre.

            Porque de noche o de día, ¿quién iba a llamar a su casa?

            Sus hijos hacía tiempo que habían dejado de llamarlo. Después de la muerte de la madre hicieron el esfuerzo de mantener el contacto durante unos años, pero las conversaciones, aunque empezaban bien, siempre terminaban mal. El viejo nunca había aprobado ninguna decisión de los hijos, o los ingratos esos, como los llamaba él. Cuando fueron a la universidad, porque con las carreras que habían elegido —¡filosofía y museo, tan luego!— se iban a morir de hambre; cuando dejaron los estudios, porque sin un título en este mundo no se consigue nada; cuando se casaron, porque eran demasiado jóvenes; cuando tardaron en tener hijos, porque para eso no se hubieran casado, y cuando al fin llegaron los hijos, porque ya eran demasiado viejos. Y era inútil que ellos protestaran que nunca habían pasado privaciones, que estaban contentos con lo que hacían y que, en todo caso, no había ninguna razón para que no vivieran su vida como a ellos se les daba la real gana, porque el viejo nunca escuchaba una palabra de lo que le decían y terminaba siempre sentenciando:

            —Lo que pasa con vos es que vos, perdoname, sos igual a tu madre. Ustedes dos nacieron con vocación de jilguero, para vivir entre flores. Pero el mundo no es un jardín de rosas; yo sé por qué te lo digo. El mundo es una selva que se traga a las mariposas como vos… y como tu madre, que nunca tuvo ningún sentido común.

            Y ahí ya los hijos tenían que frenarlo; que los criticara a ellos, vaya y pase, estaban resignados. Pero que la emprendiera contra su madre, contra esa pobre santa, eso no podían permitirlo. Y así lo que había empezado con la promesa de un reencuentro cálido terminaba con las acusaciones más terribles y la amenaza de no hablarse más en la vida. Amenaza que, en definitiva, se había cumplido, porque ahora ninguno de los dos lo visitaba ni lo llamaba más; le escribían, en cambio, dos o tres cartas por año, que últimamente se habían reducido a una sola, para su cumpleaños, y que él, por lo demás, nunca había contestado.

            Tenía una hermana, Sara, o, mejor dicho, había tenido una hermana ¡Vaya a saber dónde estaba ahora, si es que estaba en alguna parte!  Se habían peleado a muerte años antes de morir la finada y por mucho que ésta hizo por reconciliarlos, el viejo nunca quiso saber más nada de la hermana ni del cuñado ni de sus hijos ni permitía siquiera que se los nombrase en su presencia.

            ¿Algún amigo entonces? ¿Amigo? ¿Qué amigo? No le quedaba ninguno.  O se habían muerto, o se habían ido del país o se habían olvidado de él.  Como él se había olvidado de ellos. Ni más ni menos. En otras palabras, ¿por qué lo iban a llamar a él, si él nunca llamaba a nadie?

            Así que cuando sonaba el teléfono, que era muy, muy rara vez, ya ni siquiera lo atendía. ¿Para qué? O era equivocado o una mala noticia. Que suene nomás.

            En realidad, si tenía teléfono todavía era solo porque la sobrina había insistido.

            —¿Qué va a hacer usted solo, tío, si un día le pasa algo?

            —Que va a pasar ni pasar. Vos no pagués más la cuenta y se acabó. Yo sé lo que te digo.— Pero ella no había hecho caso de los rezongos del tío y había seguido pagando convencida, sin duda, de que si el tío quería realmente quedarse incomunicado, bien podía él mismo levantar el tubo y pedir que le cortaran la conexión. Cosa que el  viejo nunca hizo ni haría, sea por dejadez, sea por la secreta esperanza de que los hijos lo llamaran un día y él pudiera echarles en cara su olvido y su indiferencia o, mejor aún, dejar que sonara y sonara hasta reventar y ellos lo dieran por muerto y al fin, por una vez en la vida, sintieran un poco de remordimiento los ingratos esos.

            Así, pues, salvo Alicia, la sobrina que no era su sobrina, Don Rafael no tenía a nadie en el mundo.  Su único contacto con seres humanos era el mínimo e indispensable a que lo obligaban las compras.  Que detestaba con pasión.

            Don Rafael ya llevaba más de cuarenta años viviendo en el mismo barrio, en la misma casa, y nunca había aprendido el nombre de un solo vecino. Ni siquiera llegó a enterarse nunca de que Molly no era Molly la verdulera, como él creía, sino Moli, el verdulero, que se llamaba Molinuevo. Ni se dio cuenta nunca de las miradas burlonas y la risa reprimida de la gente cuando lo nombraba a él creyendo nombrarla a ella.

            A él, en cambio, todos lo conocían en el barrio; Don Rafael, cuando hablaban con él, y el Viejo Loco, a sus espaldas. Algunas vecinas —como la verdulera, por ejemplo, que nunca dejó de registrar cuidadosamente en la memoria un casamiento o un nacimiento o una muerte en veinte cuadras a la redonda— sabían la historia completa de su vida, la de su familia y hasta la del perro, que podían contar con pelos y señales, en versión expurgada para niños o sin cortes, para adultos solamente. Por eso les parecía muy natural hacerle las preguntas más irritantes: que qué noticias tenía de su hermana, que la habían operado de cataratas hacía poco ¿no?, y que qué sabía de Laurita —ella siempre tan atenta, fíjese que hasta una tarjeta les había mandado a los López para Navidad— y que si había tenido algún otro biznieto, porque ya tenía una biznieta, una nena ¿verdad?, y que cómo le iba a su hijo con el taller y que si ahora lo veía más seguido, porque después de la separación vivía otra vez en Buenos Aires ¿no?, y que si esto y que si lo otro.  Y él, que no estaba enterado de ninguna operación, ni sabía tampoco siquiera cuántos nietos tenía, ni de qué taller ni separación le hablaban, a todo contestaba de muy mal humor que sí, que bien, que tal vez, que claro, conteniendo apenas la furia, porque estaba convencido de que le preguntaban por pura maldad,  para humillarlo, para recordarle que ni sabía nada de su familia ni le importaba saberlo.

            Cretinos.

            Todavía sin poder conciliar el sueño, dio unas vueltas tratando de encontrar una posición más cómoda.

            Por lo menos se me pasó la tos.  ¡Pero que tos más rara!  ¡Y esta maldita sed!

            No se acordaba de haber comido nada salado.  En realidad, no había comido nada desde la mañana.  ¿Por qué tanta sed?  Se rascó la espalda, la cabeza, detrás de la oreja, dio unas vueltas más, bostezó y por fin se quedó quieto otra vez, estirado sobre la alfombra.

            Peor aún era cuando salía a hacer las compras sin la denta­dura postiza.

            Se la había hecho hacer varios años antes por insistencia de Alicia, que no quería volver a oírlo quejarse de dolor de muelas.

            —Sáqueselas de una vez, tío; va a ver que así vive mucho más tranquilo. Y va a poder comer churrascos otra vez.

            Ella misma lo había arrastrado al dentista y hasta había pagado las consultas y la dentadura de su propio bolsillo.  Pero nunca le quedó bien, y muy pronto terminó poniéndosela solo para salir. Salvo que a veces se olvidaba.

            Lo más humillante no era que lo vieran sin dientes o que, con su hablar ceceoso, ni siquiera pudiera hacerse entender; lo peor, lo que lo quemaba por dentro, era el olvido mismo, el papelón.  Ya bien triste era exhibir la decrepitud del cuerpo; mostrar la del cerebro era imperdonable.

            En estas ocasiones el viejo se quedaba tan mortificado que se pasaba días enteros sin volver a salir, aun cuando no tuviera qué comer en la casa.

            Fue por esa época también cuando dejó de sacar al perro. Después de la muerte de la finada, los paseos por el bosque se habían reducido a vueltas a la manzana y poco después a breves excursiones hasta la esquina. Por fin, para evitar encuentros con los vecinos y que le dieran conversación, en lugar de sacarlo a la calle empezó a soltarlo en el fondo de la casa. Así, aquel fondo, que en otro tiempo había sido jardín y orgullo de la finada, que hasta en invierno lucía pensamientos, jazmines amarillos, alegrías, hibiscos tardíos y hiedras de flor, había terminado invadido de yuyos y moscas y con olor a zoológico.

            Pero no solo había dejado de tratarse con la gente.  Gra­dual­mente había ido perdiendo todo contacto con el mundo.

            La radio no funcionaba desde hacía años; se descompuso un día y nunca la llevó a arreglar.  Los diarios, en cambio, dejó de leerlos de a poco.  Usó los anteojos de la finada mientras pudo, sin decidirse nunca a ir al oculista:  mañana sin falta.  Después de un tiempo el esfuerzo se hizo demasiado grande y se limitó a leer los titulares y las necrológicas. Hasta que un día leyó, con gran trabajo, que se había muerto el último sobreviviente de su promoción. “Otro que no hace más daño”, pensó el viejo. Y no leyó más.

            Entonces perdió la noción del tiempo.  Nunca sabía el día en que vivía. Los domingos lo tomaban siempre de sorpresa.  Una mañana, como otra cualquiera, se asomaba a la calle… y todo desierto.

            Ni siquiera de la fecha estaba seguro.  Tenía el almanaque del almacén pero o se olvidaba de arrancar los días o se olvidaba de que los había arrancado.  Dos veces se le había pasado el día de pago.  Por suerte, Alicia le había hecho todos los trámites.  La última vez, con todo, las había pasado muy mal.  Una semana entera a mate y galleta.  Ni bofe para el perro. Fue entonces cuando Alicia empezó a ocuparse de sus asuntos y a visitarlo por lo menos una vez por mes para llevarle la pensión, que, sin que lo supiera el viejo, ella estiraba pagándole todas las cuentas con su propio dinero porque la inflación se la había reducido a migajas.

            Don Rafael profesaba no creer en Dios y mucho menos en la otra vida, pero tenía un gran miedo de morirse. Y más miedo todavía, nunca confesado, de no morirse del todo y tener que responder un día de sus actos, actos que ningún juez, sentía él, por indulgente que fuera, podría perdonar.

            Un buen día se había levantado con un dolor desconocido, había visto lo viejo que estaba y ya no pudo dejar de pensar en la muerte. Cuanto peores se hicieron sus achaques y más penosa su decadencia física, cuanto más cerca se fue sintiendo del fin, más remotos se volvieron sus intereses y más grandes sus temores. Mientras que Alicia quería saber si el tío tenía luz y agua en la casa y comida en la heladera, él le pedía que le leyera la historia de las religiones. Cuando Alicia trataba de contarle detalles del último cuartelazo o noticias de la familia o chismes del barrio, él la interrumpía para que le leyera algo sobre  el antiguo Egipto.

            —¿Otra vez el Libro de los muertos? —protestaba ella.

            —Solo de los muertos aprendemos los viejos —contestaba él. Pero lo que en realidad quería saber era qué tenía que declarar el Muerto ante el juez último para ganar la felicidad eterna, qué conjuros debía pronunciar para que se le abrieran las puertas de la inmortalidad.

            A medida que se multiplicaban los pequeños problemas de todos los días, de fácil solución pero cada vez más acuciantes, él solo se preocupaba por los grandes problemas del más allá, que ni él ni nadie podía resolver. Por fin, con los pies en este mundo y la cabeza en el otro, cerrados los ojos a lo inmediato y abiertos solo a lo quimérico, el viejo había terminado suspendi­do en la irreali­dad.

            Todavía sin poder dormirse.  Ahora tenía calor.  Sed y calor. Buscó el fresco del mosaico y de nuevo se hizo una rosca.  Ahí estaba mucho mejor. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?  Ahora entendía por qué ése era el lugar preferido del perro.

            Aquí sí que se está bien.

            Aislado del mundo como estaba, sin contacto casi con seres humanos, el viejo se pasaba la vida hablando a solas o, mejor dicho, con los grandes fantasmas de su vida: su padre, muerto hacía ya una punta de años, sus hijos ausentes y, sobre todo, la finada. Con ella revivía a toda hora, de día y de noche, sin cansarse jamás, discusiones y disgustos viejos, diferencias que nunca zanjaron, quejas y reproches nunca olvidados. A veces atacaba el viejo; otras se defendía, pero siempre terminaba a los gritos y fuera de sí.

            —Ahí está el viejo, peleándose otra vez con la finada, —decía la vecina, que oía la voz del viejo por encima de la medianera. —Ese hombre está cada día más loco—.

            —Loco fue toda la vida, pero al menos ahora no le puede pegar —contestaba el marido.

            El perro era lo único que le quedaba. Se llamaba Lobo, pero para Don Rafael era como si no hubiera tenido nombre, porque siempre lo manejó a chiflidos y gritos —NO, FUERA, BASTA—, seguidos de una palabrota o un “bicho roñoso” o un “perro de tal por cual”. Eso, cuando estaba de buen humor; cuando no, llovían los rebencazos.

            Desde el primer día había sido un cachorro extraño.  Poco juguetón, tenía un aire serio, taciturno, casi melancólico.  Como si hubiera adivinado el futuro.

            La vida con el viejo no había sido fácil, sobre todo después que enviudó. El viejo se desquitaba con él de las injusticias del mundo y el perro, cuando ya no aguantaba más, de las injusticias del viejo por el único medio a su alcance: meterse en su dormito­rio a hurtadillas y usarlo de cuarto de baño. Entonces era cuando los gritos de uno y los aullidos del otro alborotaban al vecinda­rio.

            Viejo y perro eran dos caras de la misma medalla: opuestos e insepara­bles. El perro necesitaba al viejo para vivir y el viejo al perro para desahogar en él su amargura. La ruina física de uno remedaba la del otro y el viejo estaba convencido de que cuando se muriera uno, el otro no tardaría en seguirlo.

            Últimamente el perro andaba caído y como desganado: apenas si probaba la comida y se pasaba todo el día durmiendo. Como si de pronto, de puro viejo, de puro maltratado y malquerido, se hubiera cansado de vivir. El viejo estaba asustado.

            Lo único que me faltaba. A ver si cualquier día de éstos se me muere el bicho este.

            Y cuanto más inminente le parecía la muerte del perro y, por consiguiente, también la suya propia, más terror sentía de que el fin lo tomara de sorpresa y tuviera que comparecer de repente, ante un juez desconocido, sin nada que declarar en su favor y condenado de antemano.

            Y ahora sí:  clarísimo, más penetrante que nunca, sonó el timbre de la calle.

            Se incorporó instintivamente y, sin poder controlarse, empezó a toser de nuevo, con esa voz profunda y terrible que le nacía de las entrañas.

            Tos perruna, hubiera dicho mi viejo.

            Era el mismo timbre que lo había despertado antes. Ni lo había soñado ni se lo había imaginado ni estaba delirante. Ahora no cabía duda. El timbre era bien real y alguien bien real llamaba a su puerta.

            Todavía tenía el pelo de la nuca erizado y le temblaba todo el cuerpo por el esfuerzo.

            ¿Por qué no ladra el perro? ¿Será alguien de la familia?  Como la noche en que se murió mi viejo. Pero, ¿quién puede haberse muerto esta vez?

            ¿O será Alicia?

            Le entró el pánico.

            ¿Será principios de mes ya?  Pero, ¿por qué no avisa?  ¡Qué poca consideración!  Y tan luego ahora, con toda la casa patas arriba.  Lavar el piso del zaguán y el hall, limpiar y ordenar el comedorci­to, sacar las marcas grasientas de las patas del perro en la cancel…

            ¡Perro de mierda!

            Aguzó el oído.

            ¡Qué disparate! ¿Cómo iba a ser Alicia a esas horas? ¿Y quién si no?  Las únicas otras personas que tocaban el timbre alguna vez eran limosneros o los chiquilines del barrio, por pura maldad. Pero no de madrugada.

            ¿Por qué no ladrás, perro inútil?

            No solo no ladraba; no se lo oía por ninguna parte. Porque, si el que llamaba era realmente un conocido, ¿por qué no se oía su paso menudo y ligero? ¿el clic, clic inconfundible de las uñas contra el piso? ¿los resoplidos de reconocimiento? ¿el jadeo excitado?

            El silencio era total.

            ¿Se habrá muerto durante la noche?

            A ver si se me murió nomás el bicho este.

            El timbre sonó de nuevo. Un timbrazo largo, apremiante, inacabable.

            Y otra vez esa especie de tos furiosa que lo hacía estreme­cer­se de pies a cabeza.

            ¿Qué quieren de mí? ¿No ven que aquí no hay nadie? ¿Por qué no se van de una vez?

            El pelo erizado, el cuerpo tembloroso, manos y pies sudados, el jadeo interrumpido, se quedó escuchando.

            Alguien se murió y ahora me buscan a mí. Vienen a llevarme.

            Desde la casa vecina llegó una voz malhumorada:    

            —¿No hay nadie que haga callar a ese perro, carajo? ¡Son las 2 de la mañana!

            ¿Perro? ¿Qué perro?

            Entonces se oyó una voz de trueno que retumbó en toda la casa: formidable, colérica, definitiva.

            —¡BASTA!

            Se acabó el timbre, se acabó la tos; todo se acabó de golpe, mágicamente.

            Era la voz de mando que Don Rafael había usado siempre para que el perro dejara de ladrar, solo que semejante grito no cabía en su garganta:  no era posible tanta furia.  Y sin embar­go, alguien había gritado porque ahora le latía con fuerza el corazón.

            ¡Qué vergüenza! ¿Qué dirán ahora los vecinos? Para atender la puerta está enfermo, pero no para maltratar al perro, dirán.  Energúmeno. Tendrían que quitarle a ese pobre animal; va a terminar matándolo. ¿Y qué quieren que haga, desgraciados? Ya sé que no lo saco más, como antes; que a veces hasta me olvido de cambiarle el agua, y que hace una punta de meses que tendría que haberlo llevado al veterinario.  Pero yo ¿qué culpa tengo?  Si el tiempo no me alcanza para nada. Hago lo que puedo, qué joder.

            Ahora sí. La oyó clarito. La puerta cancel. La acababan de abrir. Y ahora tendría que oír pasos en el hall. Pero si era alguien que había entrado en la casa, ¿por qué no había oído la puerta de calle?

            ¿Habrá quedado toda la noche abierta?  Cada vez estás más distraído.

            Pero aunque hubiera quedado abierta, ¿por qué no había oído pasos en el zaguán?           

            Se acercó a la puerta y pegó la oreja a la rendija que formaba con el suelo para escuchar mejor.

            Voy a dejar el piso a la miseria.

            En lugar de pasos en el hall, ahora sí oyó, más lejos, la puerta de calle y, afuera, un motor que se alejaba. Alguien la había abierto desde dentro y un instante después la volvía a cerrar, también por dentro, con llave y pasador. ¿Pero por qué no había oído pasos en el zaguán? El eco del zaguán era inconfundible. Tendría que haber oído claramente el taconeo contra el piso de mosaico. ¡Y sin embargo, nada!

            Aspiró fuerte varias veces; demasiado lejos todavía, tampoco así le llegaba nada. Soltó el aire con un resuello.

             De nuevo la puerta cancel: ahora la cierran, le echan el cerrojo. La puerta del comedor que se abre…  y ahora sí, clarísimo, el crujido de las maderas bajo un paso lento, pesado, humano. Un solo juego de pasos. Los pasos se alejan. Primero una ventana, después la otra. Las dos bien aseguradas.  Ahora los pasos vuelven a la puerta, la oye cerrarse. ¡Y ahora desaparecen de nuevo!

            ¡El mosaico!  ¡El piso de mosaico! 

            De golpe entiende por qué no había oído pasos ni en el zaguán ni en el hall: está descalzo; es alguien que anda descalzo.

            La puerta que da al primer patio. Y ahora, mucho más cerca, oye los pies descalzos de nuevo, en los charcos del patio, sobre las baldosas mojadas. Son pasos pausados, cansinos, de viejo. Los conoce perfectamente.

            ¿Pero por qué está descalzo?  ¡Él nunca anda descalzo!

            Vuelve a aspirar junto a la rendija; ahora sí tendría que llegarle algo. Olor a lluvia reciente, a tierra y plantas mojadas —¡qué sed, qué sed que tengo!— y luego, inconfundible, infinita­men­te familiar, el único olor que podía ir con aquellos pasos.  Pero, ¿quién es? ¿quién puede ser? Porque es evidente que en la casa no ha entrado ningún extraño. Si alguien llamó a la puerta, se fue antes de que le abrieran.

            Los pasos vienen por el corredor, se detienen frente a la puerta de la cocina.  Algo que raspa; primero un pie, después el otro: se seca los pies en el felpudo. Entra en la cocina, enciende la luz, abre la heladera, guarda algo metálico —¿el hervidor?—, la cierra, apaga la luz, sale de la cocina. Los pasos vuelven a acercarse por el corredor. Recién ahora le llega el olor del corazón y el bofe mezclado con el más dulzón de las verduras podridas, olvidadas en un rincón de la heladera.  Los pasos llegan a las lajas del segundo patio, también mojadas,  cada vez más claros. Se paran del otro lado de la puerta. El mismo raspar de antes contra el felpudo; ahora como si saliera por un altavoz a todo volumen.  El olor también es intenso:  a pies sucios, como el de la mesa de luz, a sudor rancio, a aliento fétido, a viejo.

            Antes de que se abra la puerta, Don Rafael se va con paso menudo y ligero, clic, clic, clic, clic —cada clic una nueva marca grasienta—, hasta el rincón más alejado del cuarto y allí se hace un ovillo.

            Yo no tendría que haber estado aquí a estas horas.

            El recién llegado entra en el cuarto, enciende la luz, se sienta, le hace señas de que se acerque.

            Pero la luz no se enciende o no termina de encenderse.  El cuarto sigue en sombras; Don Rafael apenas distingue la figura sentada.

            ¿Qué pasa con la luz?  ¿Por qué veo tan mal?

            Y sin embargo, la bombita está encendida o tratando de encenderse:  no da luz casi, pero tiene adentro un gusanito blanco enroscado, donde antes solo había oscuridad.

            Aunque apenas alcanza a verlo, Don Rafael siente que el recién llegado tiene que ser su perro. Pero ¿por qué no anda en cuatro patas? ¿Por qué no huele a perro? ¿Por qué no ladró antes? Y si no ladró él, ¿a quién oyeron los vecinos?

            ¿Por qué todos los sentidos le dicen que el extraño es un hombre, pero algo más fuerte le dice que  ni es extraño ni es hombre­? ¿Qué pasó durante la noche?

            Don Rafael sabe que ése es su perro, solo que ahora…

            Pero si ahora él es el amo, entonces yo…

            El pensamiento es intolerable y lo rechaza.

            La figura sigue haciéndole señas. Por fin Don Rafael abando­na su rincón, pero contra su voluntad, solo porque una fuerza irresistible lo obliga a moverse.

            —No necesito decirte quién soy. Tú lo sabes. Acércate.

            Cuando lo oye hablar, Don Rafael se sobresalta. No tanto por el hecho extraordinario de que hable; ya bastantes cosas extrañas han pasado esa noche. Lo que más lo asombra es la voz. La misma voz que gritó antes para hacer callar los ladridos: todavía lo llena de admiración, de reverencia, de miedo. Es una voz con una autoridad absoluta. Sería inconcebible no obedecerla. Y, con todo, esa voz formidable no es profunda y grave como era el ladrido del perro.  Lo que más lo desconcierta y aterra es que esa voz, que podría convertirlo en esclavo, es la voz ceceosa de un viejo desdentado, es su propia voz.

            —Acércate —repite la voz.

            Don Rafael se acerca con la cabeza gacha, mirando siempre con el rabillo del ojo a aquella figura sentada, a un tiempo conocida e irrecono­cible. Cuando por último llega y se echa a sus pies, se encoge de nuevo. ¿Qué le espera esta vez?  ¿Patadas?  ¿Palos?  ¿Rebencazos?  Se prepara para lo peor.

            —Y sabes para qué he venido.

            Por una vez, lo peor no son golpes ni insultos: viene a pedirle cuentas. Y para eso no está preparado.

            Tan luego ahora. Tantas cosas por hacer. Tantas promesas sin cumplir. Si al menos me hubiera preocupado de cambiarle el agua, de sacarlo a pasear todos los días, como al principio, de llevar­lo al bosque…

            ¡Lobo, Lobito!

            Si nunca le hubiera gritado; si aquella vez, cuando era cachorro todavía, no lo hubiera arrinconado en la oscuridad del zaguán para darle con el cinto…

            La lista de cuentas por saldar es larga, casi interminable. El que había sido su perro habla con tono pausado, neutro:  sin ira y sin misericordia.

            —Nadie te conoce mejor que yo —le dice—.  Llevo ya largos años observándo­te, vigilando cada minuto de tu vida. Todo lo he visto y oído. Lo que has hecho y dicho tú, y lo que han dicho de ti, a tus espaldas. Esa era mi misión. Ahora ha llegado el momento de recordártelo, día por día, del principio al fin. Escúchame y te diré quién eres.

            …

            Don Rafael hubiera preferido no oírlo. Hubiera preferido no enterarse nunca. La historia de su vida era una historia sórdida. Nada faltaba en aquella relación odiosamente exacta. Y ahora lo obligaban a recordarlo todo como si hubiera pasado ayer.

            Miles y miles de días y apenas si había alguno en que no hubiera mentido o dicho algo grosero o hiriente, en que no hubiera hecho algo mezquino o cobarde, en que no hubiera tenido reacciones airadas, violentas, crueles. Y no había uno solo en que no hubiera postergado decenas de pequeños actos con los cuales hubiera podido aliviar o alegrar la vida de alguien. ¿Cómo había podido ser así? No era un criminal depravado, no. No había matado a nadie. ¿Pero era eso lo mejor que se podía decir de él? ¿Cuáles eran sus buenas acciones? ¿Qué había hecho para redimirse de aquel cúmulo de pequeñas maldades? ¿Había alguien a quien hubiera querido de verdad? ¿Alguien a quien hubiera hecho feliz? ¿Qué podía decir en su defensa? ¿Qué había hecho con su vida? ¿Qué había hecho por los demás?

            Nada.  Nunca.  Por nadie.

            …

            Cuando terminó la rendición de cuentas, afuera amanecía.  El cuarto, sin embargo, seguía en la penumbra. Todavía mirando con el rabillo del ojo a la figura sentada, Don Rafael se acordó de pronto de uno de los sueños que lo habían agitado aquella noche:  un dios antiguo —¿Osiris, tal vez?— juzgaba inexorable­mente desde su trono, mientras Anubis, con su cabeza de chacal, pesaba en una balanza el corazón de los hombres, al final de sus días, contra la pluma de la verdad.

            —Tu corazón está grávido de culpa —decía el que fue perro y ahora era juez—. La Verdad, que tú violaste, es inmutable. Así será tu pena:

            Perderás tu morada pero no la memoria.

            Siempre sabrás quién fuiste, quién eres y por qué.

            Tendrás voz pero no palabra: así no mentirás.

            Tendrás manos pero no de hombre: así no harás mal.

            Y tendrás corazón: pero será humilde e incapaz de rencor.

Ésa es tu sentencia. ¿Tienes algo que decir en tu descargo? Piénsalo bien: es tu última oportuni­dad.

            Don Rafael pensó bien.

            No, no tenía nada que decir. Y aunque hubiera tenido, ¿cómo decirlo si ya no podía hablar? Y aunque hubiera podido hablar, ¿para qué, si ya estaba condenado?

            Con todo, hubiera querido pedir perdón.

            Pensó que quizá con un esfuerzo supremo de la voluntad lograra articular esa palabra mágica y consiguiera todavía salvarse.

            ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón!

            Pero al abrir la boca, la única palabra que se le ocurrió fue:

            Agua.

            Y el único pensamiento:

            ¿No hay quien me dé agua aquí?

            Y ni siquiera eso pudo decir:  de su garganta salió apenas un lloriqueo ininteligible. Don Rafael se aplastó en seguida contra el suelo para aguantar mejor la inevitable lluvia de golpes.

            Pero tampoco ahora hubo golpes. El nuevo amo se levantó, se quitó el collar que todavía llevaba al cuello y se lo puso al perro que yacía a sus pies.

            —Vamos —le dijo.

            El perro lo siguió, todavía temblando, las orejas pegadas al cráneo, el rabo entre las piernas.

            Así, de pie, el amo era inmensamente alto.

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