FOTO DE LA FAMILIA LOEDEL
Esta foto estaba colgada en el rellano de la escalera de la casa de mis abuelos paternos, en Asencio 1316, Montevideo. Mis abuelos son los que están sentados a la derecha, el señor de gran bigote y polainas, y la señora con esa onda tan coqueta en la frente y el almohadón blanco a sus pies.
La foto llegó a mis manos por Gonzalo, hijo único de Graciela y, como decía ella, “mi hijo predilecto”. La casa de Asencio se vendió, y se liquidó todo lo que había en ella cuando se murió mi tía Chela, la del vestido rosa, con el rulito en la frente, que es la última persona que vivió ahí.
En la foto está toda la familia de mi padre. Mi padre es el que está parado a la derecha, el más alto del grupo. Los demás son sus hermanos, sus padres y su abuela, la abuela Mariana. Calculo que el año debía ser 1925.
A la derecha, sentado, el pater familias, Don Juan Eduardo Loedel y Castro, hijo de Henry Loedel y Enriqueta Castro. Parte ajedrecista, parte poeta y un mucho Quijote, era, en realidad, dos personas distintas: Don Eduardo, señor apacible y serio, como en la fotografía, y “Manolo”, dínamo humano, capaz de recorrerse en un día todo Montevideo a pie, por no decir todo el Uruguay, y de hacerse 30 o 40 amigos —y uno que otro enemigo— en cada salida. Libró muchas batallas, todas desiguales, con enemigos no siempre imaginarios, y el recuerdo ingrato de una de ellas fue la pérdida de un ojo y de un oído. Yo lo conocí ya sosegado, más Quijana que Quijote, dedicado a la composición de problemas de ajedrez de mate en dos jugadas, cuando no resolvía crucigramas o nos mandaba a leer indignado Los amores de Marta, de Carlos María Ramírez.
A su lado está mi abuela Emilia, hija de Giuseppe Palumbo, zapatero remendón, nacido en Nápoles, y Mariana Hirigoyen, mi bisabuela vasca. ¿Y cómo se conocieron un napolitano y una vasca en Sudamérica? Parece que un amigo vasco de Giuseppe le mostró una fotografía o daguerrotipo —o yo qué sé qué cosa equivalente habría en esos tiempos— de su hermana, y el napolitano quedó instantáneamente prendado de la belleza vasca. Sin perder un minuto, le mandó un pasaje para que viniera a casarse con él y ella vino. De ese matrimonio nacieron tres hijas. Laura, la menor, tuvo este sueño terrible, que siempre contaba mi abuela con la misma angustia, como si acabara de despertarse de la pesadilla:
Laura está en una fiesta alegre, con muchas parejas bailando. Tocan un vals de Viena y un caballero se le acerca y la invita a bailar. Cuando ya está por aceptar y darle la mano, ve de pronto que no es un caballero, es un esqueleto. Aterrada, le contesta:
—¡No, no; ahora no!
—¿Cuándo, entonces?
—¡Dentro de mil años!
Y el esqueleto le dice impasible: —Los mil años pasarán—.
No se necesitaron mil años. Poco después del sueño, le diagnosticaron cáncer y antes de un año estaba muerta.
La abuela Emilia era maestra y directora de una escuela rural cerca de un pueblito con el modesto nombre de Nuevo París. Tan rural era, que tenían una vaca y todos los años carneaban un chancho. Allí enseñó mi abuela a todos sus hijos y a los chicos de los campos vecinos. Y hasta quizá también a alguna vaca curiosa. Contaba infinidad de anécdotas.
Un día entra un chico en la clase con un paquete y dice: —Señorita: aquí le manda esto mi Mama. Dice que más vale dárselo a usté que tirárselo a los chanchos—. Y otra vez, en una clase de astronomía en que mi abuela explica que la Tierra es redonda y da vueltas alrededor del sol, un chico, que la ha estado escuchando con mucha atención y una mezcla de indignación y susto, de pronto se para y grita, casi llorando: —Todo lo que dice la maestra son… ¡MANTIRAS!—. Mi abuela decía siempre que ése había sido su mejor alumno.
Cincuenta años después todavía enseñaba, esta vez a su nieta, mi hermana Alba. Cuando Alba dio segundo año libre y otra vez cuando dio sexto libre, mi abuela la preparó en botánica y no sé cuántas materias más. Tenía una memoria prodigiosa: cerraba los ojos y te disparaba sin vacilar el nombre culto y vulgar de especie, género, orden y clase de la planta o árbol que le preguntaras y te explicaba si se trataba de gimnospermas o angiospermas y por qué. Como si no hubiera pasado ni un minuto desde su última clase en Nuevo París.
Mientras mi abuelo navegaba entre el ajedrez y los molinos de viento o rebotaba como una pelota de ping pong entre una personalidad y otra, mi abuela gobernaba la nave familiar con puño de hierro. Todas las decisiones importantes siempre las tomó ella. Decía: —Tu abuelo no pudo haber sido un hombre más bueno, puro e inocente, pero para mí fue como criar un hijo más.
Yo le tuve gran admiración pero no mucho cariño. De chico, ella y mi tía Chela, que eran muy burlonas, me bautizaron “terciopelo”. No necesito explicar por qué.
Sentada a su lado, está la abuela Mariana. Bisabuela para mí, pero “abuela” para todos los de la foto. Sé muy poco de ella. Sé que tenía unos parientes ricos en Buenos Aires, los Graciarena, pero nunca la oí hablar de su marido ni de su país ni cómo vino a Sudamérica. No salía nunca de su cuarto en los altos de la casa, cansada todavía quizá del cruce del Atlántico en tercera clase. Como ella no bajaba, subíamos nosotros a verla, todos juntos, en comandita. Y allí estaba ella, siempre sentada en su sillón de hamaca. No recuerdo su voz ni su castellano pero sí recuerdo, en cambio, su pelo blanquísimo. Es la primera persona que vi con pelo tan blanco, y nunca me voy a olvidar, porque claro, mis abuelos tendrían canas sin duda, pero así, blanco, blanco, blanco como la nieve, así no lo había visto nunca. Tenía el cutis muy blanco también. Y ahí se ve en la foto. Una blancura que solo se ve en fotos de principios del siglo pasado, cuando la gente no iba a la playa y se cuidaba del sol como de la peste. Vivió bien, feliz y sana 94 años; solo sufrió, y mucho, el último año de vida, como si la suerte hubiera querido cobrarse con intereses, de golpe, la deuda de dicha acumulada. Contaba la abuela Emilia que en sus peores días, la tomaba de la mano y se quejaba: —¡Ay, hijita! ¡Cuánto cuesta morir!
La niña parada junto a la abuela Mariana, con el gran moño blanco en la cabeza, es mi tía Alba, la Nena, que por entonces debía tener unos 10 años. Cuando vino al mundo mi hermana, otra Alba, pasó a ser “la Nena Grande”.
Cuando yo tenía tres años, en el verano austral de 1936, mis padres se fueron a Europa por una eternidad y nos dejaron a mi hermana y a mí con los abuelos de Asencio 1316. La noche del día en que partieron, una noche negra más negra que todas las noches, mi hermana estaba feliz de tener para ella sola toda la atención de la abuela Emilia y de mi tía Chela, pero yo no compartía esa alegría para nada.
—¿Te pasa algo Eduardito?— me preguntaron. A lo cual contesté con una frase que pasó a la historia en la familia:
—Yo no estoy contento.
La Nena Grande me salvó. Me acogió en sus brazos, llena de amor y ternura, y se acabaron las noches negras para mí. Por esa época ya estaba de novia con Homero Mántaras, primo hermano de mi madre, al que yo llamaba “Nomero”. Él también me adoptó y me llevaban con ellos a todas partes: partidos de fútbol, Parque Rodó, un casamiento (en el que yo quedé instantáneamente y para siempre enamorado de la novia) y un recital de poesía de mi tía ¡la mismísima Nena Grande! Yo reventaba de orgullo y de amor al verla tan linda, de traje largo de fiesta, declamando con una voz y un sentimiento que te hacían llorar. Tendría que haber sido actriz de cine.
En este verano de mis tres años hubo otros dos episodios dignos de mención. Una noche, después de despedirnos de los abuelos, Chelita y la Nena y “Nomero”, y cuando ya nos preparábamos para acostarnos, mi hermana y yo descubrimos aterrados en el techo del dormitorio una enorme tarántula, una araña pollito, y en la confusión del susto empezamos los dos a gritar frenéticamente: —¡Homero pollito! ¡Homero pollito! ¡Homero pollito!
El otro episodio ocurrió de día, durante el almuerzo. Estábamos comiendo mondongo y yo me atraganté, y todos deben haber pensado que me moría ahí mismo porque nunca vi caras tan grises a mi alrededor. Y aunque no puedo documentarlo, estoy seguro de que, ya pasado el peligro, el abuelo indignado nos mandó a todos a leer Los amores de Marta de Carlos María Ramírez.
Ese verano sufrí una segunda pérdida, más grande que la primera. Nunca me voy a olvidar de la congoja, el vacío inmenso que sentí la primera noche de vuelta en La Plata, solo en mi cuarto. Me moría de tristeza sin mi tía La Nena. Ella había dicho: —Nunca voy a querer a mis propios hijos, cuando los tenga, más que a ti. Y yo siempre le creí y la quise a ella como a mi madre.
Hubo otras vacaciones y una de las alegrías más grandes, tan grande como la de estar con mis primas o ir a la playa, era reencontrarme con mi tía. Hasta el verano en que se casó y se fue a vivir a Melo, cerca de la frontera con el Brasil, y yo volví a perderla, esta vez casi definitivamente. Unas semanas después del casamiento, la abuela Emilia y mi padre fueron a visitarla. Yo, que me desesperaba por volver a verla, les pedí que por favor, ¡por favor! me llevaran. Lo mismo que pedírselo a una pared. Todos los hijos tenemos cosas que no perdonamos a nuestros padres. Esa es una de ellas.
No volvimos a vernos hasta muchos años después. Primero, porque era muy chico para viajar yo solo, y después porque el peronismo prohibió los viajes al Uruguay. Mi tía no fue escritora pero debió serlo. Nadie me escribió nunca cartas más elocuentes, más llenas de ternura y amor. Nunca supe cómo contestarle con cartas que hicieran justicia a las suyas: vehementes, conmovedoras, desbordantes de cariño. No sé por qué, si por pensar que ella me quería a mí más que yo a ella o porque ella sabía decir mejor que yo lo que sentía. No sé. Quizá las dos cosas.
Por fin, en 1951, levantaron la prohibición de viajar al Uruguay y allá me fui yo, sin perder un segundo. Habían pasado más de 10 años. Me repartí una semana escasa entre mi primo Enrique, que para entonces más que primo era como un hermano, y mi tía: tres días en Montevideo y cuatro en Melo.
Tenían dos hijos: Graciela, de 8 años, y Osiris, de 6. Yo llevaba regalos para todos, pero pasé vergüenza con el de Homero. Le llevaba dos o tres atados de Lucky Strike, pensando que, como para mi padre y tanta gente de aquella época, fumar cigarrillos americanos sería un lujo muy apreciado. Desgraciadamente, eso era lo que él fumaba a diario. Y los cigarrillos no eran lo único americano: manejaba un gran auto último modelo, un “bote”, como los llamaban entonces. Tenían una casa muy grande y bien puesta, dos empleadas, y mi tía decía que, con el excelente servicio, ella se sentía como la Venus de Milo: sin brazos, porque no los necesitaba. Todo se lo daban servido en bandeja. Pero si ahora vivían en la prosperidad y la de ellos era una de las familias más prestigiosas de Melo, los comienzos fueron muy distintos. Durante meses y meses nadie pisó el consultorio. Tan mal les iba, tantas penurias pasaron, que hasta pensaron en volver derrotados a Montevideo. Hasta que un alma caritativa, que vio cuánto sufrían, se apiadó de ellos y les explicó la razón. La gente del pueblo no pisaba el consultorio porque se había enterado de que no estaban casados por iglesia y ¿cómo iban a ir a un médico que vivía en pecado? Se casaron por iglesia y ¡santo remedio! Los pacientes empezaron a desfilar por el consultorio y Homero Mántaras pronto se convirtió en el médico más popular y querido del pueblo. Esto, en un país donde existía el divorcio desde hacía años; esto, en un Estado laico.
Para Graciela y Osiris, “Eduardito” (yo) era un ser mitológico. Habían oído infinidad de cuentos, desde el “Yo no estoy contento” y “Homero, pollito”, hasta otras más recientes: mis siete exámenes desaforados en un mes, mis incursiones por el teatro y mi primera novia. Todo lo sabían esos chicos.
Como la adoración fue instantánea y mutua, pasé muchas horas con ellos, jugando o viéndolos jugar al ludo y a las cartas. Allí presencié uno de los ejemplos más extraordinarios de bondad: Osirito, cuando le iba mejor que a la hermana, hacía trampa para no ganar y evitar así que ella se disgustara. ¿Un chico de 6 años haciendo trampas para perder? Nunca vi antes ni he vuelto a ver nada igual.
Todo marchó bien hasta que Graciela terminó la secundaria. En Melo no había universidad. ¿Qué hacer? Lo normal hubiera sido que la mandaran a Montevideo, a casa de los abuelos paternos o maternos —todos vivían— para seguir sus estudios. Salvo que Graciela era el gran amor del papá, la preferida, lejos, de los dos chicos. Entonces Homero Mántaras, el médico más popular y querido de Melo, largó todo. Liquidó la práctica, la clientela, casa, muebles, todo, y se trasladó con la familia a Montevideo. A empezar de cero. Esta vez no hubo fórmula mágica de casamiento por iglesia. Montevideo era una ciudad grande, con cantidad de médicos, donde nadie lo conocía. Además, Homero no se había casado joven y ya tenía sus años, unos 50 calculo. Por fin se consiguió un puesto, no sé dónde, pero no volvió a ejercer la medicina. Nunca puso consultorio en Montevideo; para todos los fines prácticos, dejó de ser médico. Así pasó entonces, de personalidad ilustre en Melo, a Don Nadie en la capital. Ni auto tuvo al principio y cuando lo tuvo, fue un autito usado y tan chico que parecía de juguete.
Es posible que Osiris, pese a su generosidad sobrehumana, haya tenido problemas por esto: el cambio de escuela, la pérdida de sus amigos, el desarraigo a una edad bien difícil, 15 o 16 años. Hasta es posible que haya tenido que dejar una noviecita. Y todo ¿por qué? ¿Para qué? Para que el padre no tuviera que separarse de su hija adorada. Yo entiendo algo de hijos segundogénitos eclipsados por estrellas de primera magnitud que se roban todo el amor del padre. Por supuesto, Osiris nunca se quejó. Nunca dijo nada.
Yo creo que por eso Osiris tardó mucho en encontrar su vocación. Empezó medicina y nunca terminó. Se casó con una médica, Lila, pero hasta ahí llegó la medicina. Después se pasó a letras, y ahí sí, eso le gustó y se recibió, pero ya bastante grande. Lila era una chica brillante y encantadora, pero inestable, y a los pocos meses de nacer José Eduardo se suicidó.
José Eduardo salió idéntico al padre, como si los genes maternos se hubieran extinguido con la muerte de la madre. Graciela, que lo crió hasta que Osiris volvió a casarse, lo describe así en 1998, cuando José Eduardo tenía 20 años: “Es un chico de enorme bondad, inteligente, sensible. Con Gonzalo tienen también una preciosa relación, aunque a Gonzi le tocó sufrir de celos cuando debí hacerme cargo de su primo, y luego de abandono, cuando Osiris se lo llevó. En mi cumple [los 50 de Graciela] tú creíste ver a Osiris cuando lo conociste.” Es cierto. Me quedé estupefacto, como si hubiera estado viendo la versión uruguaya de Dorian Gray.
Graciela también tuvo un solo hijo, Gonzalo, “su hijo predilecto”. De Gonzi no necesito decirles nada. Todos ustedes lo conocen; todos lo queremos entrañablemente y todos quisiéramos que estuviera ahora aquí, con nosotros. Si no te ha quedado copia de la foto a vos, Gonzi, venite a Nueva York y te hacemos otra copia para vos.
Una última nota curiosa sobre mi parentesco con Graciela y Osiris. Los primos hermanos tienen, de los ocho bisabuelos, cuatro comunes. Con Graciela y Osiris, como el padre de ellos, Homero, era primo hermano de mi madre, teníamos seis bisabuelos comunes. Superprimos.
Parado detrás de la Nena, está Eduardo, el médico, mellizo de Piquia, la ingeniera. Ella rubia, de ojos azules, y él morocho, de ojos castaños. Nada que ver, pero eran mellizos. Dos cigotos distintos. Mi tío murió un año antes que ella, de 36 años. Vinieron juntos al mundo y juntos se marcharon. “Los mellizos se llamaron”, se decían mis abuelos, tratando de encontrar algún consuelo.
Ella murió de parto y él de mal de Addison, que ahora se cura, pero no en aquella época. Tuberculosis de las glándulas suprarrenales. Mi padre siempre contaba esta anécdota: un día mi tío Eduardo le dice a la madre:
—¿Ves estas manchas, vieja?
–Sí, ¿qué son?
–Nada, nada; unas manchitas. Mal de Addison.
Él se había hecho su propio diagnóstico y sabía que se moría. “Nada, nada; unas manchitas”, como si hubieran sido pecas del sol. Y supongo que lo que le impresionaba a mi padre era que el hermano, sabiendo que estaba condenado, hubiera seguido hasta el último momento, como si tal cosa, atendiendo pacientes y ocupándose de la familia.
Eduardo era famoso por lo bueno y lo malhablado. Juraba que le gustaba más decir malas palabras que comer duraznos.
Fue un médico muy querido. Cuando murió, le pusieron su nombre a una calle de Minas.
Del matrimonio con Blanca Moratorio nacieron dos varones: Picha (Carlos Eduardo) y Enrique. Picha, como José Eduardo, merecería un libro entero, pero yo casi no lo traté. Vivía en una órbita aparte. Con Enrique, en cambio, llegamos a querernos como hermanos.
En 1951, cuando se levantó la prohibición de viajar, pasé tres días en Montevideo visitando a toda la parentela pero, más que nada, disfrutando de la compañía de Enrique. Para entonces ya estaba de novio con Pichuca —“celeste y rubia”, la había descrito en una carta en que me contaba de su enamoramiento fulminante— y el último día lo pasé todo el día con ellos dos. Me mostraron el edificio en construcción, en Ramón Massini y Rambla, donde vivirían cuando se casaran, apenas recibidos, y donde vive Pichuca hasta el día de hoy.
Era un día gris, de mucho viento y fuerte marejada. Nos quedamos un rato mirando las olas enormes, llenos de tristeza porque se acercaba el momento de la separación. Me acompañaron hasta la estación de ferrocarril y cuando llegó el momento de despedirnos, Pichuca dijo de repente: —¿Por qué no lo acompañamos hasta San Ramón? Sacaron pasaje y subieron al tren conmigo, cuando ya arrancaba. Y así prolongaron unos momentos más esa hora de felicidad. Fue el regalo de amor más lindo de mi vida.
Desgraciadamente, ese “regalo de amor” les costó bien caro a mis pobres hermanitos porque no había tren de vuelta a Montevideo hasta mucho más tarde y Pichuca, que en esa época vivía con su hermana y su cuñado Laertes, la pasó muy mal cuando se presentó en la casa no sé a qué horas absurdas y tuvo que explicar lo inexplicable: ¡que volvía de San Ramón!
Al lado de Eduardo, el médico, está su melliza, Piquia, la ingeniera. Piquia se adelantó a sus tiempos medio siglo. No solo se recibió de ingeniera: trabajó de ingeniera y triunfó en la profesión. Mi hermana Alba, en cambio, 30 años después en la Argentina, también se recibió de ingeniera; se graduó entre los 10 mejores alumnos de una promoción de 500, pero nunca pudo trabajar como ingeniera y tuvo que ganarse la vida como profesora.
Una de las obras más notables en las que trabajó Piquia es “el puente viejo” de Santa Lucía, inaugurado en 1925, el mismo año en que mi padre terminó el doctorado en física y Einstein visitó el Río de la Plata. Dicen del puente en Internet: “En el km 2 de la ruta 1 están los dos puentes que unen a los departamentos de Montevideo y San José a través del río Santa Lucía. El puente viejo fue inaugurado en 1925 y era ultramoderno para su época. El nuevo fue inaugurado hace un año y no tiene mucho de original aparte de su tamaño.”
Cuando internaron a Chelita en el hogar de ancianos y se vendió la casa de Asencio, yo creo que Alba se quedó con una estatua muy linda, el Niño de la espina, o El Espinario, que era una reproducción en mármol del original de bronce. Y así como ésa había otras muchas estatuas en Asencio 1316. La Venus de Milo, el trovador y yo qué sé cuántas más. Pero esas estatuas eran de mármol, eran caras. Mis abuelos vivían de su pensión de jubilados y Chelita del sueldo de la escuela nocturna. La casa en que vivían era regalo de mi padre y el auto que tenían en el garaje, regalo de Eduardo, el médico. Y ¿de dónde habían salido esas estatuas? ¿Quién tenía plata para comprarlas? Todas, todas regalo de Piquia. No solo se había hecho ingeniera: había triunfado.
Piquia se casó con César Aguirrezabala. Yo no lo conocí, y hasta hace unos días supe muy poco de él. Pero el viernes pasado, hace apenas ocho días, tuve la suerte inmensa de localizar a una nieta de Piquia y de comunicarme con ella, Virginia Aguirrezabala, que me cuenta lo que sigue:
“Mi abuelo fue bancario. Gerente del Banco República. Fue escritor. Dedicaba horas a la lectura. Yo compartí con él muchas hermosas tardes de mi vida. Se fue cuando yo tenía 18 años, un mes después que mi madre. Tengo cada uno de sus libros conmigo. Poesías y prosa. Un viejo cascarrabias, machista, que quedó en el 1933… pero que yo amé profundamente a pesar de todas mis diferencias y para quien yo era una flor. A través de él, conocí mil historias familiares, su gran historia de amor, mi ciudad de Montevideo, mi Prado…”
Desgraciadamente, a pesar de que escribía, o quizá por eso, nunca lo quisieron en Asencio 1316. La abuela Emilia nunca aprobó el matrimonio y le hizo una guerra sin cuartel hasta el fin. Y ése fue uno de los grandes remordimientos de mi abuela: que se le muriera la hija antes de que hubieran podido reconciliarse. Así que Piquia, que debía tener un carácter más firme que una roca, se casó de todas maneras, guerra o no guerra, tuvo un hijo y se murió de parto.
¿Y qué pasó con Ulises, el hijo? Nunca llegué a conocerlo. Es bien triste pero es la verdad. De chico no me traté ni con los hijos de Eduardo el médico ni con Ulises. Íbamos a Montevideo todos los veranos pero mi contacto con los primos del lado de mi padre era errático en el mejor de los casos y dependía enteramente de las relaciones en el momento entre las respectivas familias: si estaban peleadas —que era lo más frecuente— no había contacto. Los chicos van adonde los llevan los padres. Cuando fui un poco mayor, 15 o 16 años, quizá antes, y empecé a tener cierta autonomía, “descubrí” a mi primo Enrique Loedel Moratorio, el menor de los hijos de Eduardo. Digo “descubrí” porque fue como encontrar una pepita de oro donde menos se espera. A partir de entonces fuimos como hermanos. Cuando me vine a NY, volvía todos los años al Uruguay y todos los años terminaba pasando más tiempo con él y su familia que con Mamá y Alba, con fuertes celos de las dos.
Por la época en que Enrique y yo nos hicimos inseparables, pensamos que casi con seguridad encontraríamos en Ulises otra pepita de oro. No solo por el parentesco y la proximidad en la edad: Enrique, como él, se había criado con un solo padre. ¡Cuántas veces se me echó a llorar en medio de una fiesta porque no había tenido papá! Así que lo buscamos, vino a Asencio, se habló de política y ahí lo perdimos para siempre. Cuando le preguntaron cómo le había ido, supimos después que había dicho: “Insultaron a mi padre”, lo que produjo gran consternación y desconcierto en la familia Loedel porque no podían imaginar cómo Enriquito y yo podíamos haber insultado a César… hasta que se descubrió que “el padre” era Artigas. Seguro que yo, criado en la Argentina y con una óptica muy distinta a la de él, dije alguna tremenda estupidez sobre Artigas, sin saber de lo que hablaba, y él no me lo perdonó nunca. La ironía es que en el 80, cuando Enriquito se enfermó, Ulises se portó con Pichuca como si él y Enrique hubieran sido hermanos. Pichuca le quedó infinitamente agradecida. Así que no sé. Quizá ellos se hayan descubierto y encontrado al fin. Después de esa desdichada conversación en el garaje de Asencio 1316, nunca más lo volví a ver.
Ahora, por suerte, me he comunicado con su hija Virginia y quizá con ella pueda rescatar algo del primo perdido.
A la izquierda de Piquia está Chelita, la mayor de los cinco hijos. No tengo idea de cuándo nació. Su edad era un secreto mejor guardado que ningún secreto de Estado. Creo que hasta falsificó documentos para ocultarla. Era alta, elegante, extremadamente coqueta: muy linda mujer. Si hubiera venido al mundo con un título de nobleza, se habría sentido perfecta. Cuando se casó por segunda vez, con un vasco, Valentín Gelos, anunció en los diarios que se casaba “con el caballero francés Gastón Gelos Leclerc”, para vergüenza y humillación sin cuento del pobre Gastón, que ni era francés ni Gastón y hasta ese día había sido para todo el mundo Valentín y vasco. Pero ella lo rebautizó Gastón y si nació Valentín, se murió Gastón.
Chelita era profundamente buena y en cierto modo pura e inocente como el padre. Si alguna vez se portó mal con alguien, habrá sido bajo la influencia de la madre, a quien le guardaba lealtad absoluta, tan absoluta que era casi como si hubiera sido parte de la madre, al punto de que algún cínico podría haber dicho que Chelita era lo mejor de la abuela Emilia. Si hubiera logrado cortar el cordón umbilical, habría sido mucho más feliz. Aparte de la devoción por la madre, tenía adoración a los mellizos. Las paredes de Asencio estaban tapizadas de cuadros y 9 de cada 10 eran de “mis muertos del alma”, a los que ponía flores en fechas especiales, que venían a ser, más o menos, todos los días. De modo que aquella casa se había convertido en un cementerio vertical. Como yo me había criado ahí, nunca me di cuenta. Pero los chicos que entraban en la casa por primera vez se asustaban tanto que no querían volver nunca más.
El primer matrimonio de Chelita, con un tal Atilio Solari, terminó en divorcio. Atilio era burrero, mujeriego y borracho, con lo cual se ganó, desde el primer día, la más completa aprobación de la suegra. Yo lo conocí a Atilio y no tengo un recuerdo muy grato. En casa de ellos tomé mi primer mate y como no sabía que había que chupar y soplé en lugar de chupar, me quemé las manos. Durante mucho tiempo lo recordé a Atilio como medio parecido a Perón.
Entre Atilio y “Gastón” hubo pasiones encendidas y amores lánguidos, todos debidamente románticos. Uno de los enamorados, al que mi tía había bautizado “Pincelada” por el bigotito que lo hacía idéntico a Robert Taylor, nunca supo que ella le llevaba 20 años. (¡Qué malo soy!). Otro, Ovidio, el más serio de todos, la visitó durante años. Llegaba Ovidio y Chelita se excusaba y se lo llevaba al altillo por los fondos de la casa. Nunca le vi la cara ni sé si alguna vez se lo presentó a alguien de la familia. Claro, ¡cómo no se iba a sentir joven cuando sus cuatro hermanos se habían casado y tenido hijos y ella todavía jugaba a los novios!
Trabajó de maestra en una escuela nocturna y los alumnos no debían ser muy disciplinados porque nunca habló de “mis alumnos”, siempre habló de “mis mansos devotos” que, traducido, significaba sin duda “esas bestias salvajes”. Aunque no me extrañaría nada que entre esas fieras hubiera tenido más de un pretendiente. Y estoy seguro de que la querían muchísimo. A mí me hubiera encantado tenerla de maestra de cualquier cosa.
Tenía una memoria fenomenal para números y fechas. No quería oír ningún teléfono ni fecha porque no se los olvidaba más. A veces le pedíamos: —Chelita, hoy es 15 de febrero. Decinos qué pasó el 15 de febrero—. Y ella recitaba veinte, treinta nombres de personas que habían nacido, se habían muerto o casado o vuelto a casarse o a nacer o morirse en esa fecha.
Vivía de noche y dormía de día. O trataba de dormir, porque desde niña había vivido atormentada por un insomnio perpetuo. —¡No hagas ruido, que Chelita duerme!— es algo que de chico oí a toda hora en Asencio 1316.
Chelita nunca tuvo hijos. Sufrió un aborto espontáneo en el primer matrimonio y, según decían, el feto estaba enterrado en el jardín de Asencio. Murió de más de 90 años, longeva como los padres. La vi por última vez en el 77, cuando ya vivía sola, rodeada de muertos y flores, en la casa tumba de Asencio.
Y a la izquierda de Chelita está el físico, mi padre, Enrique Loedel Palumbo . Me pregunto por qué él y la madre son los únicos que no miran a la cámara sino hacía la izquierda del fotógrafo. ¿Qué ven ellos que no ven los demás?
De ella no sé, pero él seguro que ve ecuaciones y fórmulas. Quizá esté pensando: ¡Qué lindo si los problemas de la vida pudieran despejarse como una ecuación!
Algunos nacen prematuros, otros tarde; unos nacen lindos, otros feos; ¿y él? ¿Él, mi padre? Él nació físico.
A los 15 años lo operaron de una hernia y en el hospital lo visitó una tía rica de Bs.As., una de las Graciarena parientas de la Abuela Mariana. Le preguntó la tía: —Ya que estás enfermito, ¿qué te gustaría que te regale?— Él sabía exactamente lo que quería pero no se animaba a decirlo porque era muy caro.
—No tengas miedo. Decí. ¿Un petiso? ¿Un viaje a la Estancia? Decí; lo que vos digas.
Y, él, armado de valor dijo al fin: —¡La física de Schwolson!—, que era una obra en 15 tomos.
Años después, cuando le llegó el momento de ir a la universidad, se encontró con un dilema: en el Uruguay, que ya tenía o pronto iba a tener sus dos primeras ingenieras mujeres, no existía la carrera de física. Si quería ser lo único que podía ser, tenía que irse del Uruguay. La abuela Emilia convocó a consejo de guerra al interesado y a los mellizos, que ya habían terminado la carrera o estaban a punto de terminarla y eran, potencialmente, los únicos en condiciones de prestar ayuda económica. La decisión fue unánime: que el botija se haga físico. Huelga decir que, como con todas las grandes decisiones, en esta el Abuelo Eduardo, el pater familias, no tuvo voz ni voto.
Si Piquia se adelantó a sus tiempos un par de generaciones, en cierto modo también se adelantó mi padre, en el sentido de que arrancó de cuajo sus raíces y fundó una familia nuclear en otro país, en una época en que todo el mundo se moría donde había nacido. De esto de vivir “con las raíces al aire”, como dijo Graciela una vez, yo también entiendo algo. Pero en mi caso no fue por vocación ni necesidad, más bien, por puro descuido.
Se fue a La Plata y no a Buenos Aires porque por esa época el director del Instituto de Física de la Universidad de La Plata era Gans, un renombrado físico alemán. Conviene recordar que por esos tiempos el centro de la física —Einstein, Planck, Heisenberg— estaba en Berlín. Y por eso también mi padre aprendió muy bien el alemán, que conocía mucho mejor que el inglés.
Mientras hacía el doctorado, estudió en Humanidades para hacerse profesor, y no bien se recibió y consiguió una cátedra, volvió al Uruguay a buscar a su noviecita de la niñez, se casó y se la llevó a la Argentina.
Su carrera de físico la conocen todos ustedes y en Internet hay muchas referencias a su obra. Escribió muchos libros de texto, de física y matemáticas, y una cosmografía, la primera con mapas del cielo tal como se ve desde el hemisferio austral. Su mayor contribución a la física fue lo que se conoce como “el diagrama de Loedel” (“Loedel diagram” o “Loedel diagrams”, en inglés). Es interesante que en libros de física recientes todavía enseñen las ideas de un físico nacido en el Uruguay en 1901.
A pesar de haber nacido, vivido y muerto físico hasta los tuétanos, a pesar de que su física perdura 50 años después de su muerte, tuvo otros muchos intereses. En la biblioteca de casa había cantidad de libros de filosofía y literatura. Tenía la obra completa de Freud. Le gustaba especialmente la poesía. Había leído y sabía de memoria innumerables poemas, que le gustaba recitar en voz alta. Desde la Elegía de Jorge Manrique, hasta poesías —hoy olvidadas— de Evaristo Carriego, pasando por El tren expreso de Campoamor, A buen juez mejor testigo de Zorrilla y, claro, cómo iba a faltar, Tabaré, del otro Zorrilla.
“Cayó la flor al río,/Los temblorosos círculos concéntricos…”
Pero su poeta preferido, lejos, era Rubén Darío: “El negro vino que la sangre enciende/y pone el corazón con alegría”; “Padre y maestro mágico, liróforo celeste…”; “Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!” y tantos otros.
Aparte de su obra de físico, en la ciudad de La Plata era famoso como profesor. Ernesto Sábato, el escritor, se hizo físico antes de descubrir su vocación literaria influido por su profesor de física. Cuando trabajaba en su tesis doctoral, con experimentos o mediciones que exigían largos compases de espera, pulió un espejo cóncavo para un telescopio reflector que le regaló a mi padre en señal de agradecimiento y que tuvimos en casa mientras vivimos en la calle 59. Por ese telescopio yo vi por primera vez los satélites de Júpiter y el anillo de Saturno.
Y como a mi padre le gustaba tanto enseñar y lo hacía tan bien, mi casa fue siempre una especie de escuela permanente, abierta a toda hora y todo el año. De chicos, Alba y yo le pedíamos que nos contara cuentos del “hombre de las cavernas” o de las enanas blancas y las gigantes rojas o de Galileo y la Torre de Pisa. Una de las primeras palabras que aprendí fue “Júpiter”, que yo llamaba “Jupitelé”, para gran regocijo de los mayores.
A diferencia de mi hermana que lo tuvo de profesor dos veces, en el Liceo de Señoritas primero y después en la Facultad de Ingeniería, yo no tuve esa suerte (o desgracia, porque tendría que haber estudiado en serio). Pero, aunque parezca increíble, hoy tenemos en la familia una ex discípula de mi padre: Mirtha Mercere de Bauzá —la mamá de Mirta— que fue su alumna cuando estudiaba el profesorado en físico-matemáticas.
Si mi padre no hubiera sido físico, habría sido actor. Tenía grandes condiciones histriónicas: todo lo tomaba con enorme entusiasmo y en cualquier reunión se convertía rápidamente en el centro de atención, aun sin proponérselo. Todo lo que contaba era interesante: si no por lo que decía, por cómo lo decía. Y lo que le gustaba, le gustaba con pasión, fuera ciencia, amor o poesía.
Escribió un libro de versos, Versos de un físico. Y en uno de esos versos, La sopa y la entropía, el “pequeño de dos años” soy yo. Pero debo confesar que, pese a mi corta edad y a toda su sabiduría, conseguí engañarlo y le hice creer que yo creía que, esperando, la sopa se iba a calentar. La verdad es que era un pretexto para no tomarla: nunca me gustó la sopa. Lo siento viejo. Pero el poema es bien bueno.
Y ahora, puesto que estoy por cumplir 80 años, voy a repetir lo que escribí en el ejemplar que consulté para recordar el verso de la sopa. Dice así:
“Este ejemplar de Versos de un físico podría haber sido tema de uno de los versos de amor de esta colección. Se lo regaló el autor, mi padre, a Eduardo Bauzá, el primer novio de mi hermana Alba, a principios de los años 40. Eduardo murió en 1979 y poco después, su esposa y sus dos hijos, Eduardo y Mirta, se radicaron en los EE.UU. El libro, que quedó en la Argentina, pasó a manos, primero, de Miguelito Bauzá y luego de Porota, la hermana menor y mimada de Eduardo.
El 31 de diciembre de 1998 conocí a Mirta en casa de su hermano y reanudamos entonces, Mirta y yo, el diálogo iniciado más de 60 años antes por Alba y Eduardo.
El 26 de julio de 1999 la mamá de Mirta me trajo de la Argentina este libro que con tanto cariño y durante tantos años habían preservado los Bauzá de muertes, mudanzas y desarraigos.
¿Qué otras vicisitudes le tocará sobrevivir ahora? ¿Quién lo salvará esta vez? ¿Y quiénes serán los enamorados?
[Firmado] Eduardo Loedel, Nueva York, 16 de diciembre de 2001.
P.S. Hoy cumpliría Eduardo Bauzá ochenta años.”
Y así, con esta evocación de ese otro Eduardo que, de futuro cuñado, pasó a ser mi suegro póstumo, dejo este relato y me preparo, yo también, a cumplir mis 80.
Nueva York, 12 de mayo de 2012.
LA SOPA Y LA ENTROPÍA
En su ignorar sin mancha de dos años,
Ante un plato de sopa casi fría,
mi pequeño pretende que esperando
ha de irse la sopa calentando,
pues no le aflige en nada, todavía,
el que crezca sin tregua la entropía.
¡Y ojalá que por siempre lo ignorara!
¿Qué le importa saber que la energía
de tal y tal manera se degrada?
¿Para qué ha de saber que la entropía
no es más que un subrogado de la nada?
Preferible es vivir con alegría,
Y esperar que la sopa, ingenuamente,
tan sólo con desearlo se caliente.
One Response
Querido Tío. Me comprometo a escribir el próximo capítulo de nuestra Scottish-Platense family history. Eduardito.