Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

El juego* (1979)

Como Del otro lado del vidrio y Una muerte en la familia,este cuento fue inspirado, en parte al menos, por un sueño. He jugado al ajedrez desde chico y he tenido muchos sueños con el ajedrez. En esos sueños ni las piezas ni el tablero se comportan de manera normal. Nunca pude reproducir en la realidad jugadas o posiciones soñadas.

En el cuento se habla de un acontecimiento extraordinario en que el Maestro ha prometido jugar con cualquier ajedrecista del mundo interesado en medir sus fuerzas con las del Maestro. En la sala de espera, donde no hay un solo asiento desocupado, corrían varios rumores. El más inquietante era que, según se afirmaba, “las reglas eran básicamen­te las mismas que conocían los jugado­res”, es decir, que si eran “básicamente las mismas” no podían ser iguales. Y así, mientras esperan su turno, los ajedrecistas se preguntan:

“¿Qué hacer, por ejemplo, si las posiciones iniciales de alfil y caballo se hubieran permutado, destruyendo así toda la teoría de las aperturas? ¿O si se permitieran a cada bando dos jugadas seguidas, como en el ajedrez marse­llés? ¿O si hubiera varios tableros, uno encima del otro, y el ajedrez fuera tridimensional? ¿O si todo fuera igual, pero ninguno de los dos jugado­res pudiera ver las piezas del otro?”

De todas esas variantes, reconozco haber probado solo el ajedrez marsellés, en partidas cortas.
En cuanto al poco interés del Maestro en los jugadores, quizá tenga algo que ver con la filosofía del autor. Quizá lo mismo pudiera decirse de Carnaval de ratones.

                                                                       El juego

            La sala de espera era inmensa. Dispuestos en filas parale­las, los asientos se extendían interminablemente. Todos estaban ocupados.

            Ajedrecistas de todo el mundo habían acudido a jugar con el Maestro. El Maestro jugaría con todos, uno por vez.

            Era el sueño de sus vidas: ¡medirse con el Maestro, descu­brir por fin quiénes eran!

            Muchos habían dejado todo para venir: familia, amigos, empleo. El coro suplicante de seres queridos no había podido acallar el llamado irresistible. Ruegos, amenazas, lágrimas, insultos: todo en vano. Ningún sacrifi­cio había sido demasiado grande. Algunos habían vendido cuanto poseían para pagarse el viaje y ahora llevaban en una mochila todo lo que les quedaba en el mundo. Otros, ni la mochila: solo un juego de ajedrez maltre­cho. Si hubieran tenido que vender el alma, también el alma habrían vendido. Y lo habrían hecho con gusto, convencidos de que salían ganando.

            A intervalos de pocos segundos el Secretario abría la puerta de la sala de juego y llamaba a un jugador. No bien éste entraba a jugar, un nuevo jugador ocupaba la silla vacía.

            Nadie sabía qué sucedía adentro. Después de termi­na­das sus partidas, los jugadores salían por otra puerta, de manera que los que todavía esperaban no habían hablado nunca con nadie que ya hubiera jugado.

            Se decía que algunos jugadores, sin duda los de las primeras filas, habían logrado obtener cierta información del Secretario. De unos pocos se afirmaba incluso que habían llegado a ver al Maes­tro, sentado frente al tablero.

            La mayoría parecía estar de acuerdo en tres puntos: el jugador podía elegir blancas o negras; no había límite de tiempo; las reglas eran básicamen­te las mismas que conocían los jugado­res.

            Como es natural, esto los tenía muy preocupados. Si las reglas eran básicamente iguales no podían ser exacta­mente igua­les. Algunos cambios, por leves que parecieran, podían transfor­mar el juego en otro juego distinto.

            ¿Qué hacer, por ejemplo, si las posiciones iniciales de alfil y caballo se hubieran permutado, destruyendo así toda la teoría de las aperturas? ¿O si se permitieran a cada bando dos jugadas seguidas, como en el ajedrez marse­llés? ¿O si hubiera varios tableros, uno encima del otro, y el ajedrez fuera tridimensional? ¿O si todo fuera igual, pero ninguno de los dos jugado­res pudiera ver las piezas del otro?

            La ausencia de un límite de tiempo también era desconcertan­te. Los jugadores eran llamados con increíble rapidez.

            ¿Cómo podían las partidas durar tan poco? ¿Sería quizá que en lugar de jugar con un ajedrecista por vez, como prometían los anuncios, el Maestro jugaba con cientos o incluso miles de jugadores a un tiempo? ¿Crearía de algún modo la ilusión de estar ahí sentado frente a uno, meditando cada jugada, cuando en realidad estaba en otra parte, haciendo miles de movidas distin­tas en otros tantos tableros? ¿O sería acaso que el tiempo no transcu­rría al mismo ritmo dentro que fuera?

            No había acuerdo siquiera sobre lo que se esperaba de uno: ¿era vital ganar o bastaba hacer una buena partida?

            Para muchos la partida era la gran prueba de sus vidas. Ganar, fuera como fuera; solo los ganadores serían elegidos. Otros pensaban que ganar era a todas luces imposible y, en todo caso, superfluo. Para ellos, la partida era solo un diagnóstico de carácter. Lo que impor­taba era cómo jugaba cada uno. Una movida podía no ser la mejor pero aun así podía ser original, interesante, valiente. Con cada jugada, a medida que se desarrollaba la partida, el jugador iba dejando algo de sí en la batalla. Y, para bien o para mal, al aproximarse el fin, el jugador habría dibujado en el tablero su fiel autorretra­to.

            Así, en pequeños grupos, por toda la sala, se hablaba animadamente del juego, de su significado y de cómo prepararse para la prueba.

            Los recién llegados eran los más locuaces. A medida que se les acercaba el turno, los jugadores callaban, ensimismados. Perdidos en otro mundo, el pensamiento de la partida inminente parecía absorber toda su atención. Hasta que, de pronto, se acordaban, los más, de lo que habían dejado al partir —mujer, hijos, casa— y empezaban a preguntar angustiados: ¿Dónde hay un teléfono? Necesito llamar. ¿A quién puedo dejarle un recado? ¿Quién tiene un amigo en Madrid?

            A otros, los menos,  solo un pensamiento los acompañaba hasta el fin.

            —¿Aquí se juega al ajedrez? —preguntó un jugador de la primera fila.

            Alguien le contestó, burlón, pero él, sin hacer caso, seguía repitien­do su pregun­ta, el labio inferior tembloroso, las manos aferradas a un tablerito de cartón.

            —¿Aquí se juega al ajedrez? ¿Aquí se juega al ajedrez?

            Le había llegado la hora.

            Cuando el Secretario abrió la puerta, el Jugador se levantó y lo siguió.

            La sala de juego era tan grande como la sala de espera. Pero el silencio era total: allí no había gente, solo mesas de aje­drez. Miles y miles, todas puestas para jugar.

            El Secretario le dijo que eligiera una. Luego se le explica­rían las reglas. Entonces vendría el Maestro y empezaría la partida.

            El Jugador miró en torno. Se sintió abrumado. No había dos tableros o juegos iguales. Jamás había visto tal variedad de tamaños, formas y estilos. Algunos juegos eran enormes, con piezas del tamaño del Jugador; otros eran tan pequeños que apenas se veían en las mesas.

            Muchos tableros ni siquiera eran planos o de forma regular. Aunque todos parecían tener el número reglamentario de casillas, éstas se hallaban distor­sio­nadas de la manera más perturbadora. Algunos tableros eran esféricos; otros tenían varios niveles de casillas; algunos, suspendidos en el aire, presenta­ban una sola superficie, como la cinta de Möbius de los matemáticos; otros eran, eran… indescrip­tibles.

            El Jugador caminó y caminó por aquel laberinto de formas violentamente inesperadas hasta que por fin encontró un tablero de aspecto normal. Estaba montado sobre una estructura masiva y complicadísima, pero al menos era plano y cuadrado. La maquinaria subyacente, de complejidad inexplicable, tenía algo de amenaza­dor. Pero en el tablero había sesenta y cuatro casillas, ocho piezas y ocho peones de cada lado tan ordinarios como los de cualquier juego de club, y todo estaba en su lugar.

            Eligió esa mesa y, no bien se hubo sentado, el Secretario empezó a recitar las reglas.

            El Jugador puso atención al principio, temiendo oír en cualquier momento la trivial diferencia que destruiría toda posibilidad de ganar que hubiera podido tener. Pero el ajedrez parecía jugarse ahí como en todas partes. Tranquilizado, el Jugador pronto dejó de escuchar al Secretario y se concentró en cambio en su estra­tegia para la apertura.

            Había elegido blancas y jugaría peón rey. Le gustaba atacar.

            Mientras el Secretario proseguía su enumeración precisa, el Jugador repasó mentalmente las principales variantes del Ruy López e incluso algunas del Gambito de Rey. Temerario quizás, pero había ganado excelen­tes partidas con él y, si de todos modos iba a perder, era preferible morir una muerte súbita, en medio de complicaciones emocionantes, que morir de a poco, por estrangula­ción.

            Claro que no había ninguna garantía de que el Maestro le permitiera jugar su gambito respondiendo 1. …, e5. ¿Y si contestaba en cambio con la Siciliana, o peor aún, con la France­sa? Ahora se daba cuenta de que no les faltaba razón a los que, en la sala de espera, sostenían…

            —¿Están claras las reglas?

            El Jugador se sobresaltó.

            —¿Entiende las reglas­? —repitió el Secretario. 

            La última parte de la explicación la había escuchado a medias, captando de tanto en tanto solo palabras sueltas. Había oído algo del registro automá­tico de las movidas (¿o había dicho “movimien­tos”? ¿por qué no “movidas”?). Y hacia el final, algo incom­prensible sobre la capacidad de sustentación del tablero (¿o de las casillas?).

            El Jugador no estaba seguro de haber entendido pero no se atrevió a reconocerlo.

            —Sí entiendo —dijo.

            El Maestro, que debía haber estado esperando muy cerca de la mesa sin ser visto ni oído, se sentó del otro lado del tablero.

            —El Jugador ha declarado que entiende las reglas y está listo para jugar. Puede empezar la partida —anunció el Secretario y se sentó a un costado.

            No bien había aparecido el Maestro, el Jugador había bajado la vista, que mantenía clavada en el tablero. El Jugador tenía demasiada experiencia para mirar al Maestro a los ojos. No podía darle esa excelente oportunidad de intimidarlo. Tenía que mante­ner el cerebro intacto para la partida. Tenía que dar lo mejor de sí y eso solo podría lograrlo si se olvidaba de quién era su adversario y jugaba con el Maestro como hubiera jugado con cualquier otro jugador. Ya tendría tiempo después, cuando la partida estuviera encarrilada, de mirarlo a su gusto.

            El Jugador inició la partida y el Maestro contestó al instante. Muy pronto se había planteado una posición que el Jugador no había visto jamás.

            Mientras las blancas se desarrollaban, tratando de ocupar el centro y de movilizar las piezas menores cuanto antes, el Maestro había hecho una serie de jugadas extraordinarias: débiles, inconexas, sin ninguna finalidad aparente. Primero le había cedido el centro y ahora parecía renunciar al enroque. Era suicida.

            Y con todo, el Maestro tenía que saber lo que hacía. Para darse cuenta, bastaba mirarle las manos.

            Todo ajedrecista cultiva el arte de mover las piezas como si fueran la prolongación natural de sus dedos. Cuanto mejor el ajedrecista, más perfecta la ilusión. El Jugador nunca había visto manos como las manos enguantadas del Maestro. Las jugadas parecían brotarle de los dedos como si éstos hubieran sido concebidos y existieran solo para mover piezas de ajedrez. Los propios guantes parecían solemnizar la exquisita comunión de manos y piezas.

            Y sin embargo las movidas no tenían sentido.

            ¿Sería acaso la manera del Maestro de darle cierta ventaja para nivelar el juego y hacerlo más interesante? Pero a ese paso, Maestro o no, pronto estaría perdido. ¿O seguiría el Maestro una estrategia demasiado  avanzada para él y las jugadas eran en realidad excelentes pero no según los conceptos que él conocía? ¿Y si imitara las jugadas del Maestro?

            El Jugador apretó los dientes. Ni pensarlo. No iba a renegar ahora de todo lo que le habían enseñado sus mentores, de lo que había aprendido en los libros y luego había puesto en práctica en tantos torneos.

            Si interpone el peón lo destrozo, había pensado el Jugador torvamente mientras con mano torpe clavaba con su alfil dama el caballo negro colocado en e7.

            El Maestro respondió al instante moviendo el caballo a g6, como si la clavada no existiese, como si perder la dama fuera un detalle trivial que en nada podía afectar su estrategia profunda.

            El Jugador sintió calor. El corazón se le saltaba del pecho; le ardía la cara.

            ¿Qué era aquello? ¿Se burlaban de él? ¿Lo consideraban tan inepto que pensaban ganarle con dama de ventaja? ¿O creían que era tan cobarde que no se animaría a tomar la dama por respeto al Maestro?

            Otras muchas cosas quizá, pero ni inepto ni cobarde.

            Yo les voy a enseñar, pensó con ira, e hizo ademán de capturar la dama.

            Entonces tuvo la segunda sorpresa.

            El alfil seguía una trayectoria descendente, por debajo del plano de la mesa y nunca se encontraría con la dama. La diagonal h4 – d8 se había desdo­blado en dos y las diagonales resultantes, girando en torno a un punto situado entre g5 y f6, se habían separado como un par de tijeras, de manera que ahora había dos casillas d8: una con la dama negra en ella, a unos 10 cm por encima de la superficie de la mesa, y otra vacía, esperando la llegada del alfil, a unos 10 cm por debajo. Las casillas levanta­das no podían sustentar el peso del alfil de modo que éste no tenía otra casilla adonde ir.

            Apenas el Jugador soltó el alfil, el Maestro hizo su movida.

            Solo ahora se dio cuenta el Jugador de que el tablero era todo movi­miento (¡el Secretario había dicho efectivamente “movi­mien­tos”!). Diagonales, columnas, filas: por todas partes se duplicaban, y mien­tras unos segmentos bajaban, otros subían. Y dondequiera que fueran las casillas, allí las seguían las piezas. No parecía haber dos piezas que mantuvieran intacta su posición relativa mucho tiempo. Peones bien defendidos quedaban indefen­sos. Piezas activas, amenazadoras, quedaban aisladas y se volvían inofensivas. Tantas jugadas hechas con una finali­dad precisa perdían de golpe todo sentido.

            El Jugador miró su alfil solitario. Solo dos jugadas antes lo había creído un arma poderosa, con su amenaza latente contra la dama. Ahora, fuera de juego, no clavaba ni amenazaba nada.

            Poco a poco, al ir recuperándose de la sorpresa, el Jugador empezó a comprender lo que aquello significaba.

            —Cada jugada tiene que tener un fin. No se puede jugar al ajedrez sin un plan.

            Su primer mentor, su abuelo, se lo había enseñado a la perfección, aplastándolo  sin piedad cada vez que, de niño, cuando aprendía a jugar al ajedrez, hacía una jugada desatentada.

            —¿Y eso para qué sirve? —rugía el viejo colérico y le asestaba un golpe demoledor. La lección le había costado muchas lágrimas, pero la había aprendi­do bien.

            ¿Cómo podía jugar con un plan ahora? ¿Cómo podía hacer jugadas con sentido si no sabía en qué posición estarían sus propias piezas un instante después?

            A menos que pudiera prever los movimientos del tablero, nunca sabría qué fin podía perseguir una jugada y el juego jamás tendría sentido.

            Tenía que haber un orden en la serie de cambios. Quizá algunas columnas siguieran siempre a ciertas hileras. Quizá las casillas negras siguieran siempre a las blancas. Quizá no hubiera orden alguno pero toda la secuencia arbitraria se repitiera cada tantos minutos u horas o años.

            Quizá la partida de ajedrez no fuera más que un pretexto y el único propósito de la prueba consistiera en ver si el Jugador era capaz de descubrir el funcionamiento secreto del tablero.

            ¿Y si no hubiera ningún orden ni ley? Podía pasarse mil años tratando de descubrir un secreto que no existía.

            —Tiene usted derecho, por cierto, a tomarse todo el tiempo que quiera antes de cada jugada —dijo el Secretario con su voz neutra y distante.

            —El Maestro desea, con todo —continuó—, que antes de prose­guir se le recuerden las reglas relativas a los movimientos del tablero.

            Y repitió lo que sin duda había dicho hacía ya mucho tiempo, antes del comienzo de la partida.

            El Maestro había diseñado el tablero de manera que ni siquiera él mismo pudiera predecir sus movimientos: eran total­mente aleato­rios. El Jugador podía estar tranquilo: el Maestro no gozaba de ninguna ventaja indebida a ese respecto. Por el contra­rio, se trataba más bien de un elemento nivelador que ofrecía al Jugador mayores posibilidades de ganar. A eso siguieron los detalles técnicos: el tablero se ponía en movimiento después de las primeras jugadas; el registro de los cambios del tablero era automático; la capacidad de sustentación de las casillas era inactivada por cualquier pieza procedente del segmento “prohibi­do” de una columna, hilera o diagonal, según fuera el caso, de manera que las jugadas ilegales eran físicamente imposibles; por último, dos casillas gemelas ocupadas no podían volver a unirse en una sola mientras siguieran ocupadas.

            El Jugador se sintió abochornado.

            Le habían explicado las reglas y no había hecho caso.

            Le habían preguntado si las entendía y había mentido que sí.

            Había sentido miedo del Maestro y se había negado a mirarlo a los ojos.

            Después había dudado del Maestro y, lo que era peor, de sus intencio­nes.

            Por último, había sentido ira y había tenido la soberbia de creer que podía ganar.

            Y todo el tiempo su ignorancia había sido tan patente que habían tenido que repetirle la explicación.

            Todo estaba perdido.

            Si hubiera sido más humilde, si hubiera tratado de entender las jugadas del Maestro, si por lo menos hubiera escuchado…

            Ahora era demasiado tarde. Ya habían visto todo lo que tenían que ver; lo mejor que podía hacer era terminar aquella partida cuanto antes.

            Varias jugadas se sucedieron sin pausa. Pero por rápido que moviera el Jugador, el Maestro siempre movía un poco más rápido.

            La posición del Jugador se desintegró. Jugaba como había aprendido a no hacerlo nunca: moviendo al tuntún, sin ningún plan.

            ¿Qué más daba, si igual nadie podía prever los movimientos del tablero?

            Y, sin embargo, las piezas del Maestro parecían ahora estar perfectamen­te coordinadas. Cuanto más se desorganizaba la posi­ción del Jugador, mejor se organizaba la del Maestro.

            Una última jugada incomprensible de las negras, un jaque repentino, una realineación perversa del tablero y el rey blanco no tenía adónde ir. Era el fin. Era mate.

            Mate.

            El Jugador no podía despegar los ojos del tablero, otra vez inmóvil.

            Mate.

            ¡Qué humillación! La única partida importante de su vida y ni siquiera había atinado a abandonar a tiempo. Le habían negado la dignidad mínima de reconocerse perdido. Le habían dado mate en medio del tablero, como a un chambón.

El autor con varios de sus nietos

            Mate.

            ¿Por qué nadie lo había preparado para esto? Tantos miles y miles de partidas jugadas ¿y de qué le había valido?

            Cuando el Jugador al fin levantó la vista, el Maestro ya se había marchado.

            Ni siquiera había podido darle las gracias. Ni siquiera le había visto la cara. Si a la salida le preguntaban cómo era el Maestro, no sabría qué decir. Después de toda una partida con él, una partida que ahora le parecía haber durado toda la vida, solo le había visto las manos enguan­tadas.

            El Jugador se sintió viejo y cansado.

            El Secretario, de pie, lo esperaba para acompañarlo hasta la salida.

            Despacio, apoyándose con ambas manos en la mesa, el Jugador se incorporó al fin.

            —¿Cómo me fue? —preguntó con voz apenas audible, mientras se echaba a andar con paso inseguro, aferrándose de un brazo del Secre­tario para no caerse.

            —Perdió —le contestó él, guiándolo hacia la salida.

            El Secretario era altísimo. El Jugador no se había dado cuenta hasta ese momento de lo alto que era el Secretario.

            —Sí, ya sé que perdí. Y también sé que jugué muy mal. Pero tienen que darse cuenta de que nunca había jugado antes en un tablero así, un tablero…

            —¿De cuatro dimensiones? ¡Pero ya se le explicó que eso lo favorecía a usted!

            —¿Entonces me fue mal? ¿No pasé la prueba?

            El Secretario había llegado a la puerta y estaba por abrir­la.

            —No hay respuesta lógica a esa pregunta. Ustedes los jugado­res viven obsesionados con el papel que hacen. En realidad no tiene ninguna importancia si juegan bien o juegan mal, como ustedes dicen. Ni siquiera importa que ganen o que pierdan. Los jugadores juegan. Usted hizo lo que se esperaba de usted. Ni más ni menos.

            Al Jugador le dio un vuelco el corazón. Aquella respuesta era perversa­mente ambigua. ¿Qué era lo que se esperaba de él? ¿Se esperaba mucho o poco o no se esperaba nada?

            —No se burle de mí. O me fue bien o me fue mal. Una de dos. Dígamelo de una vez y en paz.

            —Usted no me entiende —dijo el Secretario mientras abría la puerta—. No le fue bien ni le fue mal. La prueba no era para usted. Era para el tablero. Al Maestro no le interesan los jugadores. Lo único que le interesa es el juego.

Y desprendiéndose de la mano que todavía le asía el brazo, el Secretario cerró la puerta detrás del hombre.

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