Cuentos de Eduardo Loedel

“Life’s but a walking shadow, a poor player, / That struts and frets his hour upon the stage, / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing.” William Shakespeare - Macbeth, Acto V, Escena 5 *

Cuentos Stories

*Traducción de la cita de Macbeth

Breve historia de la Nota sobre el autor

La escribí en 1993, precipitadamente, tan precipitadamente que tuve que mandarla por fax, de Nueva York a Montevideo, para que llegara a tiempo y pudiera incluirse en la publicación de mis cuentos en la colección Asesur, Libros para todos, en agosto de ese año. Para esa fecha yo tenía 61 años y esta era la primera vez que se publicaba algo escrito por mí. ¿Por qué? ¿Es que solo había empezado a escribir después de jubilado? No, no, no, no. ¿Entonces?

La verdad es que escribí mis primeros cuentos cuando todavía estaba en la secundaria. Una profesora de castellano, Delia Etcheverry, leyó varios de ellos —no conservo ninguno de esa época— y me alentó a que siguiera escribiendo. Estaba convencida, y me convenció a mí, de que tenía condiciones y algún día podría llegar a ser un buen escritor.

Nos equivocamos los dos. Después de terminar el bachillerato, en el 49, dediqué todo el año 50 a la literatura y el teatro. Escribí dos o tres cuentos largos y una obra de teatro, pero tampoco de esa época conservo nada. Evidentemente no pensé que hubiera escrito nada que valiera la pena conservar. De modo que, para recuperar el año perdido, el 1º de enero de 1951 me puse a estudiar y entre el 5 de marzo y el 10 de abril rendí y aprobé las siete materias de derecho en las que me había inscrito. (¿Por qué derecho y no humanidades? Esa es otra historia). Con eso no solo me había puesto al día: había aprobado las cinco materias de primer año y dos de segundo, tiempo ganado que no tardé en disipar alegremente.

Y de repente, a los 20 años, después de un noviazgo fulminante de un mes y 20 días, el 1º de agosto de 1952, me casé con una compañera del Teatro Universitario.

El resultado inmediato fue que tuve que interrumpir mis estudios de derecho, que, la verdad sea dicha, nunca había retomado en serio, para conseguir trabajo y contribuir al pan de cada día.

A los 20 años no tenía título de nada, y tampoco tenía aspecto de saber nada de nada. Por suerte me había dejado la barba —una barba marinera renegrida a pesar de mi pelo castaño— y creo que esa barba lo intimidó suficientemente a Jaime Bernstein, uno de los directores de la Editorial Paidós, para que me hiciera una prueba. La pasé y así empezó mi carrera de traductor.

Por esta época dirigí dos obras de teatro, escribí Un Paseo, El Juez (la primera versión de La pluma de la verdad) y Observado. Y, no sé muy bien para qué —quizá para perfeccionar mi inglés— me inscribí en el Instituto de Lenguas Vivas de La Plata y me recibí de traductor.

En abril de 1958 aprobé el examen de traductor de la ONU, precisamente en momentos en que había dejado la traducción para dedicarme de lleno a la enseñanza del inglés científico con un método y materiales que había creado yo mismo ese verano.

Y una vez en Nueva York, en lugar de perfeccionar mi inglés, hice cursos de anatomía funcional, antropología física, evolución humana, genética y hasta cálculo, en Columbia, y un curso sobre dinosaurios en el Museo de Historia Natural. Y en lugar de suscribirme a revistas literarias, me suscribí a Science.

A fines de los 60 me compré una filmadora de Super 8 con la que hice varias películas cortas de la familia y de distintos viajes. Una de ellas, de 1972, Pibes Tuerca, la subí años después a YouTube, pero creo que no volví a escribir nada hasta el 78. El video más popular, casi 30.000 visitas, que subí en 2009, no tiene nada que ver con la literatura ni la ciencia ni el cine; trata, en cambio, de dos formas de bailar el tango, al estilo de Buenos Aires y al de Bonaire: Two Ways to Tango.

No sé muy bien cómo explicar ese alejamiento de la literatura de casi 20 años. En todo caso, la retomé con todo el entusiasmo de los 18 años no bien me jubilé, a fines de mayo de 1992. Y a fines de ese mismo año había terminado Una muerte en la familia.

Mi sobrino Gonzalo , ávido lector de mis cuentos, se los pasó a la madre, Graciela Mántaras Loedel. Graciela los leyó y le pareció que se podían publicar. El problema es que yo estaba convencido de que se trataba solo de una idea para un futuro remoto y había tiempo sobrado, por tanto, de ordenar, pulir, afinar.

Nada de eso. Parece que la colección mandaba a los suscriptores un librito cada mes y, de pronto, se habían encontrado con que no tenían nada listo para el mes de agosto, salvo el diskette que yo le había mandado a mi prima meses antes.

¡Ay, ay, ay! Creo que lo mejor es transcribir parte de una carta que le escribí a una amiga por esa época:

“…El mismo día en que recibí tu carta, a las once y media de la noche, me llamó Graciela, después de dos meses y medio de silencio, para anunciarme, agarrate bien, que mi libro se publicaba en agosto, con un título que se había sacado alguien de la cabeza (y no salía de ninguno de los cuentos) y atribuido todo a un tal Eduardo Loedel Gorlero. ¿Te imaginás? Y por si eso fuera poco, Graciela ni siquiera sabía muy bien qué era lo que se publicaba, porque ella no tiene WordPerfect y se había limitado a mandar el diskette, tal cual, a la imprenta, con instrucciones de reproducir el subdirectorio ASESUR in toto, y, por supuesto, nadie se había tomado el trabajo de consultarla antes de mandarlo a la imprenta. ¿Te das cuenta? En el mismo diskette iban otros dos subdirectorios con un montón de pavadas. ¿Te imaginás si estos boludos incluyen también ese material? Sí, ya sé; mejor no imaginarse. Aunque casi sin habla, en un estado de shock profundo, atiné a proponerle otro título, Pasa apenas (que sale de la Nota sobre el autor, donde se dice que nunca va ni llega a ninguna parte), la persuadí de que pararan las máquinas hasta recibir la Nota por Fax, y le aseguré que, a la lista de cosas que no era ese autor, podía agregar Gorlero (nunca usé mi apellido materno). ¿No te parece que es casi como si hubiera tenido una bola de cristal, o será no más mi destino que todo el mundo me tome por lo que no soy? 

De más está decir que esa noche no pegué los ojos y a las 6 ya estaba preparando el Fax y metiendo, a ritmo rabioso, los ultimísimos cambios en la Nota. A media mañana, cuando por fin terminé con la Nota (que debo haber releído un millón de veces), me di cuenta de golpe que, si efectivamente habían tomado el material tal cual del diskette, los cuentos aparecerían en el orden alfabético determinado por la computadora a partir de las palabras clave (amor, héroe, imagen, etc.), es decir, todo mezclado, sin orden ninguno y, lo que es peor, sin ninguna advertencia al lector de que El juez y La pluma eran el mismo cuento, solo que escritos con un intervalo de treinta años. ¡Ay mamita querida! No te quiero decir la angustia, la bronca, el disgusto y el ardor de estómago que me había pescado para entonces. A mediodía llamé por teléfono y, milagrosamente, lo encontré a Gonzalo en la casa y le conté mis tribulaciones, que se apresuró a participar a la madre. A la noche, vuelta a llamar para ver qué había pasado con el Fax porque, según el informe de la máquina, había ido a parar a otra línea, y qué había pasado con el título y qué había pasado con el orden (desorden) de los cuentos y con el nombre del autor y qué sé yo cuántas cosas más. Para esta fecha yo ya me había tomado un frasco entero de TUMS.

Te resumo: el Fax había ido no más a parar a otro lado pero (¿otro milagro?) avisaron a Guambia[1] y se pudo rescatar; la Nota (que al parecer les gustó mucho a Gonzalo y Graciela) llegó a tiempo y, lo que es más importante, la portada no estaba hecha todavía y se podía cambiar el título a Pasa apenas, que también les gustaba. Hasta ahí el good news; ahora el bad news: ya no se podía cambiar el orden, que sería el que le había dado la computadora. Graciela prometió aclarar lo del Juez y la Pluma, y quizá también la contribución de la informática en la solapa (porque de más está decir que tampoco hubo tiempo para que Graciela escribiera un prólogo hecho y derecho y sí, apenas, una triste solapita; ya ves, otro ausente para agregar a la lista: No hubo prólogo para su primer libro —y último, con un poco de suerte).

¿Y por qué tanto sofocón para publicar cuentos escritos entre 1952 y 1992? ¿Por qué las carreras y apurones para dar a conocer la obra de este señor Gorlero? ¿Por el ímpetu juvenil, acaso, de su tierna edad: 61 años? ¡Ah misterios de la creación literaria, el procesamiento de textos y la insondable idiosincrasia del editor!

En fin, ya ves. Mejor quedarse metido en la cueva. Lamento no haberte tenido a tiro para llorar en tu hombro. Un abrazo regrande de  Enrique  Palumbo  Loyarte  Gorlero  (elegir uno).”

Quizá se pregunte el lector cómo es que le había mandado a mi prima una colección de cuentos sin título. La colección carecía de título por una razón muy simple: yo estaba convencido de que la (posible) publicación no se produciría hasta fines del 93, con tiempo suficiente para agregar Una muerte en la familia a la colección, ponerle título e inventar algo sobre el autor que, la verdad sea dicha, fuera de traducir y (en los últimos años) correr muchas maratones (3.01.12, Nueva York, 1986), había hecho cero contribución a la literatura.

 Y ahora, por fin, la Nota.


Link to English translation by Daniel Loedel

Nota sobre el autor (1993)

(por el autor)

            Nació en Tolosa. Ni en Buenos Aires ni en Montevideo. Ni siquiera en La Plata. Tolosa. Y no la de Francia, que ya hubiera sido algo. No. Tolosa, provincia de Buenos Aires, República Argentina. En una palabra, Tolosita.

            Su paso por la escuela primaria se distinguió porque nunca aprendió a escribir: sus notas en Escritu­ra fueron siempre las más bajas. Quizá por eso lo eligieron, al graduarse, para pronun­ciar el discurso de despedida (o quizá por saber las autoridades que ese año, 1944, demolida la antigua escuela y aún por levantar la nueva, no habría acto de despedida). Su consuelo, que más tarde converti­ría en arte, fue no tener que terminar el discurso empezado.

            Su paso por el Colegio Nacional fue, más que paso, pasito. Entre las huelgas, las tomas de la Universidad, los enfrentamientos con la policía, la perpetua suspensión de las clases y los años lectivos truncos, su bachillerato fue una especie de prolongado carnaval político. En Botánica nunca pasaron de la célula y en Historia, a pesar de todos los caminos, nunca llegaron a Roma.

            Si al salir de la escuela había dejado a sus espaldas un edificio en ruinas, al salir del Nacional dejó, aunque nunca aprendió Botánica, un jardín florido. Pero no fue mérito suyo. En los años 50 florecía la enseñanza argentina y entre todas las flores reinaba suprema la del ceibo[2].

            Su paseo por la Universidad-Jardín, entre ceibos y mariposas, igual que otros paseos, no lo llevó a ninguna parte.

            No se hizo físico, como hubiera querido el padre; ni doctor de lo que fuera, como hubiera querido la madre; ni ingeniero, como su hermana; ni abogado ni profesor ni escribano ni contador ni agrimen­sor, ni siquiera doctor en jardine­ría criolla: nada.

            ¿Qué hacía él, en tanto?

            Soñar.

            ¿Y qué soñaba?

            Que le crecían alas y se largaba a volar.

            Y cuando no soñaba, jugaba.

            ¿Y a qué jugaba?

            Al ajedrez, a la música, al teatro, a la literatura, a ser grande, a ser chico, a ser viejo, a ser joven, a lo que fuera. Y, a veces, al matrimo­nio. (Juego que debe haberle resultado entrete­nido porque ya va por el tercero[3].)

            Entre juegos y paseos, visitó la enseñanza y la traducción. Un día, persiguiendo una sombra escurridiza que creyó mariposa, se metió en Lenguas Vivas. Salió sin su mariposa pero con un cartelito que algún bromista le colgó al cuello: Traductor Público Nacional.

Universidad de Columbia

            En otra excursió­n, persiguiendo vaya a saber qué, se distrajo, se perdió y fue a parar a Nueva York. Donde siguió paseándose, esta vez por los pasillos, las oficinas y, sobre todo, el jardín de las Naciones Unidas. Se hizo una escapada que otra hasta las universi­dades de Nueva York y Columbia, pero no encontró allí ni flores ni mariposas. Apenas, en Columbia, unos tilos altísimos que, a fuerza de crecer en busca de la luz que le robaban edificios aún más altos, llegaban al cielo y daban su sombra y perfume solo a las nubes.

1983

            En la ONU su carrera fue, más que carrera, trotecito: al sol de los pisos altos, prefirió el fresco del jardín; a los grandes despachos alfombrados, la sombra de los cerezos.

            El principio de los 90 vio el fin del Imperio Réprobo, el fin de la Historia y el fin de su trotecito en la ONU. A la hora de marchar­se, tampoco esta vez hubo discurso de despedida. Aunque para entonces ya había aprendido a escribir (cosas simples), después de cuarenta años de traducción —cien de ellos en la ONU—, de masticar y remasticar el pensamiento ajeno para regurgitarlo enseguida en una lengua también ajena, terminó seco y vacío por dentro: sin voz ni ideas propias ni nada que decir. Por suerte estaban todos tan ocupados entonces celebrando el nuevo orden de un mundo sin orden, obligando al repudio de la fuerza por la fuerza y haciendo la guerra para salvarlo de la guerra, que aprovechó para irse como había venido: sin que nadie se diera cuenta.

El autor con uno de sus nietos

            En conclusión, mejor que por lo que fue o hizo, se define la vida del autor por lo que no es y no hizo:

            No se llama Enrique ni Palumbo ni Loyarte[4] como creen algunos.

            No es físico ni ingeniero ni profesor, como insisten otros.

            No es uruguayo, como se imaginan los argentinos, ni porteño, como piensan los uruguayos[5].

            No se hizo jardinero.

            No cazó mariposas ni sombras de mariposas.

            No le crecieron alas.

El autor descansando después de un dia muy arduo, bueno quizás no tan arduo…

            No va (por mucho que corra o trate de volar) a ninguna parte: pasa apenas.

            No terminó casi nada de lo que empezó y lo poco que terminó más le hubiera valido no empezarlo.

            Nunca terminó de jugar y soñar.

            Que es lo único que hace ahora: cuando no sueña que juega, juega a soñar o sueña que sueña o juega a jugar.


[1] La revista “Guambia” era una publicación uruguaya quincenal de humor en la que mi sobrino publicó historietas y notas periodísticas desde 1991 hasta su cierre en 2000.

[2]Durante la presidencia de Perón intervinieron las universidades, declararon cesantes a la mayoría de los profesores y los reemplazaron con afiliados al partido peronista, con poca o ninguna preparación pedagógica, que se conocieron con el nombre de “profesores flor de ceibo”.

El autor con su esposa

[3] Eso era en 1993. Ahora, 2022, estoy en el cuarto, el que más ha durado. Mi mujer, Mirta Bauzá, platense como yo, es hija de Eduardo Salvador Bauzá, el primer novio de mi hermana Alba.

[4] Mi padre Enrique Loedel Palumbo, físico, había escrito un libro de texto muy popular, conocido como la física de Loyarte Loedel, en colaboración con Ramón G. Loyarte, por entonces rector de la universidad de La Plata. De ahí que algunos pensaran que yo debía llamarme Loyarte.

[5] Mis dos padres eran uruguayos.

One Response

  1. Gonzalo Muniz says:

    Buenos dias,

    Mi nombre es Gonzalo Muniz.

    Estoy realizando una investigación sobre la historia del Ajedrez en Uruguay. Entre los muchos hechos sobre los que estoy poniendo foco, se encuentra el primer torneo sudamericano, del cual fue participante Juan Loedel, un familiar suyo.

    Quisiera saber si el susodicho dejó algún tipo de archivo, documentos o lo que sea referidos a la temática ajedrecística en cuestión. En caso afirmativo, me gustaría poder consultarlo.

    Quedo a la espera de sus comentarios.

    Cordial Saludo

    Gonzalo Muniz
    091 849 755
    Martin Garcia 1624, Montevideo

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