Carnaval de ratones (1993)
Una vez tuve la aterradora experiencia de que una colección de mis cuentos, Pasa apenas, cayera en manos de una señora de 92 años y de una niña de 12, las dos ávidas lectoras. Me aterró porque estaba seguro de no haber escrito ningún cuento apropiado para ninguna de las dos. Esa experiencia hizo que me preguntara si existiría la creación literaria que gustase a todos los públicos. El poeta, protagonista de este cuento, trata de encontrarla. Si el poeta parece a veces profeta y buscar la “verdad revelada” más que la verdad artística, la ambigüedad no es del todo casual.
Recoge, en cierto modo, el mensaje pesimista de “El juego”.
Carnaval de ratones
Toda su vida buscó el poeta la verdad, la palabra mágica que le permitiera llegar a todos por igual: necios y sabios, niños y viejos, puros y pecadores, reyes y mendigos.
Y toda su vida lo asaltó la duda: ¿cómo hablar a todos con una sola voz? ¿cómo articular ese mensaje trascendente, esa fórmula milagrosa?
Y, sin embargo, el sol iluminaba a todos con la misma luz. El poeta quería que su verdad fuera como el sol, que calentara el corazón y encendiera el pensamiento, que quemase si fuera menester, pero sin olvidar a nadie, sin dejar a nadie en la oscuridad.
La verdad, se decía el poeta, es siempre la verdad: para ti y para mí, aquí y allá, hoy y mañana. Inmutable y universal. La verdad es como el sol, pensaba el poeta.
Pero si era fácil reconocer el sol, no lo era tanto reconocer la verdad. ¿Cuántos falsos poetas había escuchado en su vida? ¿Cuánta falsa poesía? ¿Cuántas veces había él mismo ahuecado la voz en los estrados del mundo, confundiendo sonoridad con verdad?
La verdad tiene mil caras y cada cara mil caretas.
¿Cómo representar cada rayo verdadero con sus mil reflejos falsos? ¿Cómo recoger cada iridiscencia infinitesimal sin desvirtuar el todo?
Necesito mil cuerdas en mi lira, mil colores en mi paleta, se decía.
Así, buscando matices nunca vistos y notas nunca oídas, en pos siempre de la verdad, el poeta corrió mundo y se hizo viejo.
Muchas veces creyó haberla encerrado en sus versos y así lo anunció a un público siempre expectante. Y otras tantas, a pesar del aplauso entusiasta, debió reconocer su error y volver a la búsqueda.
Un día, de regreso en su tierra natal y ya próximo a morir, oyó una voz. Y fue oírla y saber que había vivido equivocado. La verdad era compleja pero su voz era simple y, como la luz del sol, nadie podía dejar de reconocerla.
El poeta se encerró en su cuarto y durante diez días y diez noches, sin apartarse un instante de su mesa, sin parar para beber ni comer ni dormir, escribió lo que la voz le dictaba.
Y al final de los diez días y diez noches, anunció al mundo que había concluido su labor. Solo le faltaba ahora darla a conocer y morirse en paz.
De los cuatro puntos cardinales, de las comarcas más remotas, vino la gente a oírlo.
El poeta había viajado mucho y vivido más y en todas partes tenía amigos, admiradores y discípulos. De todas partes llegaban ahora a rendirle homenaje y escuchar el canto final.
Cuando no cupieron todos en el único teatro del pueblo, probaron el campo de deportes. Pero en trenes, aviones y barcos, la gente seguía llegando. Del campo de deportes, los llevaron a la gran plaza frente a la iglesia. La multitud pronto desbordó plaza, iglesia y vías de acceso y el pueblo quedó paralizado. Ninguna fuerza conocida hubiera podido llevar al poeta hasta el centro de aquella marea humana.
Y si no era en la plaza, ¿dónde entonces?
La alcaldía consultó con la gobernación, la gobernación con la presidencia, la presidencia con el ejército. Hubo movilización de tropas. Hubo reparto de sidra y pan dulce. Se necesitó una semana para despejar la plaza y otra más para restablecer el orden. Y con la vuelta a la normalidad, resultó claro que solo un lugar podía dar cabida a todos: el cementerio.
Retirado del pueblo, en la ladera de la montaña, que había tapizado de cruces, el cementerio subía hasta la cumbre. ¿Y qué mejor lugar? Desde ahí, desde el cielo, el poeta revelaría la verdad a los vivos y a los muertos.
Para entonces, con tantos cambios y tantas idas y venidas, se había pasado el verano. Los nuevos preparativos prolongaron la espera. Cuando al fin estuvo todo listo, ya bien entrado el otoño, el poeta no lo estaba: había vuelto a escuchar la voz. El mensaje, cada vez más intenso, más luminoso, continuaba. El recital se aplazó. Primero hasta el domingo siguiente; luego hasta la primavera; por último, hasta nuevo aviso.
A nadie le corría prisa. Solo una fracción de los visitantes se volvió y los que se quedaron trajeron al pueblo la prosperidad. Nadie quería verlos marcharse. Y para retenerlos, mejor que el recital era la promesa del recital.
Por primera vez en su historia tuvo el pueblo comunicación directa con las grandes capitales del mundo. A la primera ola de visitantes, siguieron olas de turistas y mercaderes. Florecieron las artes y la industria. El pueblo se convirtió en ciudad; la ciudad, en metrópoli.
Por fin no hizo falta promesa ninguna: la metrópoli, en su opulencia, se olvidó del recital y del poeta.
Pero el poeta ni terminaba de morirse ni olvidaba su misión. Vivo todavía por puro afán de cumplirla, más viejo que todos los viejos, recluido en la cima de la montaña solo para oír mejor, el poeta seguía escuchando la voz. Y mientras la oyó, encontró fuerzas para burlar a la muerte y seguir escribiendo, año tras año, lo que la voz le dictaba. Hasta que un día, concluido el mensaje, la voz calló para siempre.
Lo encontró uno de los discípulos que al final de cada invierno, cuando el deshielo permitía otra vez subir la montaña, hacían la peregrinación hasta la cumbre para visitar al poeta.
Aun antes de abrir la puerta, oyó el discípulo la vocinglería chillona de los cien mil ratones que se habían instalado en el cuarto venerado. Y al abrirla, una avalancha enloquecida se volcó hacia afuera, como si las alimañas llevaran meses esperando para salir al mundo.
El discípulo miró horrorizado.
Afuera, una piel ondulante y caliente iba cubriendo de vida a la montaña. Adentro, un blanco de muerte lo tapaba todo: el piso de piedra, el catre, la mesa, el cuerpo inerte del poeta. Como si el invierno hubiera entrado a despedirlo.
Salvo una sonrisa enigmática que nunca había tenido en vida, estaba igual: todavía sentado a su mesa, todavía la pluma en la mano, como si se hubiera quedado dormido en plena labor, rodeado de su familia, y soñara, bajo la lluvia blanca, el más feliz de los sueños.
Solo que aquel blanco menudo no era nieve de invierno, era papel picado de carnaval. Carnaval de ratones. Lo que no se habían devorado, lo habían hecho nido. De los miles y miles de cuartillas que con tanta devoción había llenado la mano moribunda del poeta, no se había salvado ninguna. El dictado milagroso, aquel canto potente que iba a iluminar a todos como el sol, había servido en cambio para dar abrigo y sustento a un hervidero de ratones.
¡Y el poeta se había muerto feliz!
¿Qué le había devuelto al fin la paz? ¿Qué le había dicho la voz antes de enmudecer? ¿Cuál era el sentido de aquella burla perversa? ¿Qué había pasado allá arriba, más allá de las cruces, entre los ratones y el cielo?
Abrumado, el discípulo cayó de rodillas y se puso a llorar.
¡Cuánto tenía que aprender!
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