Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

Nota sobre el autor

(por el autor)

Nació en Tolosa. Ni en Buenos Aires ni en Montevideo. Ni siquiera en La Plata. Tolosa. Y no la de Francia, que ya hubiera sido algo. No. Tolosa, provincia de Buenos Aires, República Argentina. En una palabra, Tolosita.

Su paso por la escuela primaria se distinguió porque nunca aprendió a escribir: sus notas en Escritu­ra fueron siempre las más bajas. Quizá por eso lo eligieron, al graduarse, para pronun­ciar el discurso de despedida (o quizá por saber las autoridades que ese año, 1944, demolida la antigua escuela y aún por levantar la nueva, no habría acto de despedida).Su consuelo, que más tarde converti­ría en arte, fue no tener que terminar el discurso empezado.

Su paso por el Colegio Nacional fue, más que paso, pasito. Entre las huelgas, las tomas de la Universidad, los enfrentamientos con la policía, la perpetua suspensión de las clases y los años lectivos truncos, su bachillerato fue una especie de prolongado carnaval político. En Botánica nunca pasaron de la célula y en Historia, a pesar de todos los caminos, nunca llegaron a Roma.

Si al salir de la escuela había dejado a sus espaldas un edificio en ruinas, al salir del Nacional dejó, aunque nunca aprendió Botánica, un jardín florido. Pero no fue mérito suyo. En los años 50 florecía la enseñanza argentina y entre todas las flores reinaba suprema la del ceibo[1].

Su paseo por la Universidad-Jardín, entre ceibos y mariposas, igual que otros paseos, no lo llevó a ninguna parte.

No se hizo físico, como hubiera querido el padre; ni doctor de lo que fuera, como hubiera querido la madre; ni ingeniero, como su hermana; ni abogado ni profesor ni escribano ni contador ni agrimen­sor, ni siquiera doctor en jardine­ría criolla: nada.

¿Qué hacía él, en tanto?

Soñar.

¿Y qué soñaba?

Que le crecían alas y se largaba a volar.

Y cuando no soñaba, jugaba.

¿Y a qué jugaba?

Al ajedrez, a la música, al teatro, a la literatura, a ser grande, a ser chico, a ser viejo, a ser joven, a lo que fuera. Y, a veces, al matrimo­nio. (Juego que debe haberle resultado entrete­nido porque ya va por el tercero[2].)

Entre juegos y paseos, visitó la enseñanza y la traducción. Un día, persiguiendo una sombra escurridiza que creyó mariposa, se metió en Lenguas Vivas. Salió sin su mariposa pero con un cartelito que algún bromista le colgó al cuello: Traductor Público Nacional.

En otra excursió­n, persiguiendo vaya a saber qué, se distrajo, se perdió y fue a parar a Nueva York. Donde siguió paseándose, esta vez por los pasillos, las oficinas y, sobre todo, el jardín de las Naciones Unidas. Se hizo una escapada que otra hasta las universi­dades de Nueva York y Columbia, pero no encontró allí ni flores ni mariposas. Apenas, en Columbia, unos tilos altísimos que, a fuerza de crecer en busca de la luz que le robaban edificios aún más altos, llegaban al cielo y daban su sombra y perfume solo a las nubes.

En la ONU su carrera fue, más que carrera, trotecito: al sol de los pisos altos, prefirió el fresco del jardín; a los grandes despachos alfombrados, la sombra de los cerezos.

El principio de los 90 vio el fin del Imperio Réprobo, el fin de la Historia y el fin de su trotecito en la ONU. A la hora de marchar­se, tampoco esta vez hubo discurso de despedida. Aunque para entonces ya había aprendido a escribir (cosas simples), después de cuarenta años de traducción —cien de ellos en la ONU—, de masticar y remasticar el pensamiento ajeno para regurgitarlo enseguida en una lengua también ajena, terminó seco y vacío por dentro: sin voz ni ideas propias ni nada que decir. Por suerte estaban todos tan ocupados entonces celebrando el nuevo orden de un mundo sin orden, obligando al repudio de la fuerza por la fuerza y haciendo la guerra para salvarlo de la guerra, que aprovechó para irse como había venido: sin que nadie se diera cuenta.

En conclusión, mejor que por lo que fue o hizo, se define la vida del autor por lo que no es y no hizo:

No se llama Enrique ni Palumbo ni Loyarte[3] como creen algunos.

No es físico ni ingeniero ni profesor, como insisten otros.

No es uruguayo, como se imaginan los argentinos, ni porteño, como piensan los uruguayos[4].

No se hizo jardinero.

No cazó mariposas ni sombras de mariposas.

No le crecieron alas.

No va (por mucho que corra o trate de volar) a ninguna parte: pasa apenas.

No terminó casi nada de lo que empezó y lo poco que terminó más le hubiera valido no empezarlo.

Nunca terminó de jugar y soñar.

Que es lo único que hace ahora: cuando no sueña que juega, juega a soñar o sueña que sueña o juega a jugar.

[1] Durante la presidencia de Perón intervinieron las universidades, declararon cesantes a la mayoría de los profesores y los reemplazaron con afiliados al partido peronista, con poca o ninguna preparación pedagógica, que se conocieron con el nombre de “profesores flor de ceibo”.

[2] Eso era en 1993. Ahora, 2022, estoy en el cuarto, el que más ha durado. Mi mujer, Mirta Bauzá, platense como yo, es hija de Eduardo Salvador Bauzá, el primer novio de mi hermana Alba.

[3] Mi padre Enrique Loedel Palumbo, físico, había escrito un libro de texto muy popular, conocido como la física de Loyarte Loedel, en colaboración con Ramón G. Loyarte, por entonces rector de la universidad de La Plata. De ahí que algunos pensaran que yo debía llamarme Loyarte.

[4] Mis dos padres eran uruguayos.

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