Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

Del otro lado del vidrio* (1993)

 Como te darás cuenta muy pronto, se trata de otro sueño. La escena de la playa es exactamente como la soñé. Fernandito es un chico distinto, tan, tan distinto que, en realidad, no es ningún chico. Es un insecto. Lo extraordinario es que en el sueño para nosotros, los primos, no hay ninguna diferencia. Cuando pensamos que está por ahogarse o perderse, la angustia es real. ¡Nuestro primo corre peligro! No lo vemos distinto. Es uno de nosotros. ¡Lástima que eso sea posible solo en sueños!

En mi niñez tuve la experiencia de una prima epiléptica y una vecina macrocéfala que vivía en los fondos de la casa de mis abuelos paternos. Mi prima sabía que era epiléptica, que era distinta. Pero mi vecina, no. Mis padres me habían dicho que ella no sabía que era distinta y que por nada del mundo debía enterarse. Yo tenía que tratarla como a cualquier otro chico; ella tenía que creer que era igual a los demás. La única forma de conseguir que la pobrecita fuera feliz era engañarla y que se creyera normal.          

Esto me produjo una terrible desazón. ¿Y si yo también era distinto? ¿Qué seguridad podía tener yo de que no se hubieran confabulado para engañarme a mí también? Muchas veces me quedé en el baño, parado frente al espejo, tratando de ver si mi cabeza era normal o demasiado grande, como la de mi vecina. Y ese temor, esa duda terrible, me duró hasta la adolescencia. ¿De qué lado del vidrio estaba yo?

                                                          Del otro lado del vidrio

            Hoy por fin conocimos al hijo de Tía Esperanza. Teníamos mucha curiosidad por ver cómo era porque ya hacía unas semanas que había nacido pero mis tíos no habían dejado hasta entonces que ningún chico lo viera.

            Lo sacaron del tubo en que lo habían traído a la playa muy despacito y con el mismo cuidado lo pusieron en la arena. Como si tuvieran miedo de que se les fuera a desmenuzar entre los dedos.

            Yo me maravillé de que lo dejaran así solo, suelto. ¿Y si se levantaba un ventarrón? ¿O si venía algún chico malo y lo pisaba? ¿O le echaba arena encima?

            Mi tía Esperanza no parecía preocupada.

            —A ver mi amor, a ver cómo camina. Muéstreles a sus primitos cómo camina.

            Fernandito trataba de caminar pero no tenía mucha fuerza todavía. Se levantaba, se caía, se volvía a levantar y volvía a caerse. En cierto momento consiguió dar dos o tres pasos pero el esfuerzo fue tan grande que volvió a caerse, esta vez todo despatarrado.

            —A ver, venga mi tesorito lindo, venga con su mami, que lo va a ayudar.

            Mi tía se lo puso muy suavecito en la palma de la mano y lo llevó hasta la orilla, donde la arena era más firme y más pareja.

            Allí Fernandito se movía mejor; no era como antes, cuando las patitas se le iban cada una por su lado.

            —¿No les decía yo? Muéstreles, muéstreles a sus primitos.

            Mi tía desbordaba de orgullo. Y la verdad es que ahí Fernandito caminaba bastante bien, casi sin caerse.

            Cuando llegó a un castillo de arena que habían hecho los chicos, lo empezó a subir sin titubear. Trepando parecía más seguro que caminando.

            —¿Vieron, vieron? ¡Qué les decía yo!

            Hasta que de repente, quizá por demasiado confiado o por puro cansancio, perdió pie y empezó a irse para atrás, para atrás, hacia el agua.

            Todos nos asustamos mucho. Si se cae al agua, se ahoga.

            —¡Tía, tía!

            Mi tía era la única que no parecía alarmada.

            —Muéstreles, muéstreles a sus primitos.

            Pero Fernandito seguía pendiente abajo, cada vez más cerca del agua.

            —¡Tía, tía! ¡Que se ahoga!

            Entonces, cuando ya parecía que la próxima ola se lo llevaba, Fernandito empezó a mover las alas y, ayudándose con ellas, dio un salto enorme, y por un momento fue como si estuviese por echarse a volar.

            —Eso, eso. Muéstreles a sus primitos.

            Y animado seguramente por la voz de mi tía, dio otro salto y otro y otro. En pocos segundos se había alejado tanto que ya no lo veíamos al aterrizar.

            —¡Tía, tía, pronto! ¡Agárrelo que se nos va!

            Ahora estábamos realmente asustados. Porque si se largaba a volar, entonces sí que lo perdíamos para siempre: él solito nunca sabría volver.

            Pero Tía Esperanza seguía tan tranquila.

            —¿Vieron, vieron? ¿Eh? ¿Qué les decía yo? ¿Eh? ¿Qué me dicen ahora?

            Y, radiante, nos miraba a todos como si realmente esperara que le contestáramos.

            Cuando yo ya creía que no iba a ver a mi primito nunca más, él solo volvió como se había ido, hasta donde estaba mi tía, esperándolo. Y ella, con el mismo cuidado que antes, lo levantó del suelo y lo metió en el tubo donde lo habían traído.

            —Venga, mi amor. Venga con su mami, que es hora de comer algo y descansar. Ya por hoy has hecho bastante.

            Puso unas hojitas verdes y tiernas adentro del tubo, lo cerró, le dio muchos besos y lo guardó en el bolso de playa.

            …

            Después del almuerzo me fui al cuarto de mis tíos para ver a Fernandito. En su casa de Montevideo tenía su propio cuarto, pero aquí, en Santa Lucía del Este, no alcanzaban las piezas. O por lo menos eso es lo que dijo Mamá. Era la primera vez que nos dejaban entrar ahí desde el nacimiento de mi primito.

            Entré muy despacio, sin hacer ruido, porque me habían recomendado especialmente que tuviera cuidado de no despertarlo de la siesta.

            Ahí estaba, en su cunita celeste, todavía adentro del tubo de vidrio con la tapa agujereada para dejar pasar el aire.

            No me pareció que estuviera dormido porque movía las patitas y también las alas, solo que no las podía abrir del todo porque se le chocaban contra el vidrio.

            Me quedé mirándolas. Eran transparentes y más delicadas todavía que esas filigranas tan lindas que siempre se ponía mi prima Lidia. Y esos reflejos dorados, verdes, violeta… No eran de ningún color y eran de todos los colores. ¿Cómo era que había dicho Mamá? Esa palabra tan larga pero tan linda… ¡Ah, sí! Iridiscentes. I-ri-dis-cen-tes. Yo nunca había visto nada tan hermoso.

            Me apoyé en la cunita y me puse a pensar.

            ¿Cómo será ser distinto? ¿Sabrá que es distinto? ¿Se sentirá distinto? ¿Y si no se siente nada? ¿Y si soy yo el distinto?

            En ese momento entró mi tío Julio; parecía muy disgustado.

            —¿Todavía aquí, chiquilín? Al patio, al patio todo el mundo.

            Los grandes debían tener algo serio que tratar porque a nosotros nos mandaron al patio de atrás y ellos se encerraron en el comedor.

            Como aquella vez, aquel día terrible, poco después de nacer mi primito, cuando vinieron todos esos señores tan importantes y solemnes. Los grandes hablaban en voz muy baja, como en secreto; y todo era: Sí, Doctor; no, Doctor; sírvase, Doctor; como usted diga, Doctor.

            Ese día también nos habían mandado a jugar al fondo. Y las cosas habían terminado muy mal.

            Después que se fueron los doctores, los grandes se habían pasado las horas encerrados, discutiendo a gritos. No sé muy bien de qué hablaban, pero se estaban peleando y hasta insultándose, me pareció. Alguien lloraba; no sé si Mamá o Tía Esperanza o la Abuela. Una de las voces más fuertes era la de Papá.

            —¡No señor! No hace falta que venga ningún gran doctor de la Sorbona a decirnos lo que todos ya sabemos perfectamente, que el chico no es normal, que más se parece…

            Pero no pude escuchar el final porque todos se pusieron a gritar al mismo tiempo y yo me asusté tanto que salí corriendo y me encerré en mi pieza.

            ¿Por qué a veces los grandes se ponen así, como locos?

            Aquella noche nos habían hecho cenar antes a nosotros, y a las nueve todo el mundo a la cama y sin postre. ¡Vaya a saber a qué hora se habrán acostado ellos! Si se acostaron…

            Así que esta vez, cuando llegó la hora de la cena, tenía tanto miedo de que los grandes se pelearan de nuevo que les hice creer que me dolía la barriga y me fui a mi cuarto sin comer. No quería ver ni oír nada. Mejor pasar hambre.

            No me equivoqué: llevaba apenas un rato en la cama cuando oí que subían los demás chicos. Y casi en seguida, como si los grandes no hubieran hecho otra cosa todo el día que esperar ese momento, gritos, portazos, mujeres llorando.

            Otra vez los grandes se portaban como grandes.

            …

            Tardé en dormirme. No podía dejar de pensar en mi primo: ahí solito, en su tubo, en su cuna celeste.

            ¿Estaría tratando de dormirse él también? ¿Oiría los gritos? ¿Tendría miedo como yo?

            Cuando por fin me dormí, tuve un sueño muy raro: soñé que era Fernandito. Pero no era una pesadilla. Al contrario. Por primera vez todo parecía estar en su lugar; todo estaba en orden. Por primera vez entendía por qué yo había nacido distinto y por qué era mejor así. En el sueño todo era tan claro y tan nítido… Y yo estaba contento de ser como era. ¿Por qué no se daban cuenta los demás? ¿Por qué Papá andaba siempre con la cara larga y Mamá se pasaba las noches llorando?

            Pero eso era en el sueño.

            Ahora estoy despierto y aquí, en la oscuridad, otra vez tengo miedo. No quiero ser como Fernandito. Yo quiero ser un chico como los demás. Me toco las manos y pies; me toco la cara; me cuento los dedos. Quiero estar seguro de que yo soy yo, de que estoy en mi cama y de que mañana, cuando salga el sol, todo va a ser como antes. Un chico como los demás.

            ¿Y si no soy como los demás? ¿Si estoy soñando ahora y lo otro no fue un sueño? ¿Cómo sé que en cualquier momento no me van a crecer alas y antenas y pelos?

            No pienses más. Dormite; mañana en la playa no te vas a acordar de nada.

            Y entonces sí, lo veo con una claridad que lastima: esa mañana, o la mañana siguiente, o cualquier otro día, cuando menos lo espere, voy a estar jugando en la playa o almorzando en el patio con los chicos o jugando en el zaguán con mis autitos y entonces, de repente, me voy a despertar. Voy a abrir los ojos y esta vez me voy a despertar de veras. Y no va a haber playa ni patio ni chicos ni zaguán ni autitos. Voy a estar yo solo, encerrado en mi tubo, y ellos —Papá, Mamá, mis primos— van a estar mirándome, del otro lado del vidrio, sin entender.

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