Link to English translation by Daniel Loedel
Un paseo* (1954)
Me lo inspiró una playita totalmente aislada, con rocas a cada lado, al pie de los acantilados situados entre Barranca de los Lobos y Punta Mogotes. En los huecos que había tallado la erosión del viento en la piedra caliza habían hecho nido miles de palomas. Se habían instalado allí precisamente porque la playa era inaccesible a la gente: no se podía llegar ni por la playa ni por el camino. Se me ocurrió entonces lo siguiente: ¿qué pasaría si alguien cruzara la barrera de rocas, quizá durante la marea baja, se echara a descansar un rato en esa playita tan acogedora y solitaria, se quedara dormido y lo despertara la marea alta? La playita acogedora se convertiría entonces en una trampa mortal. Qué muerte idiota, ¿verdad? Una forma de abordar el cuento entonces sería centrarlo en cómo se salva el personaje o cómo se salva uno de varios personajes: valor, ingenio, tenacidad, lo que sea. Es el relato típico, con un héroe que sobrevive para contar el cuento, y así la historia llega hasta nosotros.
O cómo no se salva y ese es el otro enfoque. ¿Cuál es el interés del cuento entonces? Depende, naturalmente, del mensaje que se proponga transmitir el autor: el personaje pecó y merece terminar mal (El corazón delator, de Poe); no hizo nada pero no hay justicia en el mundo (A la deriva, de Quiroga). En la mayoría de los cuentos (y películas) de horror, con todo, la víctima es perfectamente inocente. El propósito del autor es muy simple: quiere asustarnos. Nos está diciendo: ojo, esto le pasa a cualquiera; un buen día sales de tu casa, como cualquier otro día, y la muerte te está esperando a la vuelta de la esquina. Y todos entendemos ese miedo porque lo hemos experimentado en las pesadillas. Quizá por ese parecido con el mundo de los sueños, donde nada pasa exactamente como en la realidad, los mejores cuentos de horror tengan un elemento fantástico, mágico o sobrenatural.
Un paseo pertenece a la segunda categoría. El problema es que, si bien es muy posible que yo haya querido asustar al lector, el cuento ni es de horror ni fantástico ni sobrenatural ni tiene (casi) elementos mágicos ni de misterio.
Hay sí una fuerza que parece alejar al hombre cada vez más de la seguridad de su hotel: “Era hora de volver. Pero en lugar de volver, el hombre abandonó la carretera, se internó en los médanos, descendió el largo camino de acceso abierto a través del monte, salió a la playa, caminó hacia el mar.”
Sin embargo, tampoco le basta haber visto el mar; ahora se tienta y decide bañarse. Y después tendrá que esperar a secarse al aire porque no ha traído toalla. Con lo cual, naturalmente, se hace aún más tarde.
Y cuando se pone a caminar, en lugar de recoger su ropa y dirigirse de vuelta hacia el pie del faro, se aleja cada vez más: “En el cielo ya no se veían gaviotas ni se oían sus chillidos. Tampoco se oían los ruidos de la carretera. En la arena, ya no quedaban rastros humanos; solo plumas y las huellas menudas de los pájaros.”
El personaje no parece consciente de la necesidad de volver, del peligro, si no de muerte, de pasarse la noche a la intemperie sin ningún abrigo. Al revés, parece que colaborase para su propia destrucción. En ajedrez hay unos problemas que se llaman de “mate ayudado”, en que las negras, en lugar de hacer las mejores jugadas para defenderse, hacen las mejores jugadas para acelerar el mate. ¡El personaje de Un paseo parece estar jugando al mate ayudado!
El lector, en cambio, tiene clara conciencia del avance inexorable de la noche: “Ya se iban los últimos bañistas. … cerraban los kioscos, los vendedores se marchaban. … El sol se ponía. … La playa estaba desierta. … Pronto sería de noche. … Oscurecía. … Venus brillaba en el horizonte. … Era noche cerrada.” El lector no sabe, con todo, cuál es el peligro. La gente no se muere, al fin y al cabo, por solo demorarse en la playa. Pero sospecha que algo va a pasarle y que ese algo no es nada bueno.
El lector se pregunta: ¿qué le pasa a este infeliz? ¿Por qué no vuelve? ¿Se quiere morir? Quizá, pero no está claro. Recién llegado a la playa, no va y se mete en el agua todo vestido. Al contrario, se desnuda y hasta toma la precaución de llevar la ropa a la arena seca cuando una ola se la moja. Es evidente que, al menos en ese momento, tiene intención de volver a ponérsela. Más bien parece que los acantilados lejanos, que siempre ha querido investigar, obran como un imán irresistible. Al punto de que cuando al fin se da cuenta de dónde ha ido a parar y de que, sin querer, ha alcanzado la playita inalcanzable y se ha hecho su gusto, él mismo se recrimina: “Se arrepintió de haber abusado de la tarde, de aquel paseo, de la indulgencia del mar.” Y un poco después: “¡Qué imprudencia la suya!” Y por último: “Un paseo no debiera tener este fin”.
O quizá la explicación sea más simple: solo ha querido prolongar el último día de sus vacaciones y en su afán lo consigue tan bien que lo hace eterno: “Trató de recordar la mañana de aquel día, que ahora se había hecho tan largo.”
Con todo, cuando se da cuenta del precio que va a pagar por su imprudencia y sabe que está a punto de ahogarse, parece más preocupado por su tardanza y el juicio que le va a merecer a una desconocida que por su propia muerte.
“Quiso avanzar y sintió en el pecho el choque del océano y cómo lo alzaba, lo alzaba, hasta que dejó de hacer pie y quedó flotando en el mar, zarandeado otra vez por las olas como un niño pequeño, mientras la corriente se lo llevaba hacia adentro.
Jamás llegaría a tiempo. La señora Elsa no se lo perdonaría nunca; ya no podría volver a mirarla a los ojos.”
El centro del cuento es, entonces, esa incongruencia final: de cara a la muerte, su mayor pesar es haber defraudado a la dueña del hotel, aunque encuentra cierto consuelo al comprobar que no estaba perdido (aparte la satisfacción —que ni el personaje confiesa ni el autor nos revela— de haber puesto pie, al fin, en la playita inaccesible):
“El faro. Desde el medio del mar se veía muy bien. … Ahora sabía exactamente dónde estaba y sabía que nunca podría desandar a nado lo que había hecho a pie. Ya no llegaba.”
En la primera versión del cuento no era esta la única incongruencia. Pero después me di cuenta de que, si quería que el lector aceptara la incongruencia final, tendría que suprimir todas las demás y tratar de que el resto del relato fuera lo más natural posible. Por eso ahora lo explico todo (bueno, casi todo): por qué el personaje se aleja tanto del hotel (es el último día de sus vacaciones y quiere aprovecharlo hasta el fin), por qué se desnuda (quiere robarle un último chapuzón a la tarde: “Por unos segundos se sintió en la gloria: otra vez niño, suspendido en el aire, dando tumbos, zarandeado sin tregua por el mar.”), por qué no se vuelve en seguida (necesita orearse) e incluso por qué puede haber querido llegar hasta los acantilados (“Siempre había querido llegar hasta ahí.”); por fin, hasta sugiero qué es lo que puede haber estado pensando tan ensimismado cuando camina y camina sin darse cuenta de cuánto se aleja (la paradoja del faro). Claro que nada de esto significa que, de repente, yo haya decidido adoptar un enfoque realista o naturalista; eso lo descarté desde el principio porque no me interesaba. Lo que quiero decir es que trato de mantener un mínimo de misterio, solo un clima de que algo no anda bien, sin abrumar al lector con una serie de hechos inexplicables, difíciles de digerir.
…
Hay tres versiones de este cuento: la original, de 1954, la que preparé para Asesur, de 1993, y la última, de 2004. En las dos versiones revisadas he respetado el lenguaje del original (“revolviendo el aire y la tierra y el mar”; “blancas excursiones”; “rodaban los autos”; “tarde amarilla”; “sol desganado”, etc., etc.). ¿Por qué? Porque mi idea nunca fue reescribir el cuento; mi intención fue más bien ajustar un cuento ajeno. Por eso he dejado suficientes giros de la versión original como para que conserve algo de sabor veintiañero.
Sobre Venus: si “brilla en el horizonte” (es decir, está a punto de ponerse) cuando el personaje anda por los acantilados, esto lo sitúa allí a las 10 u 11 de la noche. (Cuando se ve de tarde, Venus se pone unas tres horas después que el sol.) ¿Cómo puede haberse pasado el personaje casi tres horas andando desde la bajada a la playa sin darse cuenta? Como se ve, no he quitado todos los misterios algo indigestos. Licencia poética: si ve a Venus de noche, el hombre no puede estar en Punta Mogotes ni los acantilados pueden ser Barranca de los Lobos, ¡tiene que estar caminando por una playa chilena!
Playa Las palomas
Un paseo
Pasó una bandada de gaviotas. Y detrás de esta pasó otra. Y luego otra y otra y otra más. O quizá fuera siempre la misma, revolviendo el aire y la tierra y el mar, en blancas excursiones sin fin.
El hombre llevaba una media hora andando.
—Bajo hasta la playa y vuelvo —había dicho al salir del hotel. Era su último día de vacaciones y quería aprovecharlo hasta el fin.
Pero en lugar de bajar a la playa, se había echado a andar por el camino paralelo a la costa y, sin darse cuenta, había llegado hasta el faro.
Era una tarde amarilla, con un sol desganado y el viento frío del océano. Ya se iban los últimos bañistas. En la estación terminal del ómnibus, se arremolinaba la gente en silencio. Rodaban los autos por el camino, cerraban los quioscos, los vendedores se marchaban.
A un costado de la carretera, a pocos pasos del hombre, un chiquilín rezagado sacudía la arena de las zapatillas. Una voz lejana, de padre, se deformó en el viento y un instante después, cojeando, con una zapatilla todavía a medio calzar, el chico desapareció a la carrera.
El sol se ponía.
Era hora de volver. Pero en lugar de volver, el hombre abandonó la carretera, se internó en los médanos, descendió el largo camino de acceso abierto a través del monte, salió a la playa, caminó hacia el mar.
A sus espaldas, cada vez más baja, la torre protectora del faro; delante, cada vez más lleno y más ancho, el pulso regular de las olas.
La playa estaba desierta. En la orilla reventaba una espuma espesa de reflejos violetas y naranjas. Cada nueva ola avanzaba más sobre la arena, dejando su filo lechoso sobre los caracoles y las algas secas.
Se sacó las zapatillas y dio unos pasos descalzo por la arena dura. Vaciló un minuto. Miró para atrás; el camino por donde había bajado había quedado oculto entre las matas. Buscó el faro con los ojos; también se lo había tragado el monte. En cuanto se alejara un poco, lo volvería a ver. Curioso, pensó. Los acantilados en cambio, azul pizarra en la distancia, como un nubarrón de tormenta, se distinguían perfectamente.
Siempre había querido llegar hasta ahí. Él sabía que, pasando los primeros acantilados, había una playita escondida, resguardada a cada lado por dos largas lenguas de rocas. La había visto un día desde lo alto del camino, años atrás, y desde entonces se había preguntado si no se podría llegar por la orilla. Esta vez voy sin falta y me entero, se decía cada verano. Y cada verano se volvía sin enterarse.
Miró hacia el mar. En la rompiente sonó un estampido y una gran ola blanca vino a morir mansa a sus pies. Una lluvia fina le bañó la cara. Respiró hasta llenarse los pulmones de viento, de espuma, de sal.
No dudó más; se desnudó y se metió en el agua.
Lo recibió una ola inmensa. Por unos segundos se sintió en la gloria: otra vez niño, suspendido en el aire, dando tumbos, zarandeado sin tregua por el mar. Salió al fin, aturdido, feliz, temblando de frío.
Un nuevo estampido y una ola aún más grande, traicionera, le revolcó la ropa por la orilla. Mi pantalón nuevo, alcanzó a pensar, y se quedó mirándolo en la arena: empapado, inútil.
Juntó la ropa, la apartó de la orilla, la escurrió como pudo y la tendió sobre la arena seca. Él mismo tendría que orearse un poco antes de volver a ponérsela y se puso a caminar para secarse más rápido.
Si no me apuro, la marea me deja sin playa, pensó.
Oscurecía. En el cielo ya no se veían gaviotas ni se oían sus chillidos. Tampoco se oían los ruidos de la carretera. En la arena, ya no quedaban rastros humanos; solo plumas y las huellas menudas de los pájaros. Sintió en los huesos el frío de la noche cercana.
Se había ido pensando en la paradoja del faro. Visible desde kilómetros y kilómetros a la redonda, no se veía desde el pie mismo de la colina. Hacía falta cierta distancia para verlo y más para percibir los destellos que lo caracterizaban: luz larga, dos cortas; luz larga, dos cortas. Pasaba lo mismo con la gente. Era más fácil conocer a los demás que conocerse a sí mismo. En el caso de los otros solo se veían los actos, que no era difícil interpretar. ¿Pero en el de uno? Después de años de intimidad absoluta, sin secretos posibles, lo que se veía era un laberinto impenetrable de contradicciones, sentimientos encontrados, impulsos en pugna, temores y dudas irracionales, fantasías absurdas, ansias desconocidas. Tratar de entenderlo era como querer saber la hora mirando el mecanismo interno de un reloj, no las agujas. Hacía un rato, por ejemplo, había dicho que bajaba hasta la playa y volvía. Pero en lugar de volver, había seguido hasta el faro, se había bañado y ahora caminaba desnudo por una playa desierta, alejándose cada vez más del hotel. ¿Por qué? ¿Había mentido? ¿O se había engañado? Y si se había engañado, ¿cuántas otras cosas había hecho en su vida, engañado, sin saber por qué? ¿Qué era lo que buscaba? ¿Sabía lo que quería? ¿Sabía acaso quién era? No, claro que no. Ahora no podía saberlo. Quizá algún día, cuando el tiempo hubiera puesto suficiente distancia. Quizá…
Un dolor agudo lo arrancó de su ensimismamiento. Acababa de cortarse un pie con un caracol o un vidrio roto. Se palpó con aprensión; sangraba. Trató de ver cómo era de grande el tajo, pero en la oscuridad no alcanzaba a distinguir y pronto desistió. Grande o chico, sangrara mucho o poco, daba lo mismo. ¿Qué podía hacer él en aquella soledad?
Miró en torno. Inexplicablemente, el faro seguía sin verse y los acantilados habían reemplazado al monte. ¿Los acantilados? ¡Pero los acantilados estaban a kilómetros del faro! ¡Ni siquiera recordaba haber visto los tres balnearios que había que pasar antes de llegar a los acantilados! ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tiempo llevaba caminando?
Venus brillaba en el horizonte.
¿Habría llegado sin darse cuenta hasta la playita que tanto había querido conocer desde el día que la vio desde lo alto? Imposible decirlo. Lo que él recordaba era un lugar de ensueño, bañado por el sol. Ahora, sumida en las tinieblas, la playa se veía inhóspita y amenazadora.
¿Y las rocas? Si ese era el lugar, tenía que haber cruzado la lengua de rocas que se adentraba en el mar al pie de los primeros acantilados. ¿Cuándo la había cruzado? Debía de haber sido aún de día y con marea baja o no hubiera podido franquearla. ¿Cómo iba a hacer a la vuelta, a oscuras y con marea alta?
Dejó que una ola le lamiera la herida. Primero ardor, después frío. Empezó a tiritar. ¿Qué hora sería?
—En el hotel se cena a las nueve —le recordaba la señora Elsa siempre que lo veía salir. No le gustaba que los huéspedes llegaran tarde, y a él no le gustaba la disciplina militar de la señora Elsa.
¿Qué explicación iba a dar? Si por lo menos hubiera avisado que llegaba tarde o que no cenaba en el hotel…
Miró otra vez a su alrededor. Solo distinguía, de un lado, la espuma blanca de la rompiente; del otro, la masa vertical de los acantilados; y en medio, más que ver, adivinaba, largos charcos poblados de gaviotas dormidas.
El regreso no iba a ser fácil. En cualquier momento se terminaba la arena y empezaba la roca ¿y qué haría entonces?
Rocas o no, tenía que dar la vuelta. Emprendió el regreso tratando de buscar las fajas de arena firme entre charco y charco pero ya no veía dónde pisaba. Los pies le dolían de frío. Le ardía la herida. Hubiera querido estar seco, vestido y en el hall del hotel, en medio de su bullicio y sus luces. Se arrepintió de haberse entretenido en la quietud de las playas, lejos de las bocinas y los faroles de la carretera. Se arrepintió de haber abusado de la paz de la tarde, de la indulgencia del mar.
Se sentía solo, pero se sabía rodeado de seres vivos. En aquellos acantilados anidaban miles de palomas. Si hubiera sido de día, lo habrían visto y habrían alzado el vuelo todas juntas, asustadas, llenando el cielo de un clamor de alas. Ahora dormían, arrulladas por el viento y las olas, en la seguridad tibia de sus nidos.
Pensó en el hotel, en su pantalón arruinado, en la marea, que ya llegaría hasta la arena seca y se habría llevado toda su ropa; pensó en el camino de vuelta, imposible de hallar en la maraña del monte. Sintió el sueño de las cosas y su propio cansancio. Hacía frío.
En una charca cercana, un chillido de alarma. Una bandada de gaviotas alzó el vuelo y, tras describir un amplio círculo negro, se fue a posar en el mar.
Era noche cerrada.
El hombre aceleró el paso. Volvía rengueando, pisando a ciegas la arena en sombras, cortándose con el filo de enemigos invisibles, tropezando entre el viento recio del mar y las ráfagas de espuma fina.
Volvía por la orilla inundada, temiendo encontrarse en cualquier momento con la barrera de rocas, pero sin perder la esperanza de ver todavía la luz salvadora del faro. No era posible que se hubiera alejado tanto. Un solo destello bastaría; no era posible que el faro hubiera desaparecido para siempre detrás del monte.
Hubiera querido dejarse caer un momento, dejar que las rodillas se doblasen por fin y las manos abiertas se hundieran dócilmente en la arena bienhechora. Pero ya no podría ser. Sin que advirtiera cómo ni cuándo, el agua había subido y le llegaba a la cintura. ¿Habría caído en una hondonada o sería el mar, que estaba creciendo?
El ruido del mar había crecido. Ahora parecía rodearlo. Las olas rugían a izquierda y derecha, rompían contra el acantilado. ¿Dónde estaba la orilla? ¿Dónde estaba el monte? ¿Dónde estaba el hotel?
¡Qué imprudencia la suya! El último ómnibus ya habría partido hacía tiempo. Y en el hotel, desde luego, ya estarían cenando. ¿Cómo podía haberse hecho tan tarde? Se imaginó las luces encendidas, el tintineo de los cubiertos, los pasos rápidos de la señora Elsa, el murmullo acogedor de los huéspedes, el gran ventanal sobre el mar.
La señora Elsa notaría su puesto vacío, haría preguntas.
—Dijo que bajaba hasta la playa y volvía. Ya no puede tardar —explicaría algún comedido.
Quiso avanzar y sintió en el pecho el choque del océano y cómo lo alzaba, lo alzaba, hasta que dejó de hacer pie y quedó flotando en el mar, zarandeado otra vez por las olas como un niño pequeño, mientras la corriente se lo llevaba hacia adentro.
Jamás llegaría a tiempo. La señora Elsa no se lo perdonaría nunca; ya no podría volver a mirarla a los ojos.
Por fin, pálidamente, brilló a lo lejos una larga luz amarilla. Vaciló, se tiñó de rojo, pareció luego revivir como para dar dos destellos rápidos, pero antes se extinguió por completo.
El faro. Desde el medio del mar se veía muy bien. Estaba lejísimos y no brillaba como antes, con su luz habitual, como si hubiera querido decirle: soy tu faro, sí, y sigo estando donde siempre estuve, pero no brillo para ti.
Daba igual. Ahora sabía exactamente dónde estaba y sabía que nunca podría desandar a nado lo que había hecho a pie. Ya no llegaba.
Trató de recordar la mañana de aquel día, que ahora se había hecho tan largo.
La señora Elsa se había levantado contenta, canturreando; había abierto el comedor antes de hora, especialmente para él. Le había sonreído, le había preguntado si había pasado bien sus vacaciones y hasta se había sentado a su mesa unos minutos.
Un paseo no debiera tener este fin, pensó, y a través de la espuma creyó ver pasar todavía una bandada de gaviotas blancas, una bandada de gaviotas pardas, una bandada de gaviotas azules.
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