Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

Link to English translation by Daniel Loedel

Publicado en 1993 con el título Un día de lluvia, lo escribí en 1978, el año más terrible de mi vida. El lector curioso podrá enterarse de qué pasó ese año investigando los orígenes de la novela Hades, Argentina, de mi hijo Daniel.

El tema es similar al cuento de Cortázar No se culpe a nadie. En los dos, un hombre anónimo libra batalla con una prenda de vestir y pierde. Pero ahí termina el parecido (claro, dirás vos, el de Cortázar está bien escrito). OK, muy cierto.

Aparte de eso, hay otra diferencia mayúscula: mientras que en el cuento de Cortázar lo único que llegamos a saber del protagonista es que está casado y su mujer lo espera en una tienda a las seis y media, en el mío se hace casi una biografía completa del personaje: desde los retos que le daban de chico por portarse mal, hasta la oportunidad de salir adelante malograda por quedarse dormido, pasando por el colegio nacional, su noviecita adolescente, sus sueños nunca realizados de hacerse ingeniero, su casamiento con una mujer 10 años mayor que él, su marcha al extranjero, su fracaso profesional, su divorcio, su última novia, Irene, y su aislamiento progresivo porque no se atreve a llevar a nadie al cuchitril donde vive.

O sea, que la derrota en su batalla con el impermeable parece ser la culminación de una vida destinada al fracaso desde el vamos.

Como en La pluma de la verdad, uso la bastardilla para indicar lo que son, a veces, pensamientos del personaje y, otras, recuerdos de los retos de la madre cuando era chico.

Justo hoy me vengo a dormir.

“—Parece mentira. No podés lavarte las rodillas sin dejar todo hecho un chiquero. Una se mata para tener la casa limpia y en dos minutos venís vos con tus amigos y me la dejás patas arriba. ¡Más que chiquilines, potros parecen!”

Volviendo a la comparación con el cuento de Cortázar: otra diferencia es que en el mío el protagonista humaniza al impermeable (¿Dónde te metiste, desgraciado? ¿Dónde te escondiste, hijo de puta?… lo agarra de las solapas y lo sacude como si quisiera matarlo. —Esta sí que me la pagás.)

Por último, en mi cuento se presenta un trasfondo dramático —lo más negro que he escrito— envuelto en un exterior cómico/grotesco[1]. No se trata de un tipo simplemente venido a menos, viviendo una racha de contratiempos poco afortunados. Como ya dije, su vida está viciada de origen.

“Al empuñarlo, se desploma la barra con todas las perchas. Entre la ropa caída y revuelta le parece ver el saco sport que tanto quería y creía perdido. Se lo había regalado Celia hacía muchísimo tiempo. Cuando todavía vivían en la Argentina. Cuando los chicos todavía eran chicos y  todavía vivían los dos.”

Y poco después de esas palabras terribles:

“Si no se hubiera divorciado de Celia, si hubiera terminado la carrera… Si hubiera sido un buen hijo.”

A continuación transcribo el guion en que se inspiró la parte cómico/grotesca del cuento. Lo escribí en 1975 para filmarlo con Miguel Pepe, amigo y compañero del Teatro Universitario de La Plata. Nunca hicimos la película que, gracias al increíble talento de Miguel, hubiera sido, sin duda, muy superior al cuento. Ahí va:

    El hombre se inspecciona cuidadosamente frente al espejo: pelo, afeitada, nudo de la corbata. Está obviamente satisfecho y contento. Saca un papelito del bolsillo, lo huele sensualmente, le da un beso, vuelve a guardarlo como si fuera oro en polvo. Se frota las manos pregustando el éxito inminente.  

    Mira la hora: ¡diablos! Con los preparativos, se le ha hecho tarde. Manotea unas llaves de la mesa de luz y la billetera; antes de metérsela en el bolsillo se asegura de tener suficiente plata.  

    Se lanza hacia el vestíbulo a la carrera, abre el placard y de un tirón saca el impermeable. Ya se lo va a poner cuando se detiene de golpe; con el impermeable en el brazo, corre hacia el baño, se da dos palmaditas más de colonia en la cara y, siempre a la carrera, vuelve al espejo.

    Se pone el impermeable y lo abotona rápidamente. Con la prisa se equivoca y el ruedo queda chingado: el lado derecho está más largo que el izquierdo. Vuelve a empezar. Ahora es el lado izquierdo el más largo.  

    ¿Qué broma pesada es ésta? Mira el impermeable con desconfianza. Se mira en el espejo.  

    Decide proceder con calma. Esta vez alínea botones y ojales (sin prenderlos), asegurándose de que se correspondan unos con otros. El cuello está parejo, el ruedo está parejo. Le da al impermeable unas palmaditas afectuosas. Y súbitamente (no sea que se le retobe), prende el primer botón con aire de triunfo (¡te agarré!). Pero no bien pasa por el ojal, el botón se despega.  

    El hombre se queda mirando atónito el botón que todavía tiene entre los dedos. Con igual perplejidad mira los hilitos que quedaron donde antes había un botón.  

    Deja caer el botón y prueba con el segundo. Mismo juego.  

    Con el tercero decide ser mucho más cauteloso. Primero lo examina, tironea ligeramente, comprueba que está bien cosido. Lo abotona a un ojal que no corresponde (el de más arriba) y queda firme en su lugar. Lo abotona al de más abajo, ídem. Llega el momento de probar con el ojal verdadero pero no se decide. Se quita, en cambio, el impermeable, lo alisa, lo pone en posición cómoda en un sillón (mangas sobre posabrazos, etc.) y con gran delicadeza prende por fin el botón a su ojal. Tira para arriba: junto con el botón sube el impermeable. Mismo juego con los demás botones. No pueden estar más firmes.  

    Rápidamente los desabrocha, se pone el impermeable, contiene la respiración, mira hacia lo alto y… no bien pasa el ojal, el botón se desprende.  

    El hombre pierde toda la calma. Furiosamente, abotona el resto: uno a uno van rodando por el piso. Se saca el impermeable a los tirones. Lo agarra de las solapas y lo sacude con ánimo asesino. Lo tira sobre el sillón y hace ademán de abalanzársele encima. Se contiene. El impermeable está todo acurrucado, hecho un bollito insignificante.  

    Echando una ojeada al reloj, el hombre corre a buscar unos alfileres de gancho. Vuelve, tratando de parecer natural, con los alfileres (gigantes, de 20 o 30 cm) detrás de la espalda. El impermeable parece haberse encogido aún más.  

    El hombre se mete disimuladamente los alfileres en el bolsillo y se acerca al impermeable con infinita dulzura. Lo levanta delicadamente, lo palmea… Se pone una manga, se pone la otra; saca un alfiler y trata de prenderse… Imposible. Una de las mangas estaba vuelta del revés. A punto de explotar, se saca el impermeable bruscamente (con lo cual la manga que antes estaba bien ahora queda del revés), arregla la manga dada vuelta, prueba de nuevo. Mismo juego, del otro lado.  

    Esta vez ya no consigue contenerse. Se saca el impermeable, lo agarra del cuello y lo retuerce como si estuviera matando a una gallina.  

    El  hombre está furibundo, desesperado. Nueva mirada al reloj.  

    Deja caer el impermeable y vuelve a revolver en los cajones. Ahora regresa con una enorme aguja e hilo grueso,  martillo y clavos. Busca al impermeable y al principio no lo encuentra; está hecho una bolita abajo de una silla.  

    Sin contemplaciones ya, levanta al impermeable, lo estira y lo sienta en la silla. Le anuda las mangas por detrás del respaldo, sujeta los lados con un par de alfileres de gancho y las puntas de abajo las clava al suelo. Una vez que lo tiene así, inmovilizado, lo acomete con la aguja. Después de coser y recoser los botones trata de prenderlos a sus correspondientes ojales. Pero o éstos han encogido o los botones están más grandes. No pasan. Rabioso, cose tela con tela y con tanto hilo que al final un costurón gigante y deforme recorre al impermeable de arriba abajo. Ahora sí no hay Cristo que lo desabroche.  

    Con cautela desata las mangas del impermeable, saca los ganchos, los clavos. No pasa nada. Contempla su obra con cierto placer perverso. Pero la satisfacción se convierte gradualmente en horror. Se lleva las dos manos a la camisa, a los pantalones. ¿Qué le está pasando? Lo que le está pasando es que se le están cayendo en masa los botones de la camisa y del pantalón. Caen alrededor de los zapatos, ruedan por el piso. Sin botones, también el pantalón está a punto de caerse.  

    El problema ahora es ponerse el impermeable (como si fuera un suéter, pasando la cabeza por el cuello y los brazos por las mangas), sosteniéndose siempre los pantalones con una mano.  

    Después de muchas contorsiones y cuando ya está por lograrlo, se le caen los pantalones, se enreda con ellos y, tras los pantalones, se cae él.  

    Al diablo los pantalones. A los tirones se saca el impermeable, se saca la camisa, se saca los pantalones. Queda en calzoncillos, camiseta, corbata, medias y zapatos.  

    Nueva mirada de angustia al reloj.  

    Trata de calmarse y pensar. La fuerza bruta no lleva a ninguna parte.  

    El hombre cuelga al impermeable del techo y le alza las mangas: queda en la posición del Cristo Redentor. El hombre se arrodilla y apoyándose en las manos da una vuelta completa alrededor del Impermeable, estudiándolo, tratando de encontrar un punto vulnerable.  

    Decide aproximarse por detrás para no ser visto. En ese momento el Impermeable empieza a rotar lentamente; primero para un lado, luego para el otro. El hombre lo acompaña, gateando de costado, de manera de quedar siempre a espaldas del Impermeable. Aprovechando un momento en que éste no se mueve, el hombre se adelanta hasta colocarse justo debajo del Impermeable, con la cabeza bien hundida entre los hombros para no tocarlo. Una vez debajo, alza la cabeza, que desaparece dentro del Impermeable, luego los brazos, por último el tronco y las piernas, a medida que se va incorporando. Todo muy lento, sin rozar casi al Impermeable, como si éste lo fuera succionando hacia arriba. Cuando ya está totalmente erguido y con ambos brazos en las mangas, descubre que -naturalmente- no llega hasta arriba y, por ende, no puede descolgar al Impermeable (el ruedo está más o menos a un metro del suelo). Se pone en punta de pies. Nada. Prueba pararse en un solo pie y dar un saltito con el otro. Nada. Salta con los dos pies. Nada. Se pone nervioso y agita las mangas, que pierden su rigidez y se doblan sobre las manos. El efecto es de un espantapájaros. El hombre se impacienta y, aleteando con las mangas, da un tirón. El cuello, todavía enganchado, se desprende limpito del resto.  

    Sintiéndose descubierto, el hombre ya no disimula más. Forcejea para pasar la cabeza, pero la cabeza está atascada. Además, solo puede usar la mano izquierda. La otra sigue adentro de la manga, sin poder salir. Por fin, tirando con una mano y empujando con la cabeza, consigue pasarla, pero no sin rajar un costado del Impermeable. Ahora que puede ver, descubre que ha metido el brazo derecho entre la tela y el forro y lo que sale, en lugar de la mano, es una especie de muñón inútil. Rabioso, tira del forro con la mano libre. Primero sale el forro y luego la manga entera.  

    El hombre está totalmente fuera de sí. Tira y arranca a dos manos. Salen pedazos de forro, salen hilos y más hilos del costurón, saltan todos los botones. Cuando al fin se desembaraza del Impermeable, recoge todos los pedazos y los anuda varias veces furiosamente, como si el Impermeable fuera una tira de morcillas. Lo mete en un baúl y hace otro tanto con la camisa y los pantalones. Le pone candado, le da varias vueltas con una soga de media pulgada y le clava dos o tres clavos. Luego tira de un manotazo todo lo que hay sobre la mesa (platos, panera, cafetera, taza, cenicero, etc.) y la pone patas arriba sobre el baúl. A continuación alza en vilo la mesa de luz: lámpara, reloj, cajón con su contenido, todo sale volando por el aire. Sin pestañear, pone la mesita de luz sobre la mesa.  

    Resollando y sudoroso se sienta, agotado. Cuando recupera el aliento, mira en torno: platos rotos, frascos, papeles, azúcar derramado, la lámpara hecha añicos. El reloj. Más de cuatro horas que tendría que haber salido.  

    Se examina. Los zapatos no están tan mal. Las medias, arrugadas y caídas. Los calzoncillos bajos, la camiseta salida. Toma la punta de la corbata y la levanta despacio. La mira, la deja caer.  

    Mira de nuevo la hora. Quizá no todo esté perdido. Mira la corbata otra vez. La da vuelta. Lee: ALL SILK. MADE IN ITALY. De golpe, se decide.  

    De la mesa de luz que puso sobre la mesa que puso sobre el baúl, saca un trapo y se lustra los zapatos. Se estira las medias. Se seca la cara con la camiseta, después se la alisa y la mete adentro del calzoncillo, que ajusta y sacude como si fuera un pantalón.  

    Se acerca al espejo. Se peina, se examina la afeitada, el nudo de la corbata. Corre al vestíbulo y saca un paraguas del placard. Lo prueba: se abre y se cierra perfectamente. Está a punto de salir, cuando se detiene de golpe; con el paraguas en el brazo, corre hasta el baño, se da dos palmadas más de colonia en la cara y, siempre a la carrera, pasa frente al espejo. Se arregla una última vez la corbata y se dirige hacia la puerta.  

    Mientras aparece sobreimpresa la palabra FIN, se ve al hombre forcejear con el paraguas: se le ha abierto inesperadamente y se le acaba de atascar en el marco de la puerta.  

   Nota: En lugar de una cita amorosa, se podría sugerir una importante entrevista de negocios. El personaje sería entonces un ejecutivo joven. En lugar de la esquela perfumada, podría besar un grueso legajo de papeles, que después guardaría con solicitud maternal en un imponente y lustroso portafolios; en lugar de fijarse si tiene suficiente plata en la billetera, podría hacer unos cálculos rápidos para ver por enésima vez los millones que piensa ganar con la operación, etc.   

Rebelión en el 5A

            Entre dormido y despierto, el hombre trata de levantarse. Es como si el cansancio de todos sus antepasados se hubiera juntado en sus huesos.

            Justo hoy me vengo a dormir.

            Todas las noches pone el despertador a las siete y todas las mañanas suena a las siete. Pero ahora, según el reloj, son las nueve en vez de las siete.

            ¡Las nueve!

            La hora en que tendría que haber estado marcando la entrada.

            ¿Me habré olvidado de poner el despertador?

            Mira el reloj. Está puesto para las 6 y media, pero no sonó.

            ¿No sonó? ¿Cómo que no sonó?

            Mira de nuevo. Lo ve clarito: 6 y media.

            Poco a poco empieza a recordar. Lo puso más temprano porque hoy era la entrevista con el Director y quería hacer todo con tiempo. Bañarse, lavarse el pelo, lustrarse los zapatos, desayunar tranquilo. Nada de eso podrá ser ya. Tendrá que irse sucio y sin un triste café, y aun así, por más que se apure, llegará tarde. Más que tarde. Y para colmo, llueve.

            Maldito despertador.

            Por lo menos tendría que lavarse un poco: orejas y cuello, axilas, pies. Claro que lavándose por partes, como hace cuando no hay agua caliente, tardaría tanto como bañándose, o más. Aparte de que haría un enchastre.

            “—Parece mentira. No podés lavarte las rodillas sin dejar todo hecho un chiquero. Una se mata para tener la casa limpia y venís vos con tus amigos y en dos minutos me la dejás patas arriba. ¡Más que chiquilines, potros parecen!”

            Las orejas y el cuello quizás pasen; al fin y al cabo no huelen. Y las axilas y los pies probablemente huelan, pero con bastante ropa encima… Por suerte es invierno.

            Si al menos no sudara como un caballo…

            No sabe qué ponerse. Ya que va a ir todo sucio por dentro, tendría que ir impecable por fuera. Busca la camisa blanca para ponérsela con el traje azul marino, la corbata Christian Dior y los zapatos negros. Revuelve cajones, manotea perchas: no aparece por ninguna parte. Estará en la lavandería.

            La única camisa como la gente que me queda.

            Y seguro que hace días que está lista. Ya hace más de una semana que tendría que haber pasado por la lavandería, pero estaba esperando el día de pago. Era: camisas limpias o gin, solo que siempre ganaba el gin. Y ahora, claro, no tiene qué ponerse. Tendría que haber pedido la entrevista a principios, no finales de mes. No le queda más remedio que rescatar alguna camisa del canasto de la ropa que no esté demasiado sucia o arrugada. Inútil.  Todas parecen haber sido “rescatadas” antes y más de una vez. Vuelta a los cajones. Se pone por fin una camisa celeste que ya hace años que no usa, porque tiene el cuello gastado y el bolsillo descosido. Pero es la única que va con el traje azul y con un poco de habilidad puede taparse el bolsillo con el saco. Por suerte la parte gastada del cuello es la de atrás; solo tiene que acordarse de no volverle la espalda a la gente.

            Sí, claro. ¿Y cómo pensás salir del despacho después de la entrevista? ¿Caminando para atrás, como un cangrejo? ¡Qué boludo!

            Con los zapatos le aguarda otra sorpresa desagradable. Los negros son los mejores que tiene, los únicos de salir. Lo que no recuerda es que el último día que se los puso fue el día de la nevada: barro por todos lados, el cuero agrietado y reseco, una orla blanca de sal. Tendría que haberlos limpiado y lustrado apenas llegó a su casa. Ya no se salvan ni con toda la pomada del mundo.           Tendrá que llevar los marrones. Tienen la suela rota, pero eso no se ve.

            Sí, no se ve, pero entra el agua. Si por lo menos no lloviera…

            Sin tiempo para desatarlos, se los pone a la fuerza, usando el dedo como calzador.

            “—Claro, así cómo te van a durar los zapatos. ¿No ves que se te vence el contrafuerte? ¡Y con lo que cuestan hoy día! Pero no; es mucho trabajo desatárselos. ¡Parece mentira! Lo único que sabés vos es romper y ensuciar.”

            Después de los zapatos se pone los pantalones. Y al hacerlo, sabe que eso tampoco está bien.

            “— ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te pongas los pantalones con los zapatos puestos? ¿No ves que se te descose la botamanga? Y después ¿quién te la tiene que coser, eh? ¿Quién? ¡Desconsiderado!”

            Tenía razón la madre, reconoce de mal humor. Porque si se le llega a descoser ahora…

            Entonces sí que estoy frito. Y bueno, qué joder. Es tarde. No me puedo pasar la vida poniéndome y sacándome zapatos.

            Mira el reloj: las nueve y media. Ni a las 10 llega ya.

            ¿Para qué carajo habré pedido la primera hora de la mañana? Para impresionar a la secretaria, seguro. Para que crean que no soy un tipo más del montón. “Este sí que pinta bien. Responsable. Eficiente. Ideal para el puesto”.

            ¡Bárbaro! Y ahora la Superluminaria se presenta una hora tarde, mal vestido y sin bañar. Flor de puesto vas a conseguir así. ¡Qué pelotudo!

            Termina de vestirse y, no bien se hace el nudo de la corbata, se da cuenta de que todavía no se ha afeitado.

            Hoy todo me sale mal.

            Para hacer las cosas bien, lo que se dice realmente bien, tendría que sacarse la corbata y la camisa y los pantalones (no; primero los zapatos; tampoco, primero desatárselos) y empezar todo de nuevo, desde el principio. Pero para eso, más le vale acostarse otra vez. Y como no puede ir barbudo, no le queda más remedio que afeitarse vestido, tratando de no mojarse la ropa.

            Y si se moja, que se moje. Gracias que me afeito. Al fin y al cabo, ¿quién se cree que es el cretino ese? Mucho Sr. Director de aquí y Sr. Director de allá y en el fondo debe ser un pobre infeliz muerto de frío.

            Y no solo se moja la camisa —era inevitable— sino que también se salpica la corbata con crema de afeitar (¿dejará mancha?) y para colmo, con los nervios, se corta.

            Lo único que me faltaba.

            Porque vaya a saber cuánto tarda en secarse. Cuando vivía con Irene, siempre había una barrita especial para secarse la sangre. Pero sin la barrita —hace años que vive solo— puede tardar horas. Y lo peor es que la cortadura está tan abajo que, al primer descuido, agacha un poco la cabeza y se mancha el cuello de la camisa.

            Entonces sí que la hago completa: deshilachado por detrás y, por delante, ¡chorreado de sangre!

            En las carreras de último momento se hace tiempo todavía para echarse un poco de colonia (si apesta, preferible apestar a colonia y no a cuerpo humano), ajustarse el nudo de la corbata (ya se secará en el camino), asegurarse de que el saco le tapa el bolsillo descosido (y si no se lo tapa, ya lo disimulará él con la solapa) y hasta para pasarle un trapo a los zapatos (que en realidad no es un trapo). En la oscuridad del placard, confunde un pulóver viejo con la franela de lustrar. Y cuando ve el error ya es demasiado tarde.

“— ¿Cuándo vas a aprender a no dejar la ropa tirada?”

            ¡Y bueno! Está todo gastado y roñoso. No me iba a poner ese mamarracho.

            Ese mamarracho te lo tejió mamá.

            Ya listo para salir, se da cuenta de que necesita algo para la lluvia. El paraguas, ni pensarlo. Con la tela desprendida de dos varillas, está que da lástima. Ya bastante vergüenza pasó cuando Mariano lo vio en la oficina, colgado de la percha, y le preguntó qué esperaba para tirar esa porquería. Tendrá que arreglárselas con el impermeable. Un poco cortón para la moda de ahora, pero en otro tiempo fue su gran orgullo: bien terminado, forro de seda, importado de Italia. Al acabar de prendérselo descubre que, con el apuro, se ha abotonado mal y el ruedo le ha quedado desparejo: el lado derecho está más largo que el izquierdo.

            “—Semejante grandulón ¿no te da vergüenza? Hasta tu hermanita ya sabe prenderse los botones sola.”

            Cuando termina de abotonarse esta vez, el ruedo sigue torcido. Pero ahora es el lado izquierdo el más largo.

            “— ¡Qué chiquilín tan torpe, santo cielo! ¿A quién puede haber salido así?”

            El hombre se desprende el impermeable, despacio.

            Estas cosas te pasan por apurarte.

            Se mira al espejo. Alínea cada botón con su ojal correspondiente. Se asegura de que el cuello y el ruedo estén parejos.

            ¡Listo! ¿Viste qué fácil era?

            Y se prende el primer botón. Pero apenas pasa por el ojal, el botón se despega.

            Puta madre. Justo ahora se le ocurre caerse.

            Si por lo menos fuera un botón del medio no se notaría tanto. Al sobretodo hace años que le falta el segundo botón y nunca nadie le dijo nada. Pero este es justo el primero. No hay forma de tapar ese nudo de hilos inútiles e incongruentes.

            ¿Y si tratara de coserlo?

            Hay un costurero, guardado en alguna parte, con todo lo necesario: carreteles, botones, tijeras, agujas. Se lo dejó Celita, su mujer, hace mil años, cuando se separaron definitivamente, antes que él conociera a Irene. A Celita le preocupaba dejarlo solo, librado a sus propios medios. Pero él nunca lo usó. Primero la tuvo a Irene y después a Petrona, la señora de la limpieza. Solo que ya hace tiempo que también Petrona dejó de venir. ¿Con qué iba a pagarle? Y ahora los botones caídos, caídos se quedan.

            O podría tratar de llevárselo al tipo de la tintorería que hace trabajos de sastre.

            ¿Y con qué cara le pido que me pegue el botón? ¿Qué explicación le doy? ¿Que soy tan inútil que nunca aprendí a coserme un botón? Apenas llegue a la oficina me saco el impermeable y listo.

            Trata de prenderse el segundo botón. Esta vez le tiemblan los dedos, le sudan las manos.

            Si te ponés nervioso, sonaste.

            Seguro que el Director lo recibe en algún momento, durante el resto del día. Y en pocos minutos puede explicar su plan para aumentar las ventas. Es bien sencillo: una vez captada la idea básica, no se necesita ser ningún genio para ver toda la plata que se puede economizar.

            Con tal de que el atraso no lo ponga de mal humor…

            Pero apenas pasa por el ojal, el segundo botón se cae como el primero.

            ¿Y ahora qué carajo hice mal?

            Mira el botón, mira los hilitos que quedaron donde antes había un botón, mira la hora. Está a punto de abrochar el tercer botón pero antes decide asegurarse. Lo examina con todo cuidado. Parece bien cosido. Tira del botón como si lo fuera a abrochar: siente cómo toda la tela lo sigue detrás. Parece bien firme. Con todo, decide hacer una última prueba. Se saca el impermeable, lo estira sobre un sillón, alínea botones y ojales.

            A ver si una vez en la vida hacés algo bien.

            Los abrocha despacio, uno por uno. Tira para arriba de distintos botones: junto con cada botón sube todo el impermeable. No pueden estar más firmes. Más rápido ahora, los desabrocha, se pone el impermeable, alínea botones y ojales, ya va a prenderse el tercero y…

            ¿Si se llega a caer?

            En el sillón todo era muy fácil. Pero ahora el impermeable no está en el sillón. Ahora lo tiene encima.

            ¿Y si saliera así, con el impermeable desprendido?

            Claro que con la lluvia los pantalones le quedarían a la miseria. Aun sin lluvia, no están muy presentables que se diga. Hace rato que no ven la plancha, y no ven la plancha porque ni tiene quien le planche ni los lleva a la tintorería. ¿Para qué? Si ya hace rato que tendría que haberse comprado un traje nuevo. Y camisas. Y zapatos. Y medias. Algún día, si le aumentan el sueldo…

            Me lo prendo. Y si se cae, que se caiga.

            Bruscamente se abrocha los demás botones y, uno por uno, van rodando por el piso. El hombre siente una oleada de rabia. Se saca el impermeable a los tirones, lo agarra de las solapas y lo sacude como si quisiera matarlo.

            —Esta sí que me la pagás.

            Adiós entrevista, adiós puesto, adiós Sr. Director.

            “—No se puede ser así, impulsivo. ¡Ya sos grande! ¡Tenés que aprender a dominarte!”

            Se quita el saco, se arremanga la camisa. Necesita una aguja. La aguja más grande que haya. Necesita hilo. Hilo bien fuerte, de nailon. Necesita clavos. Necesita martillo.

            —De esta no te salva nadie. Ya vas a ver quién soy yo.

            Como una exhalación, baja la escalera tres escalones por vez y se pone a golpear a la puerta del encargado.

            ¿Agujas, clavos, martillo? Y a este ¿qué bicho lo picó?, piensa el encargado sin entender.

            — ¿Está seguro, señor, que no quiere que le dé una manito?

            —Sí, sí. Seguro. Yo me las arreglo solo. Muchas gracias.

            Cuando vuelve a la pieza, apenas puede respirar. Nunca había subido así los cuatro tramos de escalera. En realidad, no subía así una escalera desde el Colegio Nacional, cuando era celador y se pasaba todo el día a las corridas de un piso a otro. Y después de clase seguían las carreras, esta vez para ver a Mabel, su primera novia. Él quería ser ingeniero, levantar puentes. Quería un día, por ella, ser rico y famoso. Y ella lo iba a esperar y, cuando al fin se casaran, iban a ser tanto más felices por haberlo deseado y esperado tanto.

            Ella esperó; hubiera esperado toda la vida. Pero él no. Ni esperó ni hizo puentes ni se recibió de ingeniero. Ni siquiera aprobó el examen de ingreso. Y no se casó con su noviecita adolescente. Se casó con una divorciada 10 años mayor que él, se fue del país y terminó de oficinista, archivando papeles y haciendo numeritos, matándose por un sueldo que nunca alcanzaba. Ni para un estudio con ascensor.

            En la pieza todo está como lo dejó. La cama deshecha, la mesa tapada de platos de papel y cubiertos plásticos sucios, acumulados de quién sabe cuántas cenas, la pileta de la cocinilla abarrotada de ollas, cacerolas y vajilla que quizá algún día se decida a lavar, y en el piso —que nunca vio una escoba o una aspiradora desde que él se mudó— además de los botones desparramados por todas partes, ropa tirada, botellas vacías, diarios viejos y hasta dos cajas de la mudanza, todavía por abrir.

            ¡Si la vieja viera este quilombo!

            Se había mudado a aquel edificio decrépito sin ascensor ni portero un tiempo después de romper con Irene. A Irene siguieron otras, porque no había perdido la esperanza de encontrar compañera, pero como nunca se animó a llevar a ninguna a ese cuchitril impresentable, todas habían terminado convencidas de que o estaba casado o vivía con alguien. Hasta que un buen día dejó de buscar y se quedó solo. Ahora hace años que no recibe a nadie. En realidad, vive aterrado de que un día caiga alguien de sorpresa, un colega o un amigo o pariente de la Argentina, y descubra cómo vive.

            Cuando se le pasa el sofocón, se pone a buscar el impermeable. No lo ve por ningún lado.

            — ¿Dónde te metiste, desgraciado?

            Recuerda haberlo estrujado con rabia y haberlo tirado por ahí, antes de bajar, pero no sabe dónde.

            — ¿Dónde te escondiste, hijo de puta?

            Por fin lo descubre hecho un ovillo, abajo del sillón, como si hubiera entendido sus amenazas.

            — ¡Cagón! ¡Ahora sí que vas a ver lo que es bueno!

            El hombre duda. Le parece que está por hacer algo terrible. No sabe si es lástima de verlo así, todo encogido, o si es miedo de su propia furia.

            “—Pensá bien lo que hacés. ¡Te vas a arrepentir!”

            Lo levanta, le sacude el polvo, lo estira. Mira la hilera de hilos sueltos donde tendrían que haber estado los botones. Son todos de colores diferentes: negros, marrones, grises. ¿Quién los habría cosido? Sin perder más tiempo, lo tiende sobre el sillón.

            —Vos te lo buscaste.

            Primero le clava el cuello al respaldo. Después le clava las mangas, una a cada posabrazos. Por fin, le clava al piso las dos puntas del ruedo. Los martillazos resuenan en todo el edificio.

            Si se quejan, que se quejen.

            Recoge los botones, el hilo y la aguja.

            —Vos te lo buscaste.

            Con el impermeable inmovilizado, cose y recose todos los botones. Nunca nadie usó tanto hilo ni ató tantos nudos. Ya no hay Cristo que los arranque. Pero cuando trata de prenderlos, no lo consigue. Los botones ya no pasan por los ojales. ¿Será todo el hilo que les puso? ¿O se habrá equivocado de botones? ¿Será posible que sea tan torpe que no haya cosido los que él mismo recogió del suelo? ¿Que todo haya sido un error? Todo ese disgusto… ¿para nada?

            ¿Cómo podés ser tan inútil?

            Bien o mal, lo hecho, hecho está. Si los botones no pasan, él hará que pasen. Abrirá los ojales a tijeretazo limpio, uno por uno.

            “— ¿No te da vergüenza ser así? ¿No te da ni un poquito de remordimiento? Tenés que ser más bueno, tenés que corregirte, si no, cuando seas grande, ¡nadie te va a querer!”

            El hombre se admira de la fuerza que tiene que hacer para cortar la tela. Con una sola mano no puede. Necesita las dos manos, y aun así debe apoyarse con todo el peso del cuerpo. Ya no se ven telas de esa calidad. Eso era lo que había dicho Celita. Sin ella, nunca se hubiera comprado el impermeable. Era carísimo. Pero ella, que siempre lo acompañaba cuando tenía que comprarse ropa, había insistido.

            “Mirá qué calidad, y qué bien cortado.”

            Claro que el impermeable ya no es el que era entonces. Con sus botones cargados de nudos, los agujeros de los clavos y los ojales rotos, ha quedado desfigurado para siempre.

            “¡Y qué bien te queda! No te voy a poder dejar más solo. Las chicas te van a perseguir.”

            ¿Cuánto tiempo haría de eso? Mira el reloj. Más de dos horas que tendría que haber salido. ¿Cómo va a explicar la tardanza? ¿Que tuvo problemas con la lluvia? ¿Que tomó un taxi y chocó? ¿Y por qué no avisó por teléfono?

            Cinco minutos, señorita, cinco minutos nada más. Tenga un poco de consideración. Hace diez años que llevo esperando para hablar con el Director. No pretenderá que espere otros diez. Es simplísimo, señor Director. No entiendo cómo no se le ocurrió a nadie antes.

            Irene, aunque nunca había sido una gran entusiasta del proyecto, había tratado durante años de convencerlo de que hiciera algo con la idea. Que qué esperaba para hablar con el Director, que si pensaba seguir enterrado en su agujero haciendo numeritos el resto de su vida, que si no le importaba ver cómo todos sus compañeros ascendían mientras él quedaba postergado, que si acaso le sobraba la plata o ¿por qué se pasaba hablando, si no, de mudarse a un estudio? Irene siempre le había tenido fe. Como Celia. O eso era lo que habían dicho.

            ¿Me habrán querido realmente?

            El hombre abrocha los botones. Ahora sí pasan sin ningún problema. Y ya no se caen. Pero no bien los abrocha, vuelven a desabrocharse. Los botones siguen firmes en su lugar, pero los ojales, mutilados por las tijeras, los dejan escaparse por entre los tajos.

            Ojales de mierda. ¿Y ahora qué hago?

            Mira la hora. Las once y media. Se siente agobiado. Todo ese trabajo ¿para qué? Empezar todo de nuevo… Si esa mañana hubiera sonado el despertador, si por lo menos hubiera tomado un café… Tarde o temprano, ojales o no, tiene que salir de una vez por todas y hablar con el Director. No puede fallarle así a Irene. Ni a Celia, ni a Mabel ni a todos los que alguna vez creyeron en él.

            Sea como sea.

            Con la aguja más grande y los hilos más gruesos, cose y recose, esta vez tela con tela. Hilo negro, hilo blanco, hilo rojo. Botones y ojales, ahora superfluos, quedan tapados para siempre bajo la maraña espesa. Cuando termina, un costurón gigante y deforme recorre al impermeable de arriba abajo.

            Sea como sea.

            “—Mirá que si no cambiás, con ese carácter que tenés, vos vas a terminar mal.”

            Todo lo que tiene que hacer ahora es ponérselo como si fuera un enorme pulóver.

            Es elemental, señor Director. E-le-men-tal. No se le ocurrió nunca a nadie antes porque son todos una manga de infradotados. Bastan dos dedos de frente para verlo. Que me den un poco de campo, un poquitito de iniciativa nada más, ¡y ya van a ver todos esos pigmeos quién soy yo!

            El hombre desclava el impermeable, lo enrolla hacia arriba, mete la cabeza con extremo cuidado (más de una vez ha tratado de hacerla pasar a la fuerza por lo que después resultó ser una manga) y consigue sacarla sin ningún contratiempo.

            Si no te tenés fe no vas a llegar nunca a nada.

            Pero al meter las manos en las mangas y empujar para ponérselas, todo el impermeable se corre hacia arriba y la cabeza vuelve a quedarle adentro del impermeable. Cuando trata de sacarla de nuevo, la abertura del cuello se ha desplazado y la cabeza se le queda atascada. Mientras empuja hacia arriba con la cabeza, trata de tirar hacia abajo con las manos. Pero solo puede usar la mano izquierda: la otra, no sabe por qué, sigue dentro de la manga, sin poder salir. Se impacienta y forcejea. De pronto siente como si toda la ropa se le hubiera aflojado y como si algo le corriera por el cuerpo hacia el piso.

            ¡Los pantalones! ¡Se me caen los pantalones!

            Con un tremendo tirón consigue por fin sacar la cabeza, pero no sin rajar un costado del impermeable. Ahora que puede ver, descubre que ha metido el brazo derecho entre la tela y el forro y que lo que sale, en vez de la mano, es una especie de muñón inútil. Y descubre que, efectivamente, se le han caído los pantalones y se le ha soltado la camisa porque todos los botones se le han despegado en masa y se han ido rodando por el piso.

            ¡Botones de mierda!

            Rabioso, tira violentamente del forro con la mano libre. Junto con el forro sale la manga entera. Con el impulso, pierde el equilibrio, se enreda con los pantalones y se cae de bruces. Está totalmente fuera de sí.

            De esta no se salva nadie.

            Primero, los pantalones.

            ¡Es el traje azul! ¡Ya sos grande! ¡Tenés que aprender a dominarte! ¡Te vas a arrepentir! ¡Nadie te va a querer! ¡Vos vas a terminar mal!

            — ¡Qué mal ni mal!

            El hombre patea y tira con furia: un desgarrón formidable y los pantalones ya no estorban más. Y ahora el impermeable.

            — ¡Yo te voy a enseñar a vos!

            Tira y arranca a dos manos. Salen pedazos de forro, sale la otra manga, sale todo el cuello de un golpe, salen hilos y más hilos del costurón, salen pedazos enteros de tela, saltan todos los botones. El impermeable se desintegra. Aquella tela noble y fuerte se le desmenuza entre los dedos. Cuando termina la carnicería, junta todos los restos, sin olvidarse de un solo botón, recoge la camisa y lo que queda de los pantalones y guarda todo en un arcón de madera.

            Se acabó.

            El mismo arcón donde escondía las cosas de Irene para que Elisa, su hija, no las viera cuando venía a visitarlo fin de semana por medio, después del divorcio con Celia. Ahora hace años que está vacío. Irene se casó y Elisa se volvió a la Argentina con la madre. ¡Vaya a saber dónde habrá ido a parar la llave! Pero no necesita llave. Bastan unos cuantos clavos.

            El hombre los clava hasta el fondo. Nadie volverá a usar ese arcón. Jadeante y sudoroso, con los martillazos retumbándole todavía en la cabeza, se sienta en el arcón. Se acabó el traje azul. Se acabó el impermeable.

            ¡Mirá qué bien te queda!

            Se acabó.

            ¡No te voy a poder dejar más solo!

            Se acabó.

            ¡Las chicas te van a perseguir!

            Se acabó.

            Mira el reloj. En la penumbra no alcanza a ver la hora: se ha hecho de noche. Si no se apura, no llega nunca más. Cuando ya se levanta, suena el teléfono. Se queda petrificado. ¿Quién lo puede llamar a esa hora? Todos saben que de tarde siempre está en la oficina. ¿En la oficina? De pronto se da cuenta de que, con la preocupación de la entrevista, se ha olvidado de la oficina por completo. No ha avisado que no iba ni que llegaba tarde. Ni una palabra.

            Y ahora ¿qué hago?

            El teléfono sigue sonando. Seguro que son ellos, o el propio Director. La secretaria debe haber llamado a su Sección para preguntar por qué tardaba tanto y ahora deben de estar todos enterados de que no fue a trabajar. El timbre parece hacerse más estridente. Evidentemente saben que está ahí. Si no, no insistirían. Ya habrían cortado.

            Tengo que contestar. ¿Pero qué explicación les doy?

            Tendría que empezar por explicar la demora en atender el teléfono. ¿Que estaba dormido? ¿Que estaba bañándose? La demora misma es sospechosa. El timbre parece más agudo, más apremiante. ¿Y cómo se explica que esté en su casa todavía? ¿Que amaneció enfermo? Tendría que haber avisado. ¿Que entraron ladrones? No tendría ningún testigo.

            Es una trampa. Si contesto estoy perdido.

            Por mucho menos han echado a otros. Y si se queda sin trabajo, ¿cómo va a pagar el alquiler? ¿De qué va a vivir? El timbre le traspasa los tímpanos. Saben que está ahí y lo llaman a él. Lo buscan a él.

            ¿Habrán oído los martillazos?

            El teléfono suena una última vez, larga, trabajosamente. Como si funcionara a pilas y las pilas estuvieran gastadas. Vacila, recobra un instante la estridencia inicial y calla por fin.

            El hombre está bañado en sudor. El súbito silencio le resulta intolerable.

            ¿Qué es lo que quieren ahora?

            Sea razonable, señor Director. Hace veinte años que estoy en la Empresa. Es la primera vez que me pasa. Siempre he hecho mi trabajo sin molestar a nadie. Nunca he pedido un ascenso, nunca he pedido un aumento. Otros protestan, van a reuniones sindicales. Yo nunca he reclamado nada.

            ¿Y si ya hace tiempo que salieron? ¿Si el teléfono era alguien que llamaba para prevenirlo? Quizá hubiera debido contestar.

            Mi empleo es todo lo que tengo. En veinte años no he faltado una vez, no he llegado tarde una vez. ¡Si he vivido dedicado a la Empresa, Sr. Director!

            Aguza el oído: se oyen voces en la escalera. Alguien habla con el encargado. Son ellos y preguntan por él. Los martillazos. Han oído los martillazos y vienen a llevárselo.

            El encargado me denunciará. Dirá que él mismo me dio el martillo. Señalará los clavos recién puestos. Mostrará las astillas frescas.

            Se oyen pasos que suben; las voces se acercan. Se distinguen algunas palabras. En cualquier momento golpean a la puerta.

            Es un simple arcón, Sr. Inspector. Nada extraordinario. Hace años que está vacío. Es decir, prácticamente vacío. Unos trapos viejos y rotos, señor Inspector. Solo unos trapos y unos botones. ¿Descuartizado, Sr. Inspector, mutilado, Sr. Inspector? No, no, no. ¡Usted se equivoca! Un accidente, más bien. ¡Un simple accidente doméstico!

            Los pasos llegan al rellano, suben unos escalones más, se detienen. Desaparece la luz que se colaba por la rendija de la puerta. Las voces se convierten en un murmullo ininteligible.

            El hombre espera, totalmente inmóvil. Más pasos sigilosos. Vuelve a entrar luz por la rendija. Los pasos se alejan. Las voces recuperan su tono normal, se apagan. Se oye cerrarse una puerta; un chico que llora, bocinas en la calle, la lluvia contra la ventana.

            Esta vez me salvé, pero seguro que vuelven. No me puedo quedar aquí. Tengo que salir como estoy.

            No se atreve a encender la luz. Procura arreglárselas con los destellos del letrero luminoso de enfrente. Y cuando camina, trata de no hacer crujir el piso. Se seca el sudor con la camiseta, se la alisa y la mete adentro del calzoncillo. Se estira las medias. Los zapatos no están tan mal. Ya no importa que sean marrones. Se peina. Se arregla el nudo de la corbata. Sobre la carne desnuda no luce lo mismo, pero es una preciosa corbata: el propio Jefe de Ventas se la ponderó una vez. Y hasta se acuerda de echarse un poco de colonia.

            Quizá no todo esté perdido.

            Ya listo para salir, se da cuenta de que necesita algo para la lluvia. Corre al placard y busca el paraguas, el mismo que no había querido llevar antes por viejo y roto. Hubiera empezado por ahí y se habría ahorrado sus disgustos. Al empuñarlo, se desploma la barra con todas las perchas. Entre la ropa caída y revuelta le parece ver el saco sport que tanto quería y creía perdido. Se lo había regalado Celia hacía muchísimo tiempo. Cuando todavía vivían en la Argentina. Cuando los chicos todavía eran chicos y todavía vivían los dos.

            Y junto al saco, en el resplandor incierto, ve la camisa blanca que tanto había buscado esa mañana.

            ¡Mi camisa blanca!

            El hombre trata de sacar el paraguas, pero al tirar, se abre dentro del placard y queda trabado en el marco de la puerta. Trata de cerrarlo pero no puede. Trata de hacerlo girar, para sacarlo abierto, pero está encajado y no gira.

            — ¿Qué? ¿Vos también? ¿Vos también querés terminar en el arcón?

            Sabe que es un paraguas viejo y endeble: no resistirá mucho tiempo. Se aferra del mango con las dos manos y tira. El paraguas no cede. El armazón resulta mucho más poderoso de lo que él creía. Que tire o empuje, da igual. Las varillas de acero, más gruesas de lo que él recordaba, reaccionan elásticamente y no dan la menor señal de quebrarse.

            El hombre aprieta más fuerte la empuñadura y siente como si el mango pulsara con vigor desconocido. Como si hubiera crecido y se le hubiera arrollado a la muñeca. Como si… Comprende que, aunque quisiera soltarlo, el mango no lo soltará a él.

            — ¡Soltame, desgraciado! ¿Qué hacés? ¡Soltame, hijo de puta! ¡Soltame!

            Si aquella mañana no se hubiera dormido, si hubiera sabido que tenía la camisa blanca, si el pulóver no hubiera estado tirado en el suelo…

            Imagínese, señor Director. ¡Diez viajantes nada más! Sería el Plan de Promoción más bonito del mundo.

            Si no se hubiera divorciado de Celia, si hubiera terminado la carrera… Si hubiera sido un buen hijo.

            El hombre se afirma con los dos pies contra el marco y tira con las fuerzas que le quedan.


[1] Ya en 1970 había experimentado con la idea de envolver en un paquete cómico un interior dramático. Pero no se trata de ningún cuento, sino de un cortometraje. Se llama “And Then, One Day” y recibió una mención en el concurso “Movies in a Shoestring”, en 1971. Puede verse aquí. Desgraciadamente, la definición es pésima.

No Responses

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *