El pecado del escritor
Escrito para Silvia Italiano, que me criticó el abuso de los adverbios terminados en mente. (Lo metí al pobre Esquilo en el baile porque en la misma conversación ni ella ni yo podíamos acordarnos de su nombre.)
El pecado del escritor
Cuando el Escritor se murió, se encaminó derecho al cielo.
En las muchas paradas de la larga travesía no hubo quien no le recomendara que se asegurase de tener los papeles en regla. No encontró un solo compañero de camino que no aprovechara cada pausa para revisar mil veces los cientos y cientos de documentos que les habían expedido al partir. Abundaban las historias truculentas: la menor omisión —la falta de una firma o un sello o un membrete—; el más leve error —por ejemplo, en la numeración de las páginas—; un acento de más, una coma de menos… y otra alma se condenaba al fuego eterno.
El Escritor no abrió su abultado legajo una sola vez. No necesitaba ver los certificados. Sabía que en su caso no podía haber ningún error, por infinitesimal que fuera. Tenía la conciencia limpia del recién nacido, la paz del justo, la fe del bienaventurado.
Su vida y su obra, del principio al fin, habían sido una loa vibrante a la bondad divina. Buen hijo, mejor esposo, padre abnegado, amigo fiel, creyente devoto. Y sus escritos piadosos, leídos en todo el orbe, habían ayudado a miles y miles de almas extraviadas a reencontrar la buena senda.
Ni en las posadas ni en el camino había espejos: una verdadera lástima. Le hubiera gustado admirar en ellos la aureola que sin duda irradiaba su figura.
Cuando por fin llegó se encontró las puertas cerradas. No las Puertas, las que guarda el propio San Pedro. Unas puertas. Las puertas modestísimas de la primera de las muchas antesalas que, según le informaron, tendría que atravesar para llegar a destino. También le informaron que para cada problema había una ventanilla especial: no tenía más que encontrar la suya.
El Escritor miró en torno pero no vio ninguna ventanilla; solo un océano de humanidad que alimentaba infinitas colas, infinitos ríos, todos interminables. Las ventanillas, si existían, estaban del otro lado de aquel mar inmenso.
El Escritor sintió el aguijón de la duda. ¿Podía haber un error? ¿Era posible que se hubieran equivocado? Se esforzó por rechazar el pensamiento impío. En su vida terrena jamás dudó. ¿Cómo podía dudar ahora?
Y si no se habían equivocado ellos, ¿se habría equivocado él? ¿Era posible que hubiera hecho algo mal en su vida? Con mano torpe, temblorosa, abrió el legajo. Cientos de hojas se desparramaron por el suelo. Un escriba egipcio lo ayudó a recogerlas y a reordenarlas.
—¿Acabas de llegar?
—Sí. ¿Y tú?
—No sé. Tres mil, cuatro mil, diez mil años… Ayer.
—¿Y qué haces aquí?
—Lo mismo que tú: cola.
—¿Y tendrás que esperar mucho todavía?
—Dos o tres ciclos.
—¿Siglos?
—No. Ciclos.
—¿Ciclos?
—Sí, ciclos.
—¿Qué ciclos?
—De expansión y contracción del universo.
—¿De un Big Bang al otro?
—Sí.
—¿Esos ciclos?
—Los mismos.
—¡Pero duran miles y miles y miles de millones de años!
—Sí. Millón más, millón menos. Una gotita de eternidad.
—¿Y para qué ventanilla haces cola?
—La misma que tú: ESQUILO.
—¡La misma que yo! ¿Y tú cómo sabes?
—Vi tus páginas…
—¿Conoces mi obra?
—…vi la lista de tus pecados…
—¡Mis pecados!
—Justamente.
—¿Literarios?
—Precisamente.
—¡Adverbios!
—Exactamente.
—¡Adverbios en —mente!
—Naturalmente.
—¿Y por qué ESQUILO?
—EScritores QUe Ignoran la Ley de Oro: no importa lo que escribas, solo cómo lo escribes.
Abrumado, contrito, el Escritor se fue al final de la cola y se puso a esperar.
Pacientemente.
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