Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

Dos primitos (1993)

            Cuando mi prima Graciela Mántaras Loedel me planteó en 1992 la posibilidad de publicar, yo tuve la inocencia de preguntarle qué tenía que hacer. A vuelta de correo llegó la respuesta simple y mágica: leer. Doce páginas a un solo espacio de lecturas obligadas, sin olvidar los maestros de la lengua, los clásicos universales y, sobre todo primito querido, Poesía (de Píndaro en adelante y, claro está, en el original. Como yo no tenía tantas ganas de publicar, le escribí en cambio este cuentito.

Dos primitos

            Éranse que se eran dos primitos.

            A él le gustaba correr; a ella, mirar y cronometrar a los corredores.

            Los dos vivían en la pista: él corre que te corre y ella mira que te mira, cronómetro en mano.

            En todo el país no había autoridad mayor que la primita en cuestiones de atletismo. Cuando los mejores atletas tenían problemas con su entrenamiento o su actuación, iban a pedirle consejo.

            —Poco entrenamiento.

            —Demasiado entrenamiento.

            —Falta de amor propio.

            —Exceso de amor propio.

            —Preparación poco variada.

            —Preparación demasiado variada.

            El diagnóstico era siempre exacto.

            Y así, mientras la primita observaba, guiaba, ayudaba, resolvía problemas, el primito daba vueltas y más vueltas.

            No solo porque le gustaba: ¡es que era tan fácil! Aquello no tenía fin ni principio ni llevaba a ninguna parte. Perfecto para el primito.

            Un día él (disparando de un perro feroz que se había metido en la pista) dio una vuelta un poco más rápido que de costumbre y ella lo capturó en su cronómetro.

            —Tenés posibilidades —dijo la primita cuando llegaron a casa—. Tenés que entrenarte para los interdepartamentales.

            Esa noche, la primita ya había trazado un plan de acción completo: 150 páginas apretadísimas con el programa de entrenamiento del primito. Ahí no faltaba nada: desde 84 ejercicios exclusivamente concebidos para el fortalecimiento de los abdominales, hasta las dosis exactas de 123 vitaminas y minerales, con las fechas, también exactas, de ingestión durante el entrenamiento y las competiciones. Y, huelga decirlo, la primita no solo supervisaría todas las actividades del primito en la pista y el gimnasio: ella misma vigilaría personalmente todo lo que comía o dejaba de comer el primito, si dormía lo suficiente y con quién, cómo pasaba las horas de descanso (si le quedaba alguna), y, en una palabra, se aseguraría de que todo, absolutamente todo lo que hiciera el primito en la pista y fuera de ella, en el gimnasio y fuera de él, todo, respondiera a un solo objetivo: el éxito en los interdepartamentales primero y luego en los campeonatos nacionales, los transplatenses, los juegos panamericanos y, por último, las olimpíadas.

            El primito se sintió apabullado.

            A él le gustaba correr, dar vueltas. Pero, ¿bajar 17 kilos, levantar pesas, comer levadura, tragar comprimidos? ¿Levantarse al alba? ¿Memorizar la biografía de Zatopek?

            —¿Estás segura? —le preguntó tímidamente a la primita, porque la quería mucho y no quería contrariarla.

            —No te preocupes. Yo me encargo de todo. Y ahora acostate, que mañana a las cinco vamos a hacer escaleras al Palacio Legislativo.

            —¿Escaleras? ¿A las cinco? ¿Al Palacio Legislativo?

            —Esencial para los cuádriceps. Tú no te hagas ningún problema. Dejame a mí. Yo sé.

            Esa noche el primito se acostó preocupado. Él le tenía fe ciega a la primita. Si ella decía rojo, era rojo; si ella decía ni soñarlo, era ni soñarlo; y si te decía “tú vas a las olimpíadas”, ibas a las olimpíadas. Bueno, ibas, sí, pero siempre y cuando hicieras todo lo que ella quería y exactamente como ella quería.

            Y lo que ella quería en su caso, según calculó, era que corriera lo bastante para dar 25 vueltas a la Tierra, trepara suficientes escalones para llegar a la Luna y comiera tanta levadura que dejase a la industria cervecera en crisis permanente.

            Tuvo una pesadilla tras otra.

            A medianoche, la primita fue a ver si estaba bien tapado: no fueran a estropearse todos los planes por un resfrío inoportuno. El primito hablaba en sueños y tenía el ceño fruncido, pero no se había destapado. La primita volvió a acostarse contenta, con la satisfacción del deber cumplido.

            Pocos minutos después dormían los dos primitos y, mientras se acentuaban las arrugas de él, una sonrisa feliz empezaba a dibujarse en la cara de ella: soñaba que su primito, después de una vida pura de dedicación total, ganaba al fin la medalla de oro, exactamente como ella lo había previsto y planeado, en las olimpíadas de 2024, a los 92 años de edad.

Nota

Junto con el cuento, le mandé a Graciela esta carta/explicación:

30 de abril  

Ayer empecé la carta con tanta formalidad que tuve que interrumpir, escribirte un cuentito en solfa y salir a sacudirme las telarañas.  

¿Lo leíste? ¿Te divirtió un poquito? ¿Te recordó algún personaje de la vida real? No, claro que no.  

En realidad, me lo inspiró, en parte, una noticia que leí en el diario el otro día. Resulta que la mujer de Bob Hope, que canta desde los cinco años, acaba de publicar su primer álbum a los 84. Es decir que la buena señora tuvo el buen tino de esperar 79 años antes de publicar. Yo pensé: ahí tenés Eduardito un modelo digno de emulación. Vos, a los 60, sos apenas un pebete. Además, a los cinco años, ni leer sabías. Y es posible que no hayas empezado a escribir hasta los trece o catorce, y escribir bien, lo que se dice bien, como diz que canta esa señora, no has empezado todavía; con suerte (y si leés todo lo que te manda tu primita) quizá dentro de otros quince o veinte años; así que, ya ves, hasta los 92 tenés tiempo de sobra.

  Por otro lado, esto de tener computadora es una lata (Ver Méritos de la caca). Nunca se termina de terminar nada. Escribís algo, no te convence del todo. Metés un cambio aquí, otro allá. Mejora, sí, un poquito. Pero sigue sin convencerte. Más cambios. Mejora infinitesimal. Cambios más radicales. Mejora (¿mejora?) imperceptible. Vuelta a empezar todo de nuevo. Es como si me dijeran que puedo volver a correr mis catorce maratones. … Publicar es un poco como cruzar la llegada. Podés pensar en carreras futuras, pero esta, la que corriste hoy, se terminó. Bien o mal, mejor o peor. Se terminó. Nada de pasarse la vida escribiendo y reescribiendo la misma frase (como aquel personaje de Camus).

Todo esto pensé.  

 ¿Entonces? Entonces nada. ¿Medalla de oro en las olimpíadas de 2024 o una frase potencialmente perfecta? ¡Yo qué sé!  

En todo caso, si a Asesur todavía le interesan mis mamarrachos quizá conviniese que empezáramos las negociaciones ahora de modo de tener algo listo para la imprenta para el 2024 (no te oculto que me da cierta tranquilidad pensar que, aunque lleguemos a un acuerdo, para esa fecha muy probablemente habrán dejado de existir las imprentas y los libros).  Entre tanto, te mando lo que espero sea una de las últimas versiones de mi cuento del viejo y el perro [La pluma de la verdad] … y también te mando la primerísima versión de ese cuento, escrita en 1957, que entonces no era del viejo y el perro, por la sencilla razón de que el viejo ¡no había tenido tiempo de envejecer!

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