Lo que puede el amor* (1982)
Con este cuento me pasó algo curioso. Años antes, muchos años antes, había leído en una playa uruguaya Confieso que he vivido, de Pablo Neruda. Allí se habla de una mangosta que se comporta de manera muy similar a mi Tin Tin. Pero cuando yo escribí mi cuento, me había olvidado por completo —o creía haberme olvidado— de la mangosta y Neruda. Años después, en los 90, creo, releí el libro de Neruda y de repente sentí el terrible temor de haberlo plagiado inconscientemente. Es posible, sí, que haya habido plagio. Pero, te juro Pablo, totalmente inconsciente. En todo caso, mi cuento no tiene nada que ver con víboras venenosas ni mangostas heroicas. Es, tan solo, en cuento de amor.
Lo que puede el amor
Lo encontré una mañana, tiritando junto a mi puerta. ¿Abandonado? ¿Perdido?
Yo nunca había visto nada igual. Era como un osito panda de felpa, pero vivo: blando, cálido, peludo.
Lo acaricié y se restregó contra mi pierna. Lo alcé y me abrazó con sus patitas regordetas.
Lo hice entrar y le di de comer. Le puse Tin Tin.
Nos hicimos inseparables. Literalmente.
Enroscado a mi cuello, en su posición favorita, lo llevaba conmigo a todas partes. Primero por la casa. Después por la calle. Al fin, también por la oficina.
Había tratado de enseñarle a quedarse solo en la casa. Pero cada vez que volvía lo encontraba hecho un ovillo en un rincón, temblando de terror, jadeante, como enfermo, la comida sin tocar.
Las separaciones lo afectaban tanto que necesitaba varias horas, después de mi regreso, para poder aceptar de nuevo mis caricias y abrazarse una vez más a mi cuello. Y con qué desesperación se aferraba entonces contra mí, como diciendo:
—Por favor, no me dejes nunca más.
No me resultó fácil, pero no volví a dejarlo.
Naturalmente tuve que cambiar de vida.
Al principio dejé de ir solamente adonde no éramos bien recibidos. Pero pronto terminé por no ver más a mis amigos y no salir más a ningún lado. Dejé el trabajo. Me mudé.
A veces extrañaba mi vida de antes. Sobre todo a mi familia. Pero nunca nadie me había querido como Tin Tin. Nunca nadie me había hecho sentirme tan imperiosamente necesario. Por primera vez me sentía dueño absoluto de un destino ajeno.
Tin Tin lo daba todo y no pedía nada. Solo estar junto a mí. Yo podía hacer lo que se me antojara. Mientras lo dejara colgarse de mi cuello, ya podía yo salir a cazar mariposas o encerrarme entre cuatro paredes. Si estaba conmigo, estaba contento.
Las separaciones más breves lo atormentaban. Aprendí a comer, a bañarme, a vestirme y desvestirme con Tin Tin enroscado al cuello. Aprendí a darme vuelta en la cama sin asfixiarlo. Aprendí a hacer todo esto y a que me gustara hacerlo. Aprendí a disfrutar del calor de su cuerpo en pleno verano.
La unión era perfecta. Tin Tin era feliz y yo era el que lo hacía feliz.
Un día me llamaron de mi casa. Mi hija estaba enferma. Necesitaban verme.
Llamé a mi mejor amigo. Le pedí que cuidara a Tin Tin durante mi ausencia. Le hice mil recomendaciones. Le expliqué que Tin Tin era increíblemente delicado y sensible y necesitaría todo su afecto y atención para sobrellevar el trauma. Tin Tin se negó a despedirme. Me fui lleno de aprensión y tristeza.
Cuando regresé, unos días después, Tin Tin estaba irreconocible: acurrucado en su rincón, gruñía como un animal herido. Se le había caído el pelo a mechones; bajo el cuero desnudo se adivinaban los huesos; le lloraban los ojos, que tenía semicerrados; un moco espeso le chorreaba del hocico.
Pasaron días antes de que volviera a probar bocado; semanas, antes de que me dejara tocarlo; meses, antes de que volviera a trepárseme al cuello. Pero nunca recuperó su lozanía, nunca volvió a ser el de antes.
Una mañana, cuando me desperté, Tin Tin había desaparecido.
Lo busqué por todas partes. Pregunté a mis vecinos. Puse avisos en los diarios. Ofrecí recompensas disparatadas.
Nadie sabía nada.
Yo estaba seguro de que Tin Tin se había ido para morirse solo con su pena en un lugar donde nadie pudiera encontrarlo.
Durante meses tuve la misma pesadilla: que Tin Tin se había muerto abrazado a mí, sin que yo me diera cuenta, y que todo el tiempo que lo había estado buscando, él estaba ahí, con sus patitas rígidas apretadas contra mi garganta. Y siempre, al querer revivirlo, el mismo reproche:
—Estoy muerto por tu culpa.
Pero me había equivocado. Tin Tin no se murió de pena.
El otro día volví a verlo. Iba en el autobús, enroscado a un desconocido. La piel lustrosa, los ojos brillantes, blando, cálido, peludo. Más adorable que nunca.
Me miró largamente con sus ojos húmedos y tiernos, radiantes de felicidad. Y los ojos decían:
—¿No es una maravilla lo que puede el amor?
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