Su imagen y semejanza*
En la perfección perpetua del jardín del Edén, Adán y Eva habían alcanzado, sin proponérselo, su propia forma de perfección: la redondez de la esfera.
Al poco tiempo de creados —¿milenios quizás?— Adán y Eva, a diferencia de las demás criaturas del Señor, habían descubierto el tedio. El tedio absoluto de una eternidad inmutable.
Y aún más pronto —¿siglos después?— habían descubierto su antídoto: comer. De todo y a toda hora. Hasta la saciedad. Y más. Porque vieron enseguida que el placer, en exceso, se convierte en malestar y que este a su vez intensifica, al disiparse, el placer subsiguiente. Aprendieron así a comer siempre un poco más de lo justo para experimentar, pasado el empacho, la deliciosa sensación del renacer del hambre, con su promesa de un nuevo ciclo de deseo y hartazgo. No es de sorprenderse entonces que, después de varios de estos ciclos, terminaran convertidos en dos bolas plácidas de carne satisfecha.
Con una plétora de frutos exquisitos al alcance de la boca, Adán y Eva no necesitaban brazos ni piernas ni ingenio y pronto olvidaron su uso. Fuera de los pequeños ajustes para cambiar ligeramente, cada 300 o 400 comidas, el punto de apoyo de su anatomía esférica, el único movimiento perceptible era el pulsar rítmico de su respiración y el triturar de sus mandíbulas.
Adán y Eva eran el asombro de las demás criaturas del Edén, que en un desfile interminable de pelo, plumas y escamas, acudían a rendirles el tributo de su admiración. Con la piel transparente de puro tirante, su inmovilidad vegetal, su masticar animal y la redondez de la luna, eran a todas luces dos seres milagrosos: el pináculo de la creación.
Adán y Eva se preguntaban a veces, al ver el movimiento incesante del mundo animal, para qué les habría dado el Señor brazos y piernas y manos y razón, si Su clara voluntad parecía ser que renunciaran a ellos. Era un alto precio que pagar; pero, lejos de lamentarlo, se regocijaban de que el Señor les hubiera brindado esa oportunidad de hacer un sacrificio para Su mayor gloria.
Adán y Eva eran felices. Sin necesidad de comer del árbol de la sabiduría, habían vencido el tedio y, sin duda guiados por la mano de Dios, habían llegado, por el más tortuoso de los caminos, hasta el lugar especial que Él les había reservado. Humildemente, le daban las gracias.
Pero el Creador no compartía la satisfacción de Sus criaturas. Por prodigioso que fuera, no era aquel el destino que Él había concebido para ellos. Por perfecta que fuera la armonía de Su jardín, no era la que Él había querido. Adán y Eva, en suma, habían cambiado Sus designios. Adán y Eva eran la negación de Su obra.
El Señor estaba colérico. En la perfección geométrica de sus cuerpos, que Él había creado a Su imagen y semejanza, solo veía dos bolas inmundas; en su síntesis de animal y planta, un bestialismo de proporciones cósmicas, y en su virtud, una pura imposibilidad física. Adán y Eva personificaban la Pereza, la Gula, la Soberbia.
Había que castigar su insolencia. Había que abochornarlos y expulsarlos para siempre. Y había que asegurarse de que nunca volvieran a descubrir ellos solos la felicidad del Edén.
La solución fue simple. La serpiente siguió dócilmente Sus órdenes y Eva, en su ignorancia, los consejos de la serpiente. Y, como era natural, una vez probado el fruto prohibido, todos los demás frutos perdieron su interés.
Y hasta el día de hoy, como bien sabemos por triste experiencia, el linaje de Adán y Eva se consume con el hambre de la carne que no se sacia, tiene horror a la gordura y las hijas de Eva deben, para poder perpetuarse, parodiar con su preñez la perfección perdida.
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